He aprovechado este espacio antes para hablarles de la noble vocación empresarial, del convencimiento que el rol social de la empresa no es sólo producir buenos bienes y servicios, o ser rentables, sino que también ser un aporte al bien común. Y la objeción que a menudo nos plantean suele ser siempre la misma: ¿Y cómo conciliar la fe con los negocios? ¿Se puede hablar de ética en la empresa, ser socialmente responsable, sustentable y al mismo tiempo ser rentable? ¿Cuál es la actitud y la respuesta de la empresa ante las prácticas reñidas con la moral, la ley y la sana competencia en los mercados?
En un ambiente enrarecido y donde escasea la confianza, cada caso de prácticas anti-empresariales daña las confianzas en muchos niveles. No resultan muy creíbles para la sociedad los llamados a no meter a todos en el mismo saco, señalar que esos casos son la excepción y no la regla, o apelar a la presunción de inocencia. Por eso creo que lo mejor es que miremos de frente el tema, sin miedo y partiendo por el principio: yo y mi conciencia.
El grado de desconfianza ciudadano es tan alto, que apuntar con el dedo a quienes aparecen en la prensa como culpables de algún acto contrario a la ética se ha vuelto el camino más fácil, cayendo muchas veces en la caricatura de la actividad empresarial como un monstruo explotador, que busca la ocasión para sacar provecho ilegítimo de los demás, que oprime a los que tienen menos y que siempre esconde sus verdaderas intenciones. Ponernos en la posición de juez es un mecanismo de defensa casi automático que sirve para separar el mundo entre malos y buenos, y nos deja a nosotros, siempre, en el tranquilizador bando de los buenos.
Nadie nace corrupto; nadie funda una empresa cuyo objetivo es defraudar, salvo que sea un delincuente y no un empresario. El paso de la honestidad a la corrupción no ocurre de un día para otro ni de modo automático. Es un continuo, a veces largo, en el que se van dando pequeños pasos, cruzando ciertos límites. Al principio, hay incomodidad, después se construyen auto-justificaciones, uno se acostumbra y, al final, ya no hay vuelta atrás.
Eso es lo que en USEC llamamos «la vida dividida». La vida se divide cuando empezamos a separar las exigencias de la fe y la ética que nosotros mismos habíamos asumido para vivir bien, de la vida que llevamos en el trabajo y la empresa. Nuestra experiencia de casi 70 años es que la ética empresarial no pertenece a un campo distinto de la moral personal. Uno es la misma persona en la casa, en el trabajo, en su grupo de amigos, etcétera. Tratar de vivir fuera de esa unidad, se traduce en una vida dividida que genera culturas organizacionales más propensas a prácticas contrarias a la dignidad de la persona y al bien común.
Esto que ocurre a nivel personal, puede transformarse en una cultura empresarial. La vida dividida como sistema es un gran peligro. El principal de esos peligros es no verlo como un problema, sino como una característica y necesidad para el éxito del negocio.
Un buen punto de partida es ver cómo definimos y medimos el éxito en nuestras empresas, y de qué forma esta definición se plasma en incentivos y el modo en que motivamos y elegimos a nuestros colaboradores. La empresa envía señales potentes a sus colaboradores por estas vías. Los incentivos bien utilizados cumplen una función necesaria de gratificar el esfuerzo y retener talentos, pero su aplicación desorientada no dirigida al largo plazo puede pervertirlos. Los incentivos no pueden transformarse en una herramienta de coacción que “empuja” al ejecutivo a no escatimar en medios para recibirlos. En cambio, si la cultura de la empresa considera, declara y en los hechos reconoce que le importa el desarrollo integral de todos sus integrantes, entonces es mucho menos probable que sus colaboradores lleven vidas divididas.
El modo en que cada uno de nosotros resuelva personalmente este asunto tendrá un impacto decisivo en nuestras empresas y, por extensión, en toda la sociedad. Ninguna empresa o sistema económico puede funcionar bien ni ser sustentable en el tiempo si las personas que lo animan llevan vidas divididas, pues inevitablemente terminarán afectando a las personas a las que están llamadas a servir.
Ignacio Arteaga E., presidente Unión Social de Empresarios, Ejecutivos y Emprendedores Cristianos