En el permanente estado de indignación que nos exige este atroz mundo dicotómico, que todo lo reduce a una contraposición entre víctimas y victimarios en lo social, y entre amigos y enemigos en lo político, donde la responsabilidad personal ya no guía las acciones de nadie pues los problemas son siempre culpa de otros, les propongo un ejercicio que hoy parece loco. Una y otra vez oímos y leemos lo terrible que es Chile y cómo debiera ser refundado íntegramente sobre dudosas bases pseudo-revolucionarias. No sé si les pasa a ustedes, pero resulta que a mí hay cosas de Chile que me gustan… Que hay que hacer cambios en Chile es algo que nadie duda a estas alturas. Lo que yo ahora planteo va en una dirección inversa. ¿Qué tal si en vez de mirar la mitad del vaso vacía, vemos la llena? Es solo por un rato, no se sulfuren. Lo que propongo es simple: sentarse a anotar tres cosas del Chile que nos ha tocado que nos gusten, y compartirlas con otra persona. Quién sabe, quizás si partimos por lo positivo podremos empezar a recomponer nuestra sociedad, últimamente tan golpeada y fracturada.

Parto yo, y lo hago con las tres primeras cosas que se me vienen a la cabeza. De Chile me gusta ese innato sentido de familia, esas pequeñas conversaciones que se pueden tener con el más inesperado de los interlocutores, y ese humor socarrón y pícaro que tanta falta nos hace.

Parto por la primera de mis elecciones. En otros lados, más nórdicos y más aburridos, he visto cómo la familia es muchas veces vista como una molestia que debe soportarse como parte de la cuota de deberes ineludibles que nos corresponde cargar como seres humanos. En otras palabras, como un cacho. Acá, en cambio, la familia es un gusto del que no nos privamos a pesar del tío pesado, la abuela latera, el yerno polémico o esos niños de los no sé cuanto, tan malcriados. Todo es parte del folclor local que rodea las reuniones familiares, las cuales se acompañan muchas veces de unas buenas empanadas y de un mejor vino, como para no olvidarnos de donde venimos. Estas reuniones pasan así a ser una especie de cueca urbana que se baila con ganas, aun cuando de repente vengan y vayan combos, como los que recibía el guatón Loyola en su canción homónima. Ver a los papás reírse con los hijos y los nietos, a los tíos conversar con los sobrinos, al perro moverle la cola a todos mientras trata de evitar que el gato le robe esos restos de asado con los que se relame hace un buen rato; todo eso nos recuerda que pertenecemos a algo más grande que nosotros mismos y que, en último término, no estamos tan solos como creíamos.

Sigo con esas pequeñas conversaciones que damos por sentadas, pero que son un milagro de la sociabilidad chilensis, cuya necesidad se nos ha hecho tan patente por estos días. Hablo de esos intercambios que tenemos con el conserje del edificio, el kiosquero, el taxista, la cajera, el vecino, la secretaria o el ejecutivo de cuentas. No se trata de diálogos sesudos, pero sí llenos de vida en los que se pasa del clima al futbol, del comentario banal a la confidencia sincera, de las preferencias de productos a la catarsis compartida, tan bienvenida en estos tiempos apocalípticos. Sumidos en nuestros problemas, y agobiados por preocupaciones y frustraciones de todo tipo, son estas pequeñas conversaciones las que nos recuerdan que nada es tan grave, que todo sigue más o menos igual, que lo que creías definitivo tiene arreglo, tal vez por otro lado, pero que igual lo tiene, que independiente del lugar que ocupemos en la sociedad estamos todos en el mismo bote y que por mucho que esté lleno de pelotudos que quieran darlo vuelta, seguimos remando y moviéndonos, muchas veces sin saber a donde.

Termino con la tercera de mis elecciones. Aquí quizás es mejor resumir el punto con una anécdota que lo ilustre. Hace ya varios veranos, acompañé a mi papá a la Vega Central a comprar fruta. En el puesto de las sandias, se puso a golpearlas suavemente para ver cuáles eran las maduras. Habiendo elegido una volvió a golpearla y le pregunto al puestero: “¿Cómo encuentra que suena esta?” La respuesta no se hizo esperar: “Mire patrón, yo de música no se ná, pero de que está huena, está huena”. A reírse no más y comprar la sandía en cuestión, que por cierto no defraudó. Me imagino que todos ustedes tienen por ahí alguna anécdota como esta para recordar y contar. Esa sonrisa que nos provocan nos llena el espíritu de alegría, y nos acompañan por días, a veces meses y en ciertos casos por años. Claro que cuando hablo de humor no me refiero a esa denuncia socio-política corrosiva, tan de moda actualmente, que más tiene de resentimiento que de otra cosa. Me refiero, en cambio, a la salida rápida, divertida, sana, que te deja un poco como tonto: lo suficiente para que no sepas qué responder, pero no tanto como para que puedas ofenderte, y no te quede más que reír. Todo un arte.

Y a ti, ¿cuáles son las tres cosas de Chile que te gustan?