Con marzo, inician las clases en los establecimientos educacionales y también las sesiones en la Comisión Experta. Ambos tendrán sus propios desafíos: violencia, pandemia y deserción son palabras que comúnmente relacionamos con la crisis actual de la educación, mientras que los expertos deberán sortear el desinterés y lograr una propuesta razonable.

Si la educación fue una de las razones de la apertura de la discusión constitucional, ahora expertos y consejeros podrán dar los primeros pasos para su aparente clausura. Para ello pueden encontrar y acordar una fórmula que resuelve la discusión sobre la calidad, financiamiento y control vs. autonomía, pero se trataría de un debate “técnico-jurídico-político” y no uno “filosófico-antropológico” que es esencial. 

La Constitución señala que la educación tiene por objeto el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida. Con la educación la persona aprende, crece, obtiene algo que antes no tenía. Humaniza al ser humano. Así un niño aprende primero a sumar y a restar, luego a multiplicar y dividir y avanza a operaciones matemáticas cada vez más complejas. La persona, en cada etapa, es, al mismo tiempo, la misma de siempre y distinta de antes. Aquello que sostiene tal continuidad es la naturaleza humana. No es una persona distinta, pero ya no es la misma persona.

Así, la educación no puede separarse de la naturaleza humana, por una razón muy sencilla: lo que se enseña puede ser acorde o contrario a la naturaleza, y, en el primer caso, educa, pero en el segundo corrompe. Enseñar erróneamente los colores, distorsionar la historia o la deformación sobre la biología impiden que conozca la realidad y afectan su desarrollo. 

Pero la educación no se restringe solo a su dimensión formal, sino que apunta a un correcto uso de la libertad. El ejercicio de esta permite que progresivamente la persona se realice, pues no está acabada. Es posible un mal uso de la libertad y por ello la educación cumple un rol esencial, en el que los padres tienen una obligación especial, pero continuamente olvidada. Hoy en día existe un temor de los padres a corregir y formar a sus hijos, provocándoles un daño que se manifiesta en cada aspecto de la vida. 

En efecto, para Antonio Millán Puelles, intelectual español especializado en filosofía de la educación, “los hombres pueden ratificar, cuanto traicionar su ser, no sólo a través de su conocimiento, sino también según la libre actitud que ante él tomen”. Por ello, en todo el proceso educativo, formal e informal, los padres tienen un deber inexcusable y un derecho preferente. 

Algunas de las crisis actuales de la educación sí pueden explicarse por razones tecnócratas como ocurre con el caso de los efectos post pandemia, el financiamiento o la situación de los SLEP (Servicios Locales de Educación Pública), pero hay otros que responden a problemas más profundos, como la deserción escolar, la ideologización política y de género, y el aumento del bullying físico y virtual. En este segundo grupo, la acción del Estado ha resultado principalmente dañina debido a su tardanza en reaccionar o hacer la vista gorda (incluso promocionar) determinados contenidos, en lugar de reforzar el rol de los padres y el significado de una verdadera educación.

La discusión constitucional no puede entramparse solo en más o menos Estado, como un coletazo de la disputa sobre el alcance del Estado social y democrático, cuestión necesaria, pero no esencial. Los expertos deben revisar el problema desde sus raíces más profundas y luego, comenzar a construir, recordando que son los padres quienes tienen la última palabra. En caso contrario, el esfuerzo y la oportunidad se habrán desperdiciado por segunda vez. 

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