Para alguien que ha sido testigo de las transformaciones de Chile en las últimas décadas, sorprenden las ganas de muchos de tirar por la borda las propias causas de este milagro del desarrollo: el libre mercado y la empresa privada. Ya no sólo son las voces ideológicas de la izquierda más dura, sino que al coro se han sumado estudiantes y gente de la calle, influidos por periodistas, académicos y líderes de opinión.

De acuerdo a estas voces, al mercado habría que corregirlo con Estado. Con regulación. Esa sería la solución a los problemas originados en el egoísmo, las asimetrías de información, los monopolios y, en general, la “crueldad” del mercado.

Detrás de estas propuestas y soluciones mágicas para las masas hay también grandes supuestos. Por un lado, que los empresarios no tienen interés en la sociedad en que operan. Actúan en el libre mercado en forma cruel y egoísta, abusando de las instituciones, de los empleados, de los proveedores y de sus clientes. Por el otro, que los funcionarios públicos y los legisladores actúan de forma total y absolutamente desinteresada. No piensan en sí mismos y su mente tiene un foco exclusivo en el bien común.

Como es de esperar, esta supuesta “santidad” del sector público no se sostiene ante el más mínimo sentido común. Todos los seres humanos, incluyendo políticos y empresarios, somos igualmente imperfectos, egoístas e inconsistentes. Tendemos a defender lo que consideramos nuestro, nos tentamos ante los conflictos de interés, preferimos que otros “paguen el pato” y, si podemos elegir, también tratamos de quedar bien con los demás.

Tanto es así, que una serie de académicos como Buchanan, Stigler, Becker o Ostrom se ganaron el Premio Nobel impulsando una nueva área de la economía dedicada a estudiar las consecuencias de que los políticos y funcionarios públicos sean imperfectos, como el resto de los mortales. En sus hallazgos, los efectos son especialmente graves cuando los funcionarios pueden ganar dividendos personales a costa de quienes no se pueden defender, o cuando los aparentes beneficios se ven hoy y los costos se pagan mañana.

La discusión respecto del feriado del 2 de enero es una perfecta ilustración de todo lo anterior. Estamos preocupados por el estancamiento de nuestra economía. La productividad sigue cayendo en forma sostenida y caen los niveles de aprobación. El Gobierno, por su parte, trata de remediar la situación y crea, con bombos y platillos, la Comisión Nacional de Productividad. Este órgano, integrado con expertos del más alto nivel, tiene como misión “asesorar a la Presidenta (en) aumentar el crecimiento económico de largo plazo y el bienestar de los ciudadanos a través de la generación de ganancias en la productividad”.

Simultáneamente, nuestra Presidenta auspicia en el Congreso un proyecto para declarar feriado el 2 de enero. Los aplausos son transversales. Una parlamentaria comunista declaró «no me parece … populista; al contrario, se trata de… que los trabajadores tengan tiempo para compartir con sus familias». Desde el otro lado del espectro político, un diputado de la UDI señaló “con populismo o sin populismo, la gente tiene derecho a descansar”.

El dividendo político llega hoy. El costo lo pagan en enero pequeños empresarios y comerciantes que perderán un día de trabajo, pero igual asumirán salarios, arriendos, cuentas de luz e intereses del banco, y que no se toman vacaciones. Al final del año, el feriado extra lo pagará el país entero con menos crecimiento y más desempleo.

Que quede claro: no siempre más Estado o más regulación arregla las cosas. A veces las empeora. Y si finalmente se declara este feriado, propongo que sea el día nacional de “paga Moya”.

 

Alfredo Enrione, ESE Business School, Universidad de los Andes

 

 

FOTO: PABLO VERA/AGENCIAUNO

 

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