Para que el oficialismo pueda superar la debacle electoral es indispensable reflexionar sobre las causas que la originaron. Algunas responden a los innumerables errores del Ejecutivo y sus parlamentarios, y otras a problemas de más largo aliento, vinculados a la dificultad de tomarse en serio el malestar social. Con todo, hay también otros factores que, a pesar de ser muy relevantes, al parecer eran invisibles para buena parte de la derecha hasta la noche del domingo 16 de mayo. Uno de ellos consiste en la fractura entre los dirigentes políticos de este sector y los territorios que buscan representar.

Salvo notables excepciones, muchos dirigentes se alejaron de los problemas específicos de las regiones y comunas, operando como si en esos espacios no se decidiera nada verdaderamente relevante. Esta evasión se refleja, entre otras cosas, en candidatos escogidos a dedo por su cercanía con parlamentarios u otras autoridades de los partidos (en desmedro de los vínculos territoriales), en la excesiva confianza depositada en los dineros de campaña y, sobre todo, en la arraigada práctica de reducir la política local y regional a la instalación de operadores en puestos de poder que sean funcionales a las dirigencias nacionales y útiles para próximas elecciones.

Todo esto produce una serie de consecuencias negativas. En primer lugar, tiende a convertir a los partidos locales y a los espacios de poder territorial (seremías, municipios y gobiernos regionales) en cajas pagadoras de favores políticos, generalmente cooptadas por funcionarios que dedican su vida laboral a circular entre distintos servicios del Estado. De esta forma, la derecha –la misma que enarbola los discursos del mérito y critica la cooptación del aparato estatal por la centroizquierda– ha terminado aportando notablemente a la “grasa del Estado” que en teoría busca erradicar.

En segundo lugar, el abandono de los territorios por parte de la derecha política también ha provocado que la reflexión intelectual a nivel local sea muy escasa. Por lo general, no hay proyectos políticos de la UDI, RN o Evópoli con verdadera vocación y arraigo regional, ni tampoco relatos provenientes del sector mediados por las particularidades y carencias de cada localidad que buscan representar. Con todo, este parece ser un problema que excede lo puramente territorial, pues si uno de los asuntos que se le critica a las cúpulas de los partidos a nivel nacional es la ausencia de reflexión, ¿por qué exigirle algo diferente a quienes representan a esos partidos fuera de Santiago?

Ahora bien, ambos factores combinados –los partidos y servicios públicos vistos como cajas pagadoras de favores y la escasa reflexión intelectual– favorecen una comprensión de la política local como una actividad puramente rentable, que no se diferencia tanto de aquellas actividades comerciales que solo buscan obtener ganancias económicas. De hecho, en las similitudes de la política territorial con la lógica empresarial puede hallarse una posible explicación de la tendencia a volver difusos ciertos límites entre ambos espacios. En otras palabras, políticos y empresarios locales no tienen muy claros sus propios marcos de acción porque en la práctica no hay mucho que los diferencie. Quizás por esto, y no solo por los evidentes réditos que implica, las derechas a nivel local suelen priorizar los vínculos con las élites económicas, abandonando otros espacios que aseguran mayor contacto con la ciudadanía. Y tal vez por esto también muchas veces son percibidas como cómplices de los proyectos de inversión (ambientales o inmobiliarios) que tensionan la vida de las comunidades.

Para comenzar a superar en algo todas estas dificultades urge que la derecha salga de su opacidad, se abra a la sociedad y construya espacios de competencia interna en sus instancias territoriales que permitan incluir nuevas voces y miradas. Esto implica hacer el esfuerzo por volver a vincularse con juntas de vecinos, organizaciones de la sociedad civil, poblaciones, universidades, agrupaciones de jóvenes y parroquias. Junto con esto, es fundamental que el sector destierre de sus prácticas la comprensión del territorio como un espacio principalmente de operación política y haga el esfuerzo de encontrarse con la gente que habita en él y sus problemas.

Una alternativa concreta para avanzar en esa línea es que la derecha se comprometa activamente a fortalecer la participación ciudadana a nivel local, partiendo por las comunas y regiones que ellos mismos representan. En este sentido, el oficialismo podría promover la idea de flexibilizar los requisitos para que los habitantes de una localidad puedan convocar a plebiscitos vinculantes respecto del plan regulador comunal y de proyectos sobre transporte, medio ambiente y desarrollo urbano, entre otros. Asimismo, los alcaldes del sector, con ayuda de las directivas nacionales y de la Subdere, también podrían comprometerse a impulsar instancias ciudadanas de este tipo.

Por último, es fundamental recalcar que avanzar en estas y otras medidas a nivel territorial no significa perder las convicciones, ni tampoco implica ceder a agendas de izquierda radical que buscan acabar con la democracia representativa. De hecho, todo lo contrario, pues para sustentar estas propuestas también es posible recurrir a conceptos que suelen vincularse a la derecha, como la subsidiariedad (que tiene una dimensión territorial potente y poco explorada).

Para que esas ideas tengan relevancia en el nuevo mapa político es importante no solo defenderlas con fuerza, sino también promover cambios que permitan su adecuado despliegue. En este sentido, los problemas territoriales pueden funcionar como punto de encuentro entre los sectores reformistas de la derecha y aquellos que buscan conservar el modelo de los embates de la oposición. Pero para ello es urgente que todos comiencen a mirar más allá de la capital. El tiempo se agota.

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