Hay varios mitos que rodean el mundo de Internet. El más elemental asegura que la red fue creada por los militares norteamericanos para comunicarse en un eventual conflicto nuclear. La verdad es que una agencia de proyectos de defensa la desarrolló para mejorar la interacción entre los científicos. Otra historia ampliamente difundida acusa a los tiburones de comerse los cables submarinos que llevan la red a través de los océanos y los culpa de las fallas del sistema. Respecto de los peligrosos escualos, difícil que produzcan algún daño, ya que la fibra óptica está cubierta de acero y sus principales enemigas son las anclas de los barcos.
Pero hay uno mito que, si bien no involucra planes secretos ni daños materiales, sí ha tenido fuerte influencia en nuestra cultura y afecta profundamente la forma en que nos relacionamos. Su protagonista es el lenguaje, definido como “la capacidad propia del ser humano para expresar pensamientos y sentimientos por medio de la palabra”, y el daño irreversible al que se ve expuesto bajo la dictadura de aplicaciones como Twitter o Whatsapp. En ellas, la escritura tradicional -aquella que funciona con sujeto, verbo y predicado- experimenta una suerte de metamorfosis. La sintaxis y la ortografía pierden cualquier relevancia y palabras que ni siquiera existen en los diccionarios son utilizadas con tal familiaridad que parecen parte de la Real Academia. La tecnología estaría arruinando el lenguaje y los jóvenes serían incapaces de redactar textos más largos que un tweet.
Muchos lingüistas aseguran que estos íconos son un aporte, al actuar como el equivalente digital a los gestos.
Clave en esta nueva forma de narrativa son los emojis, imágenes o pictogramas usados para transmitir una idea, emoción o sentimiento. Esas caritas sonrientes, con lágrimas o impresionadas serían los poderosos adversarios del lenguaje, al incorporar nuevos elementos y alterar los existentes. Sin embargo, muchos lingüistas aseguran que la realidad es otra y que estos íconos son un aporte, al actuar como el equivalente digital a los gestos.
¿Cómo hacer patente que lo que escribimos es irónico y que el destinatario no debe tomarlo en forma textual? Problema común cuando nos relacionamos a través de mensajes y correos electrónicos, donde no se diferencian tonos de voz, impostaciones, miradas ni muecas. La solución: un emoji. Las personas tienden a interpretar el sentido de un mensaje de acuerdo al ícono que lo acompaña. Un reciente artículo en la revista Behavior and Information Technology (según consigna The Guardian) establece que “el uso de caras emoji produce respuestas neuronales que son similares a las que se observan en la comunicación cara a cara”. No se trata de infantilizar el lenguaje ni de destruirlo, sino de enriquecerlo. Una cara triste o una cara feliz provocan efectos radicalmente diferentes en el receptor de un mismo mensaje.
El Oxford Dictionary eligió el emoji de la risa -el que tiene lágrimas en los ojos- como la palabra del año el 2015. El jurado no se inclinó por el vocablo “emoji”, sino que por el risueño ícono en particular. Una muestra de la fama de estos “dibujos” que cada 17 de julio son agasajados en el Día Mundial del Emoji. El primero fue el emoticón «:-)», propuesto en 1982 por un desesperado oficinista deprimido por la incapacidad de sus colegas para entender cuándo hablaba en serio y cuándo no, una estrategia para salvar la barrera del sarcasmo, esa “forma matizada del lenguaje en que los individuos dicen lo contrario de lo que está implícito”. Su fama y evolución fueron vertiginosas. Japón los incorporó por primera vez a los teléfonos inteligentes, pero como no eran recibidos correctamente en todos los dispositivos surgió el Consorcio Unicode, organización que ordenó el mundo de los emoji y creó normas y estándares.
De acuerdo con “Because Internet”, libro de la bloguera y periodista Gretchen McCullogh, Internet nos permite aprender una nueva faceta del lenguaje. Debido a la velocidad con que se producen los cambios en el mundo digital, con plataformas que aparecen y desaparecen, es posible enfrentarse a dinámicas que de lo contrario tardarían extensos períodos de tiempo en percibirse. Pensemos en los siglos que pasaron desde la comunicación basada en la oralidad y sin registros escritos, a una marcada por una bajísima alfabetización, donde la escritura y la lectura constituían un beneficio de pocos, a la actual con altos niveles de alfabetización y un acceso rápido y fácil a todo tipo de textos, con una penetración fuertísima de Whatsapp y las diferentes dinámicas que éste encarna.
Pero estas caritas e íconos también sufren de las barreras endémicas de los procesos de traducción. El mismo “dibujo” puede representar algo totalmente diferente dependiendo de la cultura en la cual está inserto su receptor. El clásico ejemplo lo constituye el emoji 1F62A, bautizado como «cara adormilada», el cual se caracteriza por tener una burbuja de la boca. Para los japoneses ese simple elemento representa el sueño, para otros es sinónimo de llorar o babear. Eliminarlo no es sencillo ya que los nipones lo utilizan frecuentemente. Para sortear este tipo de inconvenientes el Consorcio Unicode sugiere siempre considerar el contexto. El mismo símbolo que en occidente representa una paella, en oriente es un estofado. Pensar en los gustos -y el origen- del anfitrión puede solucionar un problema tan sencillo como el menú del día.