El pasado domingo, además de ser la primera vuelta presidencial, fue el debut del nuevo sistema de elecciones parlamentarias. La nueva fórmula ―D’Hont― tenía la ilusión de corregir los problemas que acarreaba el sistema binominal desde el retorno a la democracia: un Congreso con distorsiones de representatividad y el statu quo de los políticos de siempre (el duopolio, en palabras de MEO). Pero el nuevo sistema, lejos de solucionar los problemas del binominal, los acentuó.

En términos de representatividad, los resultados del domingo hablan por sí solos: mientras en 2013 el sistema binominal permitió la llegada de 13 parlamentarios “arrastrados” ―dejando afuera candidatos con mayor representación―, las elecciones de la semana pasada permitieron la llegada de 36. ¿Cómo se explica esto? Pues, mientras el binominal permitía el “arrastre” por pacto electoral, el nuevo sistema permite además el “arrastre” dentro de cada pacto. Así es como, por ejemplo, en el distrito 10 los candidatos Natalia Castillo y Gonzalo Winter, lograron un cupo con un 1% y 1,2% respectivamente, algo así como la votación promedio de un concejal electo de las comunas de ese distrito.

La defensa del Frente Amplio ante tales distorsiones es que, sumando las votaciones de todos los candidatos de su pacto, su representación es mayor a los escaños obtenidos. Esto es cierto, sin embargo, omiten la parte que muestra que el 90% de sus candidatos obtuvo menos de un 5% de representación en sus respectivos distritos y circunscripciones, y algo más del 7% obtuvo más de 10%. Por ello que si el sistema hubiese sido el binominal tendrían ahora 12 diputados menos, y si hubiese sido uno proporcional serían ocho diputados menos. Así las cosas, el nuevo sistema es un traje a la medida del Frente Amplio: un sistema que permite la representación de minorías, toda vez que estas estén agrupadas en un gran pacto.

El otro objetivo de terminar con el binominal era permitir la renovación de la política. Si bien fuimos testigos de esto, las causas podrían estar más asociadas al cambio de sistema y no a la naturaleza del nuevo sistema electoral. En otras palabras, hay razones para pensar que en las próximas elecciones y en las sucesivas no exista nuevamente tal renovación: el 75% de los parlamentarios que buscaron la reelección salieron electos. En consecuencia, la alta renovación se debe en gran parte al aumento de cupos parlamentarios ―35 en diputados y cinco, en esta pasada, de senadores― y al 33% de congresistas que no buscaron la reelección.

Así, los incentivos electorales del nuevo sistema no son muy diferentes a los del binominal: hay que agruparse en coaliciones. Y en ello está, como en el binominal, la fuente del clientelismo. Es más, la causa del rotundo fracaso del “centro liberal” y la Democracia Cristiana se debe a que rompieron con esas fuentes. En este sentido, las elecciones del pasado domingo dejaron una gran lección: la unidad hace la fuerza. Quienes vieron que el nuevo sistema iba a permitir intrusos en el Congreso estaban en lo cierto, pero sólo si corrían en manada. Por lo tanto, de cara al futuro, el escenario político, estimo, tenderá al mismo statu quo del binominal. Convengamos que difícilmente el centro liberal pueda tener muchos acuerdos con la DC para trazar un proyecto político, ni menos una buena idea. A lo más, podría haber cabida para una fragmentación de la derecha, pero, por el momento, nada hace pensar que ello ocurra.

En suma, el nuevo sistema electoral, a mi juicio, es peor que el binominal, toda vez que la democracia la entendamos como la vía para la representación de mayorías en vez de minorías. Así, el nuevo sistema consolidó el quiebre de la izquierda, la extremó y permitió la irrupción de una nueva red clientelar. Vaya cambio.

 

Andrés Berg, investigador Fundación P!ensa

 

 

FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO

 

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