Las sociedades, al igual que las personas naturales, tienen un ciclo vital, por lo que juventud, madurez, vejez y extinción es su destino inevitable. En Chile hemos visto a varios partidos políticos transitar por esa ruta hasta su desaparición total o su transformación en un remedo que, paradojalmente, es más testimonio de su extinción que prueba de su sobrevivencia.

En la década de los 80 del siglo pasado, de la vertiente conservadora de nuestra sociedad surgió una nueva colectividad, bajo el liderazgo de Jaime Guzmán y en el contexto del gobierno autoritario de la época. La UDI se formó para encarnar un proyecto político que proyectara, en democracia, el modelo de desarrollo basado en la propiedad privada y el mercado.

En una genialidad comunicacional alguien definió al nuevo partido como defensor de la economía de mercado, popular y de inspiración cristiana. Junto con lo anterior, pretendía representar una forma de hacer política que renegara de la demagogia, esa perversión que había sido determinante en el estancamiento de Chile en el siglo XX y en la destrucción de nuestra democracia.

Siendo un joven estudiante universitario, que venía de provincia y que no conocía a ningún dirigente de ninguna colectividad política, fue determinante para acercarme a la UDI el sentir que se trataba de un partido que rompía con la lógica de la adscripción de clase, que apoyaba con verdadera convicción una economía liberal y cuyas posiciones conservadoras eran razonablemente moderadas, de manera de estar muy lejos de los rasgos propios de un partido confesional.

Después del plebiscito de 1988, nadie creía, fuera de la UDI, que este partido podría sobrevivir. Su principal líder despertaba probablemente el mayor rechazo, después del propio Pinochet, entre la mayoría que votó que No. El ataque generalizado decía que era una colectividad de jóvenes dogmáticos, que sólo podía sostenerse en el ambiente autoritario, pero sería inviable en un medio democrático.

Ello probablemente fue la razón por la que la primera negociación parlamentaria, con sus aliados de RN, le fue muy adversa e, incluso, algunos parlamentarios que fueron electos en cupo UDI en la primera elección se integraron a las Bancadas RN, probablemente porque pensaban que ese era el único partido viable de los dos.

La historia siguiente es conocida: el asesinato de Jaime Guzmán; el cuasi triunfo de Lavín el 99; el ascenso al partido más grande del sistema político; el liderazgo de Longueira; la derrota de Lavín ante Piñera el 2005; el emergente desperfilamiento, que puede simbolizarse en aquella desafortunada frase del “Bacheletismo Aliancista”; el surgimiento explícito de tendencias internas; la pérdida progresiva de la amistad entre sus dirigentes; la condición de partido eje del gobierno del Presidente Piñera y, al mismo tiempo, la disolución de la esencia de su proyecto a causa de su incapacidad para sostener posiciones consistentes con ese proyecto, frente a alzas de impuestos, discursos cargados de oportunismo anti empresarial y otras señales que hicieron que el primer gobierno de centro derecha borrara con el codo mucho de lo que la UDI había escrito con la mano en sus primeras dos décadas de existencia.

Para ser justo, debo consignar que esto último tuvo un claro contrapunto en Jovino Novoa y un grupo de Parlamentarios, especialmente entre los más jóvenes; pero un mínimo de realismo obliga a reconocer que el ethos distintivo y diferenciador del partido de los 90 se había perdido inapelablemente.

En este contexto la tríada Penta-Caval-SQM, impacta todo el sistema político, pero empieza por la UDI, la golpea “en frío” y la sumerge en una crisis sistémica que, la verdad sea dicha, vuelve a instalar la duda de si podrá sobrevivir. Pero esa no es la pregunta relevante, en realidad creo que ha llegado el momento de preguntarse seriamente si es verdaderamente importante que sobreviva.

En su interior hay quienes dicen que “Chile cambió” y que la UDI no puede seguir ofreciendo lo mismo que ofrecía hace un par de décadas atrás. Hoy tiene que hacerse cargo de los problemas y demandas actuales, mismas que el mercado ya no resolvió. Por lo tanto, tiene que enfatizar la dimensión popular, eso significa asumir que la gente quiere menos desigualdad, bienes públicos accesibles, de calidad y un Estado que funcione. Si la UDI no se hace cargo de esas demandas estará renunciando a tener vocación de mayoría y asumirá lo que siempre se ha temido que sea: un partido testimonial que, cuando más, influye pero no alcanza el poder.

Con todo, conciliar estas dos visiones es un desafío indudablemente abordable. En la UDI puede haber diferencias respecto del modelo de desarrollo, pero salvo respecto de un grupo menor esas diferencias son salvables, especialmente en un contexto de izquierdización que enfrenta opciones cada día más radicales.

El problema principal no está ahí, sino en la necesidad de recuperar la capacidad de resistir la tentación de caer en el discurso demagógico; de volver a tener cohesión interna; de reconquistar la respetabilidad que se perdió en la vorágine de la competencia por estar en “los medios”, casi de cualquier modo.

Lo que hizo consistente a la UDI fue un estilo diferenciador, si lo recupera superará esta crisis y resolverá las diferentes visiones sobre su proyecto.

Por todo esto es que no tengo duda alguna que el Senador Hernán Larraín es el Presidente que mejor puede liderarla en la profunda crisis endógena y exógena actual. Es curioso, porque a la hora de debatir sobre el proyecto político de la UDI me separan bastantes y relativamente profundas diferencias con él.

Pero lo que hoy está poniendo a prueba la “resistencia del material” de que está hecha la UDI, no está en esas diferencias, sino en la capacidad de volver a recuperar internamente eso que los abogados llaman la “affectio societatis”; la respetabilidad del entorno político y social; y la autoridad en su sentido más propio, vale decir, el saber socialmente reconocido, que le permita ser un actor legítimo y relevante para encontrar el camino de salida de la crisis que golpea a todo el sistema político.

No se me ocurre alguien mejor para intentar superar con éxito cada una de esas tareas. De hecho, su disposición a asumir esta responsabilidad, por muchas razones, demuestra su condición de persona íntegra, noble y talentosa, que le ha ganado el respeto interno y externo.

Llegará el momento en que los que tenemos puntos de vista diferentes de los suyos los volveremos a contrastar y argumentar; pero, parafraseando a John Kennedy, este no es el momento de preguntarnos que hará Hernán Larraín por ayudar a la UDI, sino de preguntarnos qué hará hasta el último militante de la UDI por ayudar a Hernán Larraín a salir airoso de este enorme desafío. Si ese es el ánimo que prevalece, no tengo dudas que la UDI superará este momento adverso y, lo más importante, que sigue teniendo sentido que lo supere.

 

Gonzalo Cordero, Foro Líbero.

 

 

 

FOTO: FRANCISCO CASTILLO D./AGENCIAUNO

Deja un comentario