La gente está sorprendida y abrumada por el cúmulo de noticias sobre el mal uso de recursos públicos tanto en el caso de las fundaciones como en la realidad municipal.
Funcionarios públicos han hecho transferencias millonarias en forma directa a ONG que carecen de la idoneidad para realizar los trabajos encomendados y/o que mantienen estrechos vínculos políticos o familiares con las autoridades. Además, se han adelantado los pagos sin ninguna evaluación previa de los trabajos realizados y sin exigir garantías como era costumbre en la Administración Pública.
Estas desviaciones de poder han ocurrido a lo largo de todo el país y en todos los niveles del Estado. ¿Mera coincidencia? ¿Operaciones concertadas? ¿Descubrimiento de un nuevo modo de defraudar al Fisco?
Por su parte, son muchas las Municipalidades, dirigidas por Alcaldes de distintas tiendas políticas, que están siendo investigadas por faltas graves a la probidad: se abultan los contratos, se eluden licitaciones para asignar recursos directamente o se exigen coimas y prebendas para resolver la solicitud de un permiso municipal o bien para concluir una negociación legítima, cuando no se llega a un modus vivendi con el oscuro mundo del narcotráfico.
No son los únicos focos de corrupción en la sociedad: como botón de muestra están las colusiones de grandes empresas para defraudar a los consumidores, la opacidad en los manejos de recursos en las asociaciones del fútbol, las coimas en las compras de importantes sistemas de armas, el mal uso de los gastos reservados por parte de altos jefes militares y policiales y el financiamiento ilegal de la política, principalmente de las campañas electorales.
La lista es elocuente y preocupante. El abuso de poder crece en la opacidad, se nutre de la expectativa de impunidad y remite a una cultura que exalta el éxito individual con el menor esfuerzo y a corto plazo, que abre las puertas a la espiral del consumo y la vida holgada. Hemos dejado atrás el valor de la austeridad y el cuidado de la convivencia.
El escándalo se ha convertido en una dimensión constante de la vida pública, en un arma utilizada en contra de los adversarios para demostrar su falta de credibilidad, los que frecuentemente responde denostando a los denunciantes en busca de un empate. Sabido es que” mal de muchos es consuelo de tontos”. El escándalo divierte, fomenta el comidillo y la fantasía.
La deliberación ciudadana se ha centrado menos en debatir ideas que en acusar conductas.
Chile aparece en un destacado lugar en las encuestas internacionales sobre probidad y percepción de la corrupción, como la que realiza anualmente Transparencia Internacional. En todas ellas destacan tres países de América Latina: Costa Rica, Uruguay y Chile. Una primera conclusión es que, pese a todo, Chile sigue siendo un país con estándares positivos en materia de corrección pública. Sin embargo, desde hace varios años no avanzamos. Seguimos estancados en el mismo lugar.
Pese a que en las últimas décadas hemos hecho importantes avances legislativos. Se han dictado importantes leyes y se han echado a andar instituciones encargadas de velar por la probidad. Baste pensar en la modificación del capítulo sobre delitos de funcionarios públicos en el Código Penal, la regulación de las compras públicas, la ley de procedimientos administrativos, la ley sobre acceso a la información pública y la creación del Consejo para la Transparencia, la que regula el lobby, la que establece la declaración de patrimonio e intereses de las principales autoridades y para ciertos casos exige un fideicomiso ciego, etc. Estos adelantos legislativos han traído consigo una importante y coherente jurisprudencia administrativa y judicial que ha ido marcando el rumbo de la probidad.
Recientemente se ha modernizado la sanción de los delitos económicos venciendo resistencias empresariales gracias a un respaldo parlamentario transversal, y se discute – como ocurre en otros países, a saber, EE.UU- una normativa que permita identificar los beneficiarios finales de las operaciones comerciales y las transacciones financieras.
Sin embargo, los mayores problemas están en la falta de comprensión de las fuerzas que generan la corrupción en un mundo sin fronteras. De hecho, muchas de las “soluciones” que se promueven se basan en fortalecer controles que no tienen la agilidad y efectividad de las fuerzas económicas de hoy en día que provocan la corrupción a gran escala. El poder corruptor del crimen organizado y del narcotráfico hace estragos en todos los países. En América Latina desde hace algunos años se promueve la idea de crear una Corte con competencia en materia de probidad a semejanza de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El problema de la corrupción excede el ámbito de la ley. Puede haber falta a la probidad sin que exista un delito. El punto central está en la cultura imperante. La probidad tiene que ver con la honradez, con el desempeño de una función anteponiendo el interés general por sobre el privado. Hay un deber ético que emana de una justa comprensión de la propia responsabilidad al dirigir una institución pública o privada.
No está de más recordar los clásicos preceptos de Ulpiano, el jurisconsulto romano: 1. Honeste vivere, vivir honestamente; 2. alterum non laedere, no dañar a otro y; 3. suum cuique tribuendi, dar a cada uno lo suyo. Ellos constituyen el espíritu del derecho.
La consagración constitucional del principio de probidad el 2010 establece un valor obligatorio para todas las autoridades y todos los habitantes de la república, que debe servir de orientación a la formación y desarrollo de una cultura cívica que mire al bien común. Esta exigencia es particularmente estricta respecto de los funcionarios públicos que no deben usar en su beneficio información privilegiada, realizar contrataciones incompatibles, usar en beneficio propio o de terceros dineros públicos, solicitar o aceptar donaciones, prebendas o privilegios en función del cargo que desempeñan, intervenir en asuntos en que esté involucrado el interés personal o de familiares directos, y en general realizar cualquier conducta deshonesta o contraria a la ley. El conflicto de intereses cubre las situaciones en que el funcionario pierde imparcialidad para tomar decisiones.
Se trata de prohibiciones de sentido común. No se requiere de cursos especializados de formación para discernir la decisión correcta frente a un caso particular. Pueden ser útiles para reforzar el conocimiento del derecho administrativo y penal. Pero de nada sirven si la conciencia está torcida. Nadie se puede excusar alegando ignorancia o inexperiencia. Al accionar de la Contraloría y la Fiscalía deben seguir decisiones políticas claras acordes con la magnitud del escándalo.
Gran parte de las crisis políticas en América Latina tienen su origen en actos de corrupción.
Eso es, precisamente, lo que hay que evitar a tiempo.