A mediados de los años 40, en el apogeo de su brillante carrera, Albert Einstein se encontraba atareado realizando múltiples investigaciones científicas junto a un grupo de excelsos académicos en el Instituto de Estudios Avanzados de la universidad de Princeton. Todo esto, en el contexto de dos grandes guerras que habían despedazado el alma de Occidente.

El desgaste de gobiernos, economías y de pueblos enteros, tras los horrores de Hiroshima y Nagasaki, lograron penetrar emocionalmente no sólo en la mente de este gran físico sino, también, en la de miles de ciudadanos en todo el mundo, quienes comenzaron a escribirle misivas que inundaron las oficinas y laboratorios del instituto.  Fueron millares las preguntas que abrumaron al alemán  y que lo obligaron a descender hacia el complejo mundo de la subjetividad para desentrañar y tratar de comprender lo inverosímil que resultan algunos actos humanos.

Una de esas cartas provenía de Sudáfrica y su autora, Tyfanny, se declaraba incierta porque le gustaba mucho más hacer experimentos y devorar libros de física, antes que complacer a sus padres vistiéndose de etiqueta para tomar el té. “Olvidé decirte que soy mujer”, le expresó Tyfanny a Einstein, a modo de excusa, entre septiembre y octubre de 1946.  “No sé si esto es un problema para ti y que de algún modo menoscabe tu visión sobre mi persona (…)”. La respuesta del honorable profesor no se hizo esperar: “No tengo problema alguno de que seas mujer, pero lo esencial es que eso no sea un inconveniente para ti, ya que no hay ninguna razón para que así lo sea”.

Esta no es una columna feminista que desea reivindicar el rol de las mujeres a lo Simone de Beauvoir o Betty Friedan, porque el radicalismo femenino, más que empatía, ha logrado generar anticuerpos en gran parte de la población masculina y deformado la esencia de qué es lo femenino. Tampoco es un sentido lamento de género que clama sobre las injusticias del patriarcado, porque más mujeres victimizándose, tras episodios como el desdichado acto de la muñeca de Asexma (que más bien logró empequeñecer a sus protagonistas que agredir la integridad de las mujeres), no es la manera de transmitir todas las virtudes asociadas a la identidad femenina.

Sin embargo, confieso que la puesta en escena de la semana pasada, para inferir cómo se podría levantar a la economía, me dejó un tanto perpleja. ¿Era posible que un grupo de personas todavía percibiera como gracioso utilizar a una muñeca desarropada como eufemismo para alcanzar el desarrollo? El mensaje implícito era otro: las mujeres, por el solo hecho de serlo, siguen ofreciendo material de sobra para no tomarlas en serio.

No importa cuánto hayan avanzado las mujeres tras demostrar que son sus capacidades, y no sus curvas, las que las hacen merecedoras de posicionarse en un lugar de respeto y equidad. “Humoradas” como la de Asexma lo único que provocan es que siga candente la dicotomía entre hombres y mujeres y que no exista el reconocimiento tácito de que los espacios de poder son compartidos, gracias a la generosidad y solidaridad de una sociedad que sí valora y reconoce el aporte que realizan todos sus miembros.

Majadero de mi parte, pero no lo pude dejar pasar. La muñeca inflable de Asexma me otorgó la gran oportunidad de recordarle a varios por qué, en pleno siglo XXI, los chistes de doble sentido utilizando el cuerpo de la mujer, además de muy poco creativos, son algo más que una “salida de madre” y que, a estas alturas, para “estimular” a las mujeres (al igual que a la economía) se requiere de inteligencia, responsabilidad y la flexión de algo mucho más complejo que músculos.

Si no, basta recordar la prodigiosa sabiduría de Einstein, cuya genial capacidad para observar fenómenos inadvertidos para los demás y su célebre manera de proporcionar respuestas inesperadas lo han distinguido, hasta el día de hoy, como una de las mentes más extraordinarias que revolucionó al pensamiento humano más allá de la física.

 

Paula Schmidt, periodista e historiadora

 

 

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