La guerra estalló a miles de kilómetros de distancia. Esa lejanía es mayor en términos culturales: poco sabemos en América Latina de Ucrania, su historia y su cultura, salvo en algunas regiones como el norte de Argentina, donde hay 500.000 ucranianos. Entre nosotros, solo algunas familias judías cuyos antepasados escaparon del hostigamiento zarista.

Los medios de comunicación, sin embargo, nos traen a nuestros hogares las crueles imágenes del conflicto bélico: los muertos, los bombardeos, las gentes que huyen hacia la frontera occidental, y el tono agresivo de Putin justificando la invasión y amenazando con escalar el conflicto si Occidente acude en ayuda de Ucrania. Rusia volvió a ocupar a sangre y fuego el escenario de las noticias gracias a su aparato militar.

¡Tan lejos, pero tan cerca!

La guerra impacta la economía mundial: sube el precio del petróleo, el gas, el trigo y el maíz. Según The Economist, habrá mayor inflación y será más difícil la recuperación de la economía. Las cadenas de suministro se verán entorpecidas y los mercados buscarán refugio en el dólar y el oro. Será más difícil el manejo económico del próximo gobierno. Sentiremos en nuestros bolsillos las esquirlas de la guerra.

La reacción de América Latina ha sido dispersa. La mayoría condenó la invasión rusa; otros la justificaron y algunos -como Argentina y Brasil, cuyos mandatarios acaban de visitar Moscú- se limitaron a llamar al diálogo. Ha quedado patente la falta de unidad de la región. En Chile, en cambio, el rechazo a la asonada rusa ha sido unánime, hasta el PC. 

El conflicto ha puesto de manifiesto la fragilidad del orden internacional de post Guerra Fría y la precariedad del Derecho Internacional y los organismos multilaterales. La geopolítica y su dimensión militar han ocupado la primera línea. Se ha reforzado el concepto de guerra preventiva y de represalia practicados luego del atentado a las Torres Gemelas del 2001, con la invasión de Irak y Afganistán por parte de EE. UU.

Parece imperar la ley del más fuerte: Israel no persevera en los acuerdos destinados a devolver los territorios ocupados a un futuro Estado Palestino autónomo; Marruecos se expande hacia el Sahara Occidental sin considerar el plan de la ONU; la invasión de Timor Oriental por parte de Indonesia hasta 1999; la disputa por la ocupación británica de las Malvinas; por nombrar algunos ejemplos en que se ha usado la fuerza para resolver una disputa territorial o estratégica. Para no mencionar las intervenciones armadas de EE. UU. en el Caribe.

Samuel Huntington, en un famoso libro, habló del choque de civilizaciones en el siglo XXI. Otros pensadores tenían una visión más optimista, que los actuales acontecimientos parecen desmentir. Ni el comunismo ni el capitalismo trajeron la paz.

Es amplia la literatura sobre el resurgimiento del autoritarismo. Lo narra acertadamente Anne Applebaum en “El ocaso de la democracia”, donde se refiere a Europa y Estados Unidos, también a Putin. Cunden los mecanismos de control por parte del poder que perfilan a las repúblicas no liberales. Cuando hablan las armas -como ahora en Ucrania- callan los parlamentos y los ciudadanos buscan refugio.

Con la invasión rusa de Ucrania se inicia una nueva etapa en las relaciones europeas, en especial con Rusia. Los hechos que estamos viviendo dejarán una huella profunda, heridas difíciles de sanar. Los efectos serán globales. Pasarán décadas antes que se asiente un nuevo orden internacional.

Leía el otro día artículos de pensadores rusos cercanos a Putin que afirmaban que la Guerra Fría no había terminado con la caída del Muro de Berlín: sólo se había cerrado una etapa en que Rusia había salido perdiendo por la disolución de la URSS, pero que en el período actual se ofrecía una nueva oportunidad para que Rusia volviera a ser una potencia euroasiática, y consideraban la crisis de Ucrania como una prueba decisiva de esa suerte de revancha.

Mirado en perspectiva, fue un error la forma en que la UE y la OTAN trataron con Rusia. Al llegar hasta sus fronteras provocaron el nacionalismo paneslavo ruso. Faltó una visión política de largo plazo que incluyera en su diseño los sentimientos de Rusia, que no olvida las invasiones europeas a su territorio: Suecia, Francia y Alemania. 

Lo que estamos viviendo, aunque sea desde lejos, nos impacta, desafía nuestra conciencia moral y política y afecta el futuro del país.

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