A mediados del siglo XX, una vez terminada la Segunda Guerra, el mundo se dividió profundamente en dos bloques. Se terminó toda cooperación entre un bando y el otro, se acabaron los Frentes Populares en varios países, incluido Chile, y se produjeron nuevas guerras de carácter local o guerras civiles, como la de Grecia o la de Corea o la de China. En todas ellas combatían por un lado grupos comunistas y por el otro, grupos que eran cercanos a la tradición occidental. Como resultado, ya en la década del 50 se advirtió la existencia de estos dos grupos de naciones, que alcanzaron su máxima distancia, la denominada guerra fría, en los decenios siguientes.

Con la ventaja que tenemos ahora en el siglo XXI, que es la de tener una mirada retrospectiva y hablar con los resultados en la mano -con el diario del día siguiente, por así decirlo- podemos caracterizar a estos bloques en términos gruesos como uno occidental y democrático y otro, oriental y comunista. El primero imperaba en casi todo occidente, era dominado por Estados Unidos, pero participaban en él los países europeos occidentales como Inglaterra, Francia y Alemania. Estaban también Australia y Nueva Zelandia desde luego, pero también Japón y América Latina. En el otro extremo quedaron países del oriente comandados por Rusia y su Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS, pero también integraban ese bloque la China de Mao, Corea del Norte, Vietnam y otros países de esa área. También debe recordarse que los soviéticos quedaron ocupando buena parte del territorio europeo, casi toda la Europa del Este, pero esos países no pudieron expresarse libremente acerca de su voluntad de mantenerse dentro de la esfera soviética y fueron más bien forzados a quedar bajo esa dominación, como quedó de manifiesto repetidas veces a lo largo de las décadas del 50 y del 60.

Si bien está claro que en el mundo real no caben las clasificaciones entre los buenos y los malos, en este caso, con todas sus complicaciones y dificultades al hablar de países completos, no hay dudas de que uno de los bandos estaba mucho más cerca de los ideales humanistas y democráticos que el otro. Así, por ejemplo, en el debate sobre la declaración universal de los derechos humanos, en Naciones Unidas, lo más que se pudo conseguir de los soviéticos y sus satélites fue que se abstuvieran en la votación y de esa forma se la pudiera aprobar sin que hubiera oposición de ningún país, como finalmente sucedió. Conseguir esa abstención no fue fácil y requirió ajustes al texto y gestiones de toda clase. Tampoco puede afirmarse que absolutamente todos los países estuvieran alineados con esas fuerzas dicotómicas, pues existían zonas grises de discutible adhesión a uno o a otro bando. Pero eso no le resta validez al hecho de que el planeta estaba fuertemente dividido en dos.

Fue característico de los países occidentales y democráticos el respeto a los derechos humanos, entre ellos la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Además, en todos ellos existía amplia libertad de expresión, múltiples partidos políticos, libertades relativamente amplias para emprender, incluso para crear establecimientos educacionales y educar a los niños y jóvenes, y desde luego, el derecho de sus ciudadanos a moverse libremente por el mundo con la sola restricción de las visas y esa clase de arreglos burocráticos. Todos tenían gobiernos elegidos en elecciones periódicas y limpias. Por supuesto no todo funcionaba perfectamente, pero no hay duda de que básicamente eran países libres, donde existía amplia libertad de conciencia y así pudieron surgir en ellos muchos grupos, incluso sectas con orientaciones extrañas, de carácter religioso o de tipo hippie, o agrupaciones políticas anti sistema.

Los países comunistas, en cambio, habían interpretado a Marx a través de Lenin y presentaban un panorama muy distinto. Según decían ellos todas las sociedades debían pasar por una etapa de dictadura del proletariado, la que se ejercía sin duda alguna por la jerarquía del Partido Comunista. Se trataba de una etapa transitoria en el camino al comunismo, pero su duración era imprecisa y ahora con la experiencia -gracias a la mirada retrospectiva- podemos asegurar que duraba muchas generaciones porque ni en los 75 años de la URSS ni en los más de 60 de Cuba se habían acercado esos países siquiera un ápice a la sociedad beatífica en que, como decía Marx, podríamos “cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado al atardecer y ejercer la crítica después de comida”.

Eran todos ellos regímenes de partido único y de economía centralmente planificada por el mismo partido, lo que impedía la iniciativa de los ciudadanos que debían limitarse a obedecer a la jerarquía. No había libertad de prensa, como lo revelan también los pocos países comunistas que aún existen, como Cuba, por ejemplo, donde para estudiar periodismo se exige ser miembro del partido. La libertad de conciencia, en la Unión Soviética al menos, era impensable puesto que ahí se exigía la lealtad total y tanto los artistas como los compositores de música clásica o los cineastas debían crear manifestaciones del realismo socialista. El gobierno era ejercido por el partido único y sus jerarcas seguían carreras internas poco transparentes para el ciudadano común.

La tensión entre estos dos polos del mundo fue creciendo y a fines de los años 60 la guerra fría era la ley del planeta. En Hungría en 1956 hubo una primera revuelta contra el régimen comunista de un significado que traspasó sus fronteras y recordó otra que se había intentado en 1951 en Berlín. Pero la rebelión de 1968 en Checoslovaquia, la llamada Primavera de Praga, tuvo un impacto aún mayor. Todas ellas fueron aplastadas por los soviéticos con lo cual despertaron cierto grado de inquietud entre los comunistas europeos y así comenzó una tímida corriente de un nuevo comunismo, el eurocomunismo, que no alcanzó a tener mayor trascendencia.

América Latina era un peón de cola de toda esta historia. Desde aquí se veía a Estados Unidos como una potencia dominante en la región, que era acusada de imperialista por la izquierda y considerada un buen socio por la derecha. Los americanos y europeos habían sido importantes en el desarrollo de las principales industrias chilenas, del cobre, del salitre. Las escasas industrias habían nacido en alguna medida por las inversiones de esos países occidentales. Los rusos y chinos eran un polo completamente desconocido para nosotros, si bien el descontento de Europa Oriental y especialmente la represión que se ejerció en contra de los checoslovacos tuvo un impacto aquí. La mayoría de los países de oriente no eran cristianos, ni parecían tener religión, excepto los soviéticos que mantenían a la iglesia ortodoxa y que eran parcialmente europeos. Pero para exacerbar las diferencias, no escribían con el alfabeto latino sino con signos incomprensibles para nosotros, tanto los chinos como los soviéticos, aunque a estos últimos se les adivinaba que empleaban letras, si bien bastante diferentes a las de occidente.

Chile en esa época estaba firmemente incluida en el bloque occidental. Terminada la guerra mundial, el Presidente González Videla puso término a su alianza con el Partido Comunista y fue bastante más lejos prohibiendo su existencia mediante la Ley de Defensa de la Democracia, apodada por los comunistas como la ley maldita. El general Ibáñez continuó la línea y llamó a un grupo estadounidense, la misión Klein-Sacks, para que vinieran a Chile a diseñar un programa económico porque aquí nada resultaba y los precios no paraban de subir. Luego de él vino la presidencia de Jorge Alessandri que siguió en la misma línea y en la elección de Eduardo Frei el año 1964 hasta se utilizó como propaganda un aviso que aprovechaba los números de los candidatos en el voto recordando el partido decisivo del mundial de fútbol de 1962: Chile 2 (Frei) Rusia 1 (Allende).

En esas circunstancias de la política en el planeta, la izquierda chilena con Allende a la cabeza decide que Chile se cambiará de bando, del bloque occidental y democrático pasaríamos a ser parte del bloque oriental y comunista. Para ello, se expropiarían las empresas norteamericanas, se estatizarían todas las actividades centrales de la economía, incluidas, además de la minería, la banca y la agricultura. Por cierto, esto no caería bien en Estados Unidos ni despertaría una simpatía profunda en otros países menos interesados en nosotros, ni siquiera en la Unión Soviética o China, que por su importancia podrían haber significado una diferencia. Los soviéticos habían conquistado a Cuba la que les servía para generar algunas incomodidades a los norteamericanos, pero sin mayor trascendencia. Como lo dice un partidario de Allende, se trataba de una “revolución absolutamente marginal en el mundo”. No lograba inclinar la balanza, no movía la aguja en una u otra dirección. Tampoco la movería Chile en el escenario de confrontación de las dos grandes potencias.

En este contexto, parece algo simple la idea de sumar los votos de Allende y Tomic dando como razón para ello que ambos en sus programas hablaban de revolución, como lo han dicho algunos observadores que no vivieron esa etapa, pero que leen la literatura de la época. Es altamente probable que, en una votación de segunda vuelta, como las que se impusieron después en la Constitución de 1980, hubiera ganado Alessandri, pues el país se daba cuenta de las implicancias de la revolución con vino tinto y empanadas que nos llevaría a nuevas alianzas internacionales en la guerra fría. Y se percibía en forma bastante clara que ello nos habría dejado huérfanos y aislados en el continente.

Los comunistas chilenos se habían portado muy bien con los comunistas soviéticos y eso les puede haber dado la esperanza de conseguir algún grado de apoyo mayor. Nunca protestaron contra las conductas de los rusos, sino por el contrario apoyaron hasta los atropellos más increíbles, como fue la invasión de Checoslovaquia cuando la juventud comunista chilena hizo guardia ante la embajada de la URSS en la calle Apoquindo para protegerla de cualquier manifestación anti soviética como las que se habían registrado en otras partes del mundo. Si de estos hechos en Europa Oriental surgió el impulso para la creación de un eurocomunismo, más aguado que el de los soviéticos, acá se mantuvo la línea de la fidelidad a Moscú sin disimulos. Pero, aun así, en esos días de la Unidad Popular no consiguen mucho de ellos. En cuanto a apoyo económico no hubo nada significativo y lo más llamativo ante el giro copernicano que intentaba dar Allende, tampoco pudieron conseguir que el ejército chileno reemplazara las armas que empleaban, casi todas de origen estadounidense, por otras fabricadas en Rusia. Y no fue por falta de voluntad de los militares chilenos, puesto que el Comandante en Jefe del Ejército de Chile había viajado disciplinadamente donde “el hermano mayor”, como llamó Allende a Rusia en Moscú en diciembre de 1972, sino por falta de interés de los soviéticos. Estos simplemente no creían en esta aventura chilena ni seguramente le daban mucha importancia a que Chile cambiara de bando.

Es sorprendente darse cuenta de que esto no estaba bien pensado ni siquiera por el Partido Comunista local. La URSS nunca manifestó interés por recibir a este nuevo aliado. Los chinos, que no eran la China de hoy, pero tenían un peso mayor en los temas internacionales por sus dimensiones, tampoco mostraron entusiasmo ni ganas de ayudar, como lo demuestra la carta de Chou En Lai a Allende. Por su lado, era absolutamente evidente que los norteamericanos no se iban a quedar tranquilos ante los anuncios de expropiación de sus empresas, de una nueva revolución comunista en el continente, de un cambio de bando. Es verdaderamente increíble que acá los partidarios de la Unidad Popular pensaran que ellos podrían lograr ese giro radical. Me recuerda otra inadvertencia inexplicable de esos años, la del Partido Socialista, que en el año 1965 en su Congreso de Linares afirmó: “Nuestra estrategia descarta, de hecho, la vía electoral como método para alcanzar nuestro gobierno”. Y ya el año 1967 en otro Congreso, en Chillán, dio su aprobación unánime -sí, unánime- a la idea de que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima… constituye la única vía que conduce a la toma del poder”. Pero a mí me pareció siempre evidente que, si la disputa política se transformaba en una lucha armada, serían las Fuerzas Armadas, profesionalmente dedicadas al uso de las armas, las que iban a resultar triunfantes y no las guerrillas de estudiantes y sindicalistas. Más aún, cuando ni en las universidades ni en los sindicatos existía un respaldo general a esas ideas de emplear la violencia. Ellos pueden haber pensado que usarían a las Fuerzas Armadas, pero no desplegaron ninguna acción destinada a conseguir su adhesión y lo más que podrían haber esperado era una división interna que hubiera conducido a una guerra civil.

No hay dudas de que desde el punto de vista de las fuerzas que existían en esa época sobre el planeta, las posibilidades de éxito del gobierno de la Unidad Popular eran absolutamente marginales. Resultan asombrosas las quejas de sus representantes respecto de la reacción anti UP de Estados Unidos, cuando era algo totalmente previsible que no iban a ser ellos los amigos de una revolución cuyo planteamiento fundamental era contra ellos. Aún más, se les había anunciado que serían expropiados y se especulaba abiertamente sobre las distintas fórmulas que se barajaban para quitarles sus empresas sin pagarles un peso. La reacción estadounidense, por otra parte, no tuvo relación con el golpe de 1973, sino que fue más bien una reacción inicial a la elección de Allende e intentaron impedir que asumiera. Luego manifestaron sus molestias por todos los caminos posibles, incluso ayudando con dinero a la oposición, de la misma forma que los soviéticos, cubanos y alemanes orientales ayudaban a los comunistas. Sin embargo, hasta ahora siguen escuchándose lamentaciones por la reacción de Estados Unidos y exigiendo peticiones de disculpas por defender con tanto ahínco lo que ellos sentían que les pertenecía.

La aventura chilena de 1970 terminó mal, como todos podrían haberlo predicho. Pero más que analizar los datos que estaban a la vista entonces, es la luz de la experiencia de lo que fueron los desarrollos de occidente y su capitalismo democrático, por un  lado, y la evolución soviética y de sus satélites, con su partido único y su indefinición sobre la dictadura del proletariado, por el otro, la que da nuevas perspectivas para juzgar las decisiones de entonces. Todo ello se puede examinar sin tomar en cuenta ni por un minuto las diferencias económicas que, además de todo lo visto, llegaron a ser gigantescas entre los dos sistemas.

A todas luces, el intento de cambiar de bando fue un error de proporciones.

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