Cuando hace un par de meses un economista chileno de vasto reconocimiento profesional aseguró que no se puede hacer minería moderna y simultáneamente dejar contento a Quilapayún, desató la furia de los ya vetustos fans de la canción-protesta. Incluso, desde el propio grupo, se emitió una declaración muy curiosa. Pedían no ser caricaturizados ni estereotipados.
No les gustó la metáfora. Pese a ser alegórica, cómica e ingeniosa, les cayó mal. Fue como si un fantasma del pasado hubiese irrumpido. Un recuerdo demasiado intruso. Se ejerció tal la presión ambiente que hasta el autor terminó diciendo que no quiso decir lo que dijo.
Lo interesante del episodio fue la constatación de que los sinsabores de un oficio tan expuesto al escrutinio público, como el de los músicos, es real. Innumerables son las ocasiones en que cantantes famosos, y otro no tanto, se ven envueltos en dimes y diretes por los motivos más insondables. Esta vez, la incomodidad conectaba directamente con esas visiones estatizantes de la economía, pero, ante todo, con ese simbolismo llamado Cuba revolucionaria.
La molestia, en todo caso, fue extraña. Basta mirar la trayectoria del grupo para detectar una ambivalencia fuerte respecto a esa revolución. Cualquiera recordará que, en la cúspide de su carrera, aquellos músicos de barba y poncho negro siguieron una conducta ciertamente prudente, al no querer instalar su domicilio en La Habana sino en el glamoroso París. Pero tampoco nadie podría seriamente cuestionar que la trayectoria del grupo muestra una íntima relación con aquella experiencia revolucionaria. Durante sus visitas a la isla, miraban con arrobo extático a los Castro y demás líderes. Numerosas fotos y videos de la época dan cuenta del regocijo que les causaba la revolución. Además, el encandilamiento cruzaba prácticamente todo su repertorio.
“Fidel Castro, con quince de los suyos y con la libertad bajó a la arena, bajó a la arena, Fidel, con la libertad, Fidel y el Che Guevara y con Camilo… con Fidel y con Raúl y con todo el pueblo…”, dice la letra de un Son para Cuba. Fue una de las tantas loas de Quilapayún.
Por eso su reacción es extraña, y, aunque su popularidad ya sea menguante, no resulta comprensible que tomen como una afrenta el recuerdo de momentos tan gratificantes.
¿O será que esas amistades dejaron de ser señeras y valiosas, y ahora conviene dejarlas en el desván de la mente?
Muy posible. El cuadro descrito apunta a una decisión sinuosa. A medida que la idea del comunismo se fue haciendo poco atractiva, el grupo optó por un giro sin aspavientos. Decidió ir dejando de lado la música altisonante para ir refugiándose silenciosamente en otros géneros musicales. Más neutros.
Sin embargo, el sigiloso giro esconde una gran ambigüedad. El decoupling de su cualidad de ícono de tiempos perdidos o proyectos fracasados es por cierto muy difícil ante tanta nostalgia. Eso sugiere que el distanciamiento haya tenido (y tenga) más de superficial que de sustancia. Se prefirió que fuera casi furtivo. En tal contexto, la metáfora resulta del todo molesta.
Contrariu sensu, la ruptura de otros músicos ha sido más estentórea. Por ejemplo, la de ese eximio jazzista llamado Arturo Sandoval, que un día entró de manera abierta a la embajada estadounidense en Roma. Pidió asilo y llegó a Nueva York de la mano de Dizzie Gillespie. Diez años antes, Paquito d´ Rivera había hecho lo mismo en Madrid. No ocultaron una ruptura sustantiva.
Este último tiempo se han conocido otros dos casos bien impactantes. Joaquín Sabina y Fito Páez.
El primero fue uno de los símbolos de aquellos cantantes españoles opuestos al franquismo, y que por décadas simpatizaron con los Castro, hasta que captaron realidades indiscutibles. La ruptura de Sabina fue lapidaria. Ante La Nación de Buenos Aires dijo: “Es un país en bancarrota, un fracaso histórico. Estoy con los que se manifiestan y abandonan la isla”. Desde entonces apoya con energía las manifestaciones del disidente Movimiento San Isidro.
Incluso, fue más lejos: “Estoy cabreado de las revoluciones del siglo 20. Los que hemos sido de izquierdas tenemos la responsabilidad de decir la verdad ante algunos desastres de las izquierdas”. No se sintió inhibido por el pasado ni quiso minimizar su ruptura. Uno de sus grandes éxitos fue “Postal de la Habana”, donde declara su simpatía por el régimen, por lo que su estruendoso paso al bando “enemigo” lo ha marcado como el nuevo enemigo de la dirigencia post-Castro.
Con Sabina suman ya varios los cantantes españoles distanciados de manera abierta del régimen. Otros casos emblemáticos corresponden a Ana Belén y Víctor Manuel, ese reconocido matrimonio militante del PCE. El catalán Joan Manuel Serrat también está en la lista. Ellos, y muchos más, firmaron hace algunos años un Manifiesto por las Libertades Culturales en Cuba, causando escozor en el régimen.
En el último tiempo se conoció otra gran ruptura. La de Fito Páez. El intérprete de El Amor después del Amor, fue tajante: “sesenta años hablando de bloqueo imperialista… hay gente muriendo de hambre… ya basta… esto ya terminó”.
La molestia de Páez se remite a la censura aplicada a un documental hecho a su persona por un cineasta cubano. El docu se llama “La Habana de Fito”. En él, hace dos aseveraciones indigeribles para los guardias de la revolución. Pide averiguar qué pasó en realidad con el popular comandante Camilo Cienfuegos, desaparecido en un misterioso accidente de avión en 1959 y cuestiona con severidad el fusilamiento de tres jóvenes que pretendían huir en balsa en 2003.
Tras innumerables protestas de artistas cubanos, amigos de Páez, las autoridades accedieron a transmitir por televisión dicho documental. Y ocurrió lo predecible. El documental fue mutilado burdamente. Se extirpó todo aquello considerado incómodo o “peligroso”, lo cual enardeció aún más al popular cantante argentino.
Los hermanos Castro y su sucesor, Díaz-Canel los han ido excomulgando a todos. Uno a uno. Y ninguno ha reclamado por presuntas caricaturas o estereotipos.
Parece claro que la petición de Quilapayún -al ir en la dirección opuesta- se orientaba a evitar la excomunión revolucionaria.
¿Qué diría Irineo Funes, ese personaje borgiano condenado a no olvidar jamás, ni siquiera el menor detalle? “Mi memoria es como un vaciadero de basuras”, escribió Borges en aquel texto. A final de cuentas, este caso comprueba lo tormentoso que es deshacerse de los sedimentos del castrismo.