Para demócratas y reformistas resulta fácil condenar al fascismo y al nazismo tanto en sus medios como en sus fines, que se funden en el mito de la superioridad de una raza o de una nación, en el uso de la violencia, en el exterminio del otro. La relación de demócratas y reformistas con cualquier fuerza política o ideología que se declara partidaria del cambio social por una vía revolucionaria ha sido en cambio siempre más difícil, porque la necesidad del cambio es permanente en toda sociedad. El cambio es un fin imposible de no compartir.

Lo que diferencia a demócratas y no demócratas es la revolución. Un cambio total y acelerado que sólo puede imponerse por la fuerza y que en consecuencia sólo puede sostenerse por la fuerza. De ahí que las historias de las revoluciones haya sido también una historia de dictaduras, una de ellas la Unión Soviética, la primera y quizás única dictadura que no se avergonzó de reconocerse como tal. Y la necesidad de la dictadura siempre está explicada por la existencia de un enemigo; un “otro” que es responsable de los males que aquejan al pueblo y que debe ser destruido para lograr que “la tierra sea el paraíso de toda la humanidad”, como reza el himno del Partido Comunista. Ese enemigo está presente en todas las ideologías y en todos los regímenes autoritarios no democráticos. Para el comunismo es “el burgués insaciable y cruel” de Joven Guardia, la canción que cantan todos los jóvenes comunistas del mundo. Y fueron los judíos para el nazismo, la masonería para el franquismo y hoy día el imperialismo para el castrismo. 

Pero antes de que llegue el momento en que una ideología revolucionaria revele su vocación dictatorial, pueden mediar muchos momentos en que los partidos que la sustentan se presenten bajo formas democráticas y aún liberales. Y también ocurre que la neblina de sus objetivos de igualdad e inclusión no deje ver los efectos que inevitablemente tendrá el logro de esos objetivos si son alcanzados de una manera forzada y violenta. Lo podemos ver hoy día en Venezuela o Nicaragua (y a no mucha distancia, El Salvador), mutaciones populistas  de una idea autoritaria o llanamente dictatorial que no se atreve a decir su nombre. 

La presencia encandiladora de la mutación populista de la idea antidemocrática tiende a producir un efecto enceguecedor en personas y partidos que normalmente rechazarían una práctica política que va a conducir a la anulación de la democracia. Por ello, cuando esa política es practicada en un ambiente democrático y cubierta con los ropajes que le proporciona la nobleza de sus objetivos, puede llevar a partidos democráticos a aceptar alianzas y a proporcionarle apoyo.

En Chile el Presidente Boric requirió del apoyo de una fuerza democrática y reformista para ganar la segunda vuelta electoral y gobernar. Esa fuerza democrática y reformista fue conocida luego como “Socialismo Democrático”, una denominación que ellos aceptaron de buen grado probablemente para diferenciarse de sus socios en el sostenimiento del gobierno que, por esa vía, quedaron caratulados como “socialismo no democrático”… aunque nadie los ha llamado así todavía.

Hoy, todo Chile sigue con atención los ires y venires de esa tensión. Y se sigue con atención porque para todos es claro que el éxito o el buen pasar del Gobierno está ligado a la forma como el Presidente la maneje, ya sea buscando el equilibrio entre las dos “almas” de su gobierno o aislando al socialismo “sin nombre”, lo que seguramente le daría todas las credenciales necesarias para alcanzar los objetivos realmente democráticos de su gobierno.

Dos episodios recientes ilustran la situación. Llevado probablemente por una pulsión propia de su origen político y enfrentado a la desgracia de los incendios que asolaron el centro sur del país, el Presidente Boric declaró el 10 de febrero que se hacía necesaria una nueva legislación forestal. El día 15 lo siguió su ministro de Agricultura Esteban Valenzuela, quien recordó que en su proyecto de reforma tributaria el Gobierno había presentado un royalty minero “en el acápite de las reformas territoriales en que la comisión del 2014 recomendó aplicar tasas a la industria forestal…”; es decir vinculó la idea de su Presidente a un “royalty forestal”. Y, así, ante una desgracia nacional quedó instalado el enemigo culpable: los empresarios forestales (unos “burgueses insaciables y crueles” paradojalmente interesados en destruir su propio capital). Un enemigo que no sólo debería ser controlado por nuevas regulaciones, sino también castigado con nuevos tributos.

Pero, está dicho, el Gobierno tiene “dos almas” y la reacción más contundente en contra de la idea de un “royalty forestal” provino desde el propio gobierno. Más exactamente desde su otra “alma”. Fueron la ministra del Interior Carolina Tohá del PPD (“Socialismo Democrático”) y Mario Marcel del PS (su partido ahora con el “otro socialismo” pero él, sin duda, un socialista democrático) quienes aclararon que la sola idea de un royalty forestal era absurda (no es un recurso no renovable y no se trata de concesiones estatales), que la idea de castigar a las empresas forestales no está en el programa de Gobierno y que el proyecto de reforma tributaria ya ha sido presentado. Demostraron así no estar enceguecidos por la mutación populista de una idea autoritaria y con sus declaraciones cerraron el episodio en lo que toca al Presidente y a su ministro de Agricultura, que no insistieron en su idea.

Pero no ocurrió lo mismo con los seguidores del “alma” que la idea representa, pues por lo menos la presidenta del partido de Valenzuela, Flavia Torrealba (FRVS), señaló: “Lamento que la ministra Tohá haya cerrado con brusquedad una discusión que se estaba abriendo”. O sea, ella, y otros como ella, aún aspiran a un enemigo al que culpar y al cual castigar.

El segundo episodio podría ser el reverso del primero y lo originó también el Presidente. En una decisión compartida por todos los demócratas de Chile y seguramente del mundo, se apresuró a ofrecer residencia y nacionalidad a quienes el régimen nicaragüense ha despojado de ambas. Y lo hizo sin vacilar en calificar a ese régimen como lo que es: una dictadura.

La reacción provino esta vez del ala de su gobierno que no quiere decir su nombre, pues el inefable Daniel Jadue, que actúa como vocero del Partido Comunista para decir las cosas que éste no se atreve a decir en público, le contestó diciendo que “le recomendaría al gobierno que se preocupe de las problemáticas que hay en el país”. Además, frente a la calificación de dictador del mandatario de Nicaragua, sostuvo que éste había sido “electo en elecciones” (sic). Y no fue el Presidente, sino nuevamente su ministra del Interior, quien salió al paso de la mutación populista de la idea no democrática que representa Jadue, declarando que “tiene una visión muy distinta de lo que es el compromiso de los DD.HH. de un país”.

Los dos episodios dejan por lo menos una demostración y dos interrogantes. Queda demostrado que en el Gobierno existen fuerzas políticas e ideologías que buscan enemigos propicios para justificar aspiraciones poco o nulamente democráticas y que están dispuestas a defender expresiones de ese autoritarismo en otros países. Y las dos interrogantes: ¿hasta cuándo podrá el Presidente mantenerse en equilibrio entre las dos alas de su gobierno?; ¿hasta cuándo podrán -o querrán- los ministros del Socialismo Democrático contener esas aspiraciones no democráticas que, seguramente, encontrarán pronto otro enemigo contra el cual arremeter?

Economista y escritor. Exsubsecretario de Economía y exembajador de Chile

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