El cristianismo no fue inicialmente ni un movimiento político ni una doctrina social. Jesús marcó nítidamente el sentido eminentemente espiritual y trascendental de su mensaje, así como la neutralidad en relación al contorno material de su tiempo y su lugar. Cuando, para tratar de desconcertarlo, alguien le preguntó si eran justos los impuestos que imponía Roma, le pidió a su interlocutor que le mostrara una moneda y señalándole la efigie del emperador que aparecía en ella, le dijo: “Al Cesar lo que es del Cesar, a Dios lo que es de Dios”.  Cuando, para tratar de incriminarlo políticamente, le preguntaron si era verdad que se había proclamado Rey, imperturbablemente respondió: “Mi reino no es de este mundo”. Durante los diecinueve siglos siguientes, la iglesia no elaboró nunca una doctrina social orgánica ni, mucho menos, oficial.

A inicios del siglo IV, se convirtió en la religión oficial del Imperio y desde entonces ha sido un poder temporal con evidente detrimento de su fundamental misión como guía espiritual y social. No solo sus Sumos Pontífices han sido monarcas absolutos, sino que en muchas ocasiones sus principales prelados han gobernado poderosos estados. Hubo Papas que organizaron cruzadas para conquistar territorios, como Urbano II; los hubo más acostumbrados a la armadura que a la sotana, como el formidable Julio II; también quienes utilizaron su inmenso poder para forjarle principados a su hijos, como Sixto IV o Alejandro VI; los que dilapidaron tesoros para convertir Roma en un museo de todas las artes mientras la mitad de Europa se le caía de las manos, como León X  y Clemente VII; es larga la lista de cardenales que iniciaron guerras y enviaron opositores al cadalso, como Richelieu, como Mazarino, como Wolsey o Cisneros; hubo arzobispos que construyeron catedrales con la venta de sus votos en las elecciones imperiales, como lo hicieron con Maguncia, Treveris y Colonia.

Para que esa trasformación en una monarquía con vocación imperial no afectara inapelablemente su mensaje evangélico, la Iglesia inventó el desdoblamiento que le permitía estar presente en lo mejor de ambos reinos: mientras sus prelados y sus príncipes se codeaban con los Hohenstufen y los Habsburgo en este mundo, sus mártires y santos se codeaban con los humildes pescadores que rodearon a Cristo en aquel reino de otro mundo, cuyo absceso ganaron haciendo verdad el verdadero mensaje de aquél, que está hecho de humildad, de hermandad, de caridad, de compasión y de servicio. Durante siglos el desdoblamiento funcionó a la perfección y el pueblo de Dios se compartió entre el sentimiento de respeto y admiración ante la majestad de Roma y el de amor y agradecimiento ante el humilde cura que compartía su pan, sus sufrimientos y su precariedad.

Pero, en el siglo XIX, tres acontecimientos destruyeron para siempre eso que se llamó el antiguo Régimen y que era el que hacia posible y exitosa una Iglesia desdoblada: la Revolución Francesa y sus múltiples replicas, las consecuencias sociales de la Revolución Industrial y la independencia americana, que dejaba como herencia la primera república democrática moderna regida por un gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. La conjunción de estos tres cataclismos inéditos dejó así un escenario en que dos situaciones eran evidentes y consolidadas: la soberanía pasaba a los pueblos y el problema social pasaba al primer lugar de la lista de las necesidades humanas.

Mientras muchos –los principales– se emborrazaban con el sueño de la Restauración (como Meternich, como Alejandro I, como los últimos Borbones), la Iglesia leyó correctamente la nueva realidad y comenzó a diseñar las armas con que enfrentaría victoriosamente a los movimientos doctrinales y políticos que buscarían conquistar voluntades con mensajes escépticos, materialistas y deshumanizados, cimentados en la promesa de una solución eficaz e inmediata al problema social. Algunos de esos movimientos, como el marxismo–leninismo, adoptaron una estructura y un desdoblamiento que era la copia en negativo del modelo que la Iglesia había probado exitoso durante dieciocho siglos.

En ese meditar profundo sobre la forma de salvar la esencia espiritual y trascendente de la civilización cristiana–occidental, surgió en algún momento que nunca podremos precisar, en los últimos años del siglo XIX, el plan que en etapas sucesivas erigiría los tres pilares fundamentales de esa arma: la doctrina social de la Iglesia, la filosofía del humanismo cristiano y la organización de la Democracia Cristiana. De esa manera, la “Rerum Novarum” del Papa León X marcó la meta, la filosofía de Jacques Maritain marcó la ruta y la DC marcó la forma del combate. Y fue con esa formación que comenzó la épica batalla de un siglo en que se salvó la civilización cristiana occidental y se hundió para siempre el materialismo comunista.

La batalla, que pareció perdida cuando el comunismo se apoderó de Rusia y más de la mitad del mundo tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo frentes y episodios gloriosos en que la DC, hija declarada de la Iglesia, ocupó siempre la trinchera más expuesta. Todavía esperamos al historiador que escriba la crónica de cómo el marxismo–leninismo fue derrotado en el campo de las ideas y de las conciencias mucho antes de que la URSS perdiera la Guerra Fría. Y en esa derrota, el papel de la DC fue fundamental como demuestra lo ocurrido en Italia, en Alemania y, sin falsa modestia, también en Chile, donde el PC llegó a disponer de más de un cuarto de la votación popular y alcanzó el gobierno constitucional con Salvador Allende.

Creo que ni los democristianos de hoy comprenden y valoran la magnitud de la batalla que ganaron. Hoy el PC no alcanza el 5% de la votación popular y a sus figuras emblemáticas las expulsan de la Plaza Italia; ello, porque perdieron el combate en el plano de los anhelos populares que, por extremos que sean, pasan por la libertad y la dignidad que ellos sistemáticamente atropellaron cuando alcanzaron gobiernos en cualquier parte del mundo.

Sin embargo, a pocos años del triunfo, tanto la DC como su madre la Iglesia están en plena decadencia. Han sido víctimas de lo que podría llamarse el “síndrome de la victoria” que tantas veces ha aparecido en la historia cada vez que termina una pugna cósmica entre dos grandes potencias: a la desaparición del vencido sigue la decadencia del vencedor. Los ejemplos abundan: el imperio hitita no existía cincuenta años después de haber derrotado a Ramsés II, la República Romana no sobrevivió a la destrucción de Cartago, el sueño del imperio universal de los Habsburgo murió poco después de que Carlos V tuviera prisioneros a sus mayores enemigos como eran Francisco I y el futuro Enrique II, Estados Unidos inició su marcha hacia Trump poco después de la destrucción de la URSS. Pareciera como que, después de un gigantesco esfuerzo, el luchador victorioso aflojara los músculos y cayera de rodillas con el empujón de un niño.

¿Qué ha pasado para que tal ocurriera? Pasó, en primer lugar, que la Iglesia comprendió finalmente que el desdoblamiento ya no es presentable, que no se puede servir a dos señores como son Jesús y el poder político, que para poder elegir Pontífices no italianos tiene que dejar de ser un inmenso poder político y financiero en Italia y que, en última instancia, tendrá que renunciar completamente a la famosa “herencia de Constantino” si es que pretende retomar en plenitud su misión evangelizadora. Y, en ese camino, lo primero que hizo fue tomar distancia de la DC italiana, cabeza y norte de todas las DC’s del mundo.

En segundo lugar, la Iglesia misma ha sido ferozmente cuestionada por el comportamiento aberrante de parte importante de su clero, de modo que suma una crisis organizacional a la crisis de principios que antes señalábamos. En esas condiciones, la orfandad de la DC todavía no es tan dolorosa porque muchos de sus miembros ven con buenos ojos tomar distancia de la Iglesia oficial. Pero esto ha producido confusión de principios y son muchos los que no comprenden que una cosa es apartarse de eso y otra muy distinta es olvidarse de los principios con que su partido fue creado. Porque serán esos los principios que la DC requerirá como divisa en el combate para forjar una nueva democracia que, sin perjuicio de la libertad individual, pueda hacer realidad la justicia social que pregonó la Iglesia en su momento.

Será volviendo a sus orígenes que la DC se recompondrá para ser, de nuevo, el paladín en esa pugna trascendental. Participará en ella como huérfana de la Iglesia, pero como hija de Aquél que, en un mundo material en que todo es relativo, afirmó rotundamente que “el cielo y la tierra pasarán, pero Mi palabra no pasará”.

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