“La final del Mundo”, “Locos por la final”, “El Bombonerazo, Los Jugadores del pueblo: Boca reventó la cancha 60.000 hinchas adentro y 20.000 afuera…. ‘Nos llena de energía para la final’ dijo el DT”, en Olé. “La final de todas las finales del fútbol”, “El duelo del siglo”, “El partido de todos los tiempos” o “El comienzo de la tercera guerra mundial” como consigna la BBC. Y de ahí pasamos a “La vergüenza mundial”, “Una final de furia” o “La Copa Libertadores de la vergüenza, la que nadie debería festejar”.

El fútbol es la guerra moderna, pero a diferencia de las viejas contiendas aquí no se pelea por valores o por la patria. Hay autores que comparan los enfrentamientos en la cancha con las batallas de la antigüedad y no dejan de tener razón. En ambos se enfrentan dos bandos rivales, con sus camisetas e himnos y en medio de gritos intentan conquistar el territorio enemigo y quedarse con el trofeo, una suerte de tótem que hay que defender a toda costa.

La beligerancia se traslada al campo de juego. Los futbolistas son los soldados y cada uno ocupa un lugar, al igual que en las formaciones de las antiguas contiendas. Hay combatientes más importantes y otros de segunda línea. El antropólogo español Jordi Salvador Duch, autor del libro “Fútbol, metáfora de la Guerra Fría” afirma: «En el fondo, somos los mismos que disfrutaban en el circo romano con los gladiadores y los leones, pero ahora el nivel de tolerancia de la violencia es menor. Los estadios son islas de permisividad en los que la gente busca emociones como el peligro o la venganza y donde pueden insultar al árbitro, ser racistas y homofobos como nunca lo serían en la calle».

¿Pero qué pasa cuando esa guerra traspasa las butacas del estadio? ¿Qué sucede cuando el enfrentamiento ya no se da solo en el césped sino que tiene como escenario la calle? Ahí se rompe el pacto. Si dentro del recinto está permitido gritar, fuera de éste es un sinsentido, un regreso concreto al mundo de los guerreros. ¿Y qué sucede cuando es la misma prensa la que exacerba los ánimos a tal nivel que contribuye a crear un ambiente propicio para la violencia?

Los medios argentinos potenciaron la lógica del partido del siglo y alimentaron la rivalidad con una narrativa de guerra, una pasión que se desborda de manera primitiva. Más importante de quién ganaba era quién perdía. El triunfador tenía mucho menos relevancia que el derrotado, quien sufriría una paliza histórica. Al rival se lo entiende como un enemigo de guerra. No es el “somos distintos y nos veremos las caras en la cancha”, sino “los destrozaremos”. Y ese destrozo fue literal. El bus no es abucheado sino que destrozado

Independientemente del lugar que cada equipo ocupe en el podio aquí lo que quedó en evidencia es que la prensa erigió a los Bover (concepto que refleja la simbiosis entre Boca y River) como el súper equipo de Argentina, capaz incluso de opacar a los G20. Vladimir Putin, Emmanuel Macron, Justin Trudeau y compañía pasaron a segundo plano. Los “verdaderos” número uno son los presidente de Boca y River: Daniel Angelini y Rodolfo D’Onofrio. Acompañados por la víctima del piedrazo, el capitán de xeneizes Pablo Pérez, y su homólogo de River Leo Ponzio. Además de los dirigentes de la Conmebol y sin duda ambas hichadas.

Ahora es el momento del lamento y la vergüenza. El momento del triunfo por secretaría o del enfrentamiento en territorio neutral: Miami y Medellín están dentro de las posibilidades; o mejor irse a Qatar, ciudad que desembolsaría 13,5 millones de dólares, -cifra que se suma a los 9 millones que entrega la Conmebol (dos tercios para el ganador y el resto para el segundo)- por tener a los Bover en su flamante estadio. Así al final todo aparece como un tongo donde los clubes persiguen fines bastante menos nobles y van detrás del mejor postor. El piedrazo quedó atrás. Llegó la hora de los millones.

También es la hora de las declaraciones cruzadas y de más y más portadas. Y del triunfo de la peor cara del deporte donde la prensa también se lleva su tajada. Horas y horas de transmisiones, páginas y páginas de noticias. Al final la narrativa bélica logró generar beneficios económicos para todos. Pero la vergüenza queda. En palabras del periodista y escritor bonaerense Martín Caparrós: “Con tal tachintachín no es sorprendente que algunos hinchas se lo hayan tomado en serio y hayan decidido ayudar a su equipo embistiendo al enemigo. Pero es fácil echar culpas; lo cierto es que azuzados o no, hay suficiente cantidad de argentinos que creen que apedrear futbolistas es buena idea. Se corresponden con esa madre –cuya imagen apareció en los diarios- que decidió que la mejor manera de meter en la cancha una docena de bengalas era atarlas alrededor del cuerpo de su hijito”… un hijo que será todo un Bover y que quizás esté presente en “Santiago 2019” escenario de la próxima final de la Copa Libertadores.