El legado del segundo gobierno de Michelle Bachelet aún está en disputa. Dejando de lado posiciones partisanas, al mismo tiempo que los resultados electorales evidenciaron una contundente derrota política, varios analistas vieron también una victoria cultural, algo así como una corrida de cerco por parte de la izquierda sobre temas históricamente y políticamente tabú: gratuidad universitaria, matrimonio igualitario, aborto, fin del binominal, proceso constituyente, entre otros. Razón por la cual Agustín Squella calificó al gobierno saliente de “transformador”, al punto que a la nueva administración de Sebastián Piñera no le quedaría otra que ser una implementadora de las transformaciones de Bachelet.

Siendo rigurosos con los parámetros que Squella propone, el gobierno de la Presidenta Bachelet fue reformista, excesivamente reformista. Pero el carácter transformador, a mi juicio, no es cualidad de sus reformas, sino que está trazado por el giro estructuralista que tomó el Estado para intentar acaparar todo lo relevante de la esfera pública. Si los gobiernos de la Concertación en los años de la transición consideraban al Estado como un instrumento para la igualdad, un medio de lucha de lo que ellos consideraban como justo (el igualitarismo), la Nueva Mayoría vio al Estado como la realización misma de la igualdad, es decir, un fin en sí mismo.

Esta concepción estructuralista del Estado es consecuencia necesaria de la tesis planteada en El Otro Modelo (Debate, 2013): como la sociedad estaba sumergida en un régimen neoliberal, ahora debía flotar en el régimen de lo público. Y en este nuevo régimen, que sería el opuesto al neoliberalismo, deben imperar análogamente las reglas opuestas al mercado, que vendrían siendo las reglas del Estado. Así, la visión de la Nueva Mayoría se trató de un estatismo desatado y sofisticadamente justificado que afectó consecuentemente la autonomía y pluralidad de la sociedad civil en la provisión de bienes y servicios públicos.

La reforma que eliminó el lucro, copago y selección escolar, por ejemplo, se trató básicamente de someter a la sociedad civil (una gran parte de los colegios particulares subvencionados) a las reglas del Estado (colegios municipales). Con las universidades, peor aun, se pretendió, una vez uniformadas, privilegiar financieramente a aquellas que son propiedad del Estado. Respecto de la gratuidad universal, en tanto, subyace la idea de que no es justo que un padre le pague la educación a su hijo, sacando así a la base de la sociedad civil (la familia) del financiamiento de la educación superior. Por su parte, en la reciente discusión sobre la norma que intenta impedir la objeción de conciencia institucional impera este mismo principio: la sociedad civil que recibe financiamiento del Estado debe actuar conforme a las disposiciones del Estado, eliminando así cualquier forma de diversidad de vocación pública.

En suma, el gobierno de Sebastián Piñera tiene la oportunidad de ser un gobierno transformador, de invertir nuevamente la lógica de fines y medios. El Estado debe volver a ser un instrumento que esté al servicio de las personas y no las personas al servicio del Estado. Un gobierno transformador no lo hacen sus reformas, sino su capacidad de modificar el sentido de las cosas, en este caso, el sentido de lo público. Para ello, la revitalización de la sociedad civil es una tarea de primer orden: una sociedad civil plural, autónoma, debidamente financiada y con vocación de servicio.

 

Andrés Berg, investigador Fundación P!ensa

 

 

FOTO: SEBASTIAN BELTRÁN GAETE/AGENCIAUNO

 

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