(Escena 1)

Con el restaurante repleto, la familia de cuatro se sentó a la mesa y se dispuso a almorzar. Miraron el menú, intercambiaron un par de escuetos comentarios y llamaron al garzón. Todos pidieron pizza, si mal no recuerdo. Buena elección.

Luego el papá abrió su tablet y, por gracia del Wi-Fi, se sumergió por completo en un partido de fútbol, mientras la mamá, el hijo y la abuela hacían mesa aparte. Llegaron las pizzas y el jefe de familia siguió en lo suyo, sin quitarle ojo a la pantallita excepto para cortar cada nuevo bocado. Nadie parecía de mal humor, por cierto, sino participando en una “rutina familiar” bien establecida. El partido duró hasta el postre; después pidieron la cuenta, pagaron y se fueron. Fin.

(Escena 2)

El padre empujaba con un codo el coche de la guagua y con su mano libre manipulaba diestramente un celular, hablando y texteando sin pausa, parándose a ratos a mirar distraído alguna vitrina en pleno horario peak del centro comercial.

Podría pensarse que el ruido, las luces, la muchedumbre y el incesante movimiento eran abrumadores para el joven cerebro del infante —un caso nítido de sobre estimulación precoz—, pero alguien se había encargado previsoramente de aniquilar esa amenaza: en vez de aturdida por el entorno caótico, la guagua miraba embelesada una pequeña pantalla fijada al coche a escasos centímetros de su nariz, presa de un trance hipnótico cortesía de Disney Pictures y ajena a todo lo demás, papá-con-celular incluido. The end.

Presencié estas dos situaciones por casualidad y las menciono pensando en la obcecación de algunos por darle un enfoque exclusivamente “sistémico” —más dinero, más normativas, más instituciones— al desafío de la educación. Eso soslaya dimensiones fundamentales como el contenido de las mallas, los métodos de enseñanza y la calidad de los profesores, entre otras, pero sobre todo nos hace olvidar que la primera educación, ésa sobre la que se construye lo que viene después y entrega la mejor base para integrarnos a la sociedad en que vivimos, no se adquiere en las aulas, sino en la casa.

¿Acaso no juegan los padres un rol crucial en la formación de sus hijos, en las ideas que tienen del mundo y en el tipo de personas en que se convierten? ¿No son ellos, por definición, los primeros maestros? Esto es algo que cada familia debe creer y practicar por su cuenta mucho antes de preocuparse por la calidad del sistema educativo, porque nadie más puede hacerlo por ellas (ciertamente no el Estado, digan lo que digan algunos organismos públicos con agenda ideológica y vocación de comisariato).

Los padres pueden ser taciturnos o locuaces… Por supuesto que les transmiten su temperamento biológico a sus hijos a través de los genes. Pero es a través de la micro-cultura de su familia que les transmiten —cuando sus hijos aún son bebés— los hábitos de hablar poco o mucho, de qué cosas hablar, y de hablar por placer o sólo por trabajo. Y es a través de esta experiencia familiar que los padres transmiten la cultura de su familia a la generación siguiente: una cultura de vida familiar llena de palabras y danza social, o vacía”.

La cita es de un libro publicado en 1995, “Diferencias significativas en la experiencia cotidiana de los niños norteamericanos”, de los autores Betty Hart y Todd Risley. Lo interesante es que aparece en una reciente biografía de Edmund Burke (1729-1797), a propósito de las ideas del filósofo político irlandés sobre por qué las instituciones —la familia, por ejemplo— son esenciales como transmisoras de cultura, o sea, para construir sociedades que se enraízan en el pasado y a la vez se proyectan hacia el futuro.

Desde luego, una cultura de “vida familiar” vacía como la que describen Hart y Risley termina conduciendo a una “vida social” igualmente yerma. Ese es un cuadro deprimente. Lo entendieron ellos hace 20 años y lo entendió un pensador como Burke hace dos siglos.

Sin ánimo de sermonear a nadie, si las familias fallan en esta dimensión clave de la educación de sus hijos, no podemos esperar que el resto haga la diferencia.

 

Marcel Oppliger, periodista y autor.

 

 

FOTO: HANS SCOTT/AGENCIAUNO

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