Comencemos con un ejemplo provocador. Imaginemos que usted es pianista. Supongamos que me gusta como usted toca y decido contratarlo para que me dé algunas clases. Supongamos que usted tiene la suerte de que hay algunos otros como yo de modo que la situación se repite. Usted entonces no tiene un solo alumno, sino que tiene 10. ¿Diría usted que hay algo reprochable en todo eso? Si piensa que no lo hay, ¿mantendría su opinión si cambia la cantidad de alumnos dramáticamente? Si en lugar de 10 ó 20 alumnos hablamos de 1.000 ó 2.000, ¿es la situación diferente? Si es así, ¿cómo?

Uno podría barajar al menos las siguientes respuestas tentativas a estas preguntas: a) Es reprochable porque se está lucrando con la música (o el arte); b) Es reprochable porque estoy usándolo a Ud. y Ud. está lucrando conmigo; c) Es reprochable porque sus clases son malas y Ud. es un pianista mediocre; d) Es reprochable porque Ud., a partir de cierto número de alumnos, gana un poder desmedido frente a los demás; e) Es reprochable porque Ud. conoce gente en teatros importantes y va allí y habla de sus alumnos y no de otros estudiantes de piano; f) Porque las clases de piano son un derecho.

Es preciso observar que, salvo la tercera alternativa (“sus clases son malas”), ninguna de las otras objeciones tiene que ver con la calidad, ni de sus clases ni de su desempeño artístico. El hecho, por otra parte, de que no tengan que ver con la “calidad”, no significa que no sean objeciones atendibles. Significa simplemente que obedecen a razones diferentes de la preocupación por la “calidad”.

Pues bien, supongamos que yo creo que no se debe “lucrar” ni con el arte ni con las personas. Después de todo —me digo— el arte es sublime y el dinero sucio. Otro tanto ocurre con las personas: las personas tienen dignidad y no precio, y es por tanto repudiable usar a las personas. Pero, ¿es esta la representación correcta de cómo funciona el intercambio de bienes y servicios? Cuando yo tomo un taxi no estoy simplemente “usando” al taxista. Yo lo estaría usando como un simple medio solo si le pidiera que me llevara a mi destino y luego me negara a pagarle. Y lo mismo vale para todas las otras ocupaciones. El panadero no me utiliza como un mero medio al venderme pan ni el médico al cobrarme por sus servicios. Lo harían solo si me engañaran o me forzaran a contratar con ellos.

En consecuencia, si yo me limito a decir que el panadero lucra con el hambre, el médico con la salud, el profesor con el conocimiento, el abogado con la justicia, el arquitecto con la vivienda, etc., lo que yo voy a estar haciendo no es otra cosa que hacer una caricatura del modo en que la gente desarrolla normalmente sus actividades. Por lo demás, si esa descripción fuera cierto respecto de la educación (y la salud), ¿por qué no lo sería respecto de todo lo demás? ¿Por qué no ofrecer, consecuentemente, supermercados gratuitos y de calidad (o algo semejante) para compensar que las grandes cadenas (o los pequeños panaderos, tenderos, feriantes, da igual) lucren asquerosamente con el hambre de la gente?

Pero, podría decir alguien, no se trata tanto de que lucren como de que lucren injustamente. Se trata de que cobren el justo precio. Pero aquí hay que confesar que las cosas se vuelven terriblemente complicadas. ¿Cuál es el justo precio de un bien o servicio? ¿Las horas de trabajo socialmente necesarias para producirlo? ¿O la estimación general que la gente tiene de ese bien o servicio con independencia de esas horas? Suponiendo que ese precio no es el de la estimación subjetiva que la gente tiene de los bienes, ¿hay alguien que crea todavía en la conveniencia de fijar precios?

Pero, finalmente, ¿no podría ocurrir que las objeciones indicadas antes estén entrelazadas? ¿No podría ser el caso de que la mala calidad de la educación esté directamente vinculada con el hecho de que la gente (profesores, sostenedores, etc.) “lucre”? Esa es una pregunta que está abierta a la corroboración empírica y es improbable que, tal como están las cosas, sea el caso de que la educación privada sea en general de peor calidad que la educación pública. Es más bien al revés.

En resumen, si las tres primeras objeciones apuntadas arriba tienen algún sentido, este será el que hace referencia a la prohibición del engaño y del fraude. Pues bien, ¿qué tiene que ver eso con el hecho de que la educación sea privada (o pública)? En lugar de promover la estatización de la educación, ¿no debiera eso significar que deben tomarse las medidas necesarias para que no haya fraude o engaño, allí donde lo hay?

Las últimas razones no tienen nada que ver con la calidad y apuntan a paliar las desigualdades y las asimetrías de poder e influencia. Si por promover la igualdad se entiende poner las condiciones para que todos y cada uno de los individuos desarrollen al máximo sus propias capacidades, entonces no habrá seguramente nadie en este país en contra de la promoción de la igualdad. Pero el hecho de vincular el lucro con la calidad y la igualdad del modo en el que se ha hecho hasta ahora, induce a creer que la igualdad (en el sentido indicado) solo puede alcanzarse por medio de severas restricciones y prohibiciones a los particulares. El que se haya propuesto la pena de cárcel por lucrar demuestra los excesos a los que puede conducir este razonamiento, cuya implementación vendría a significar en la práctica la total estatización de la educación. La gruesa asociación entre lucro/gratuidad, calidad y (des)igualdad no solo es falaz, sino que, muy seguramente, perniciosa entre otras cosas, porque radicaliza las posturas e impide el diálogo. Después de todo ¿el problema no era originalmente el de la calidad?

 

Felipe Schwember Augier, Escuela de Gobierno, Universidad Adolfo Ibáñez.

 

 

FOTO: DAVID VON BLOHN/ AGENCIAUNO

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