La subsidiariedad es un principio cuyo prestigio en nuestro país es peculiarmente bajo, debido, en parte, al uso y abuso que de él hizo cierta derecha, así como a la crítica reactiva que le efectúa parte importante de la izquierda. De lado y lado se lo entiende preponderantemente como limitación del papel del Estado. Pero las tradiciones dentro de las cuales ha emergido –el cristianismo social y el federalismo europeo– lo entienden de modo muy distinto: no como mandato liberal abstracto, sino como principio concreto, que remite directamente a las circunstancias y a atender si, en ellas, la agrupación mayor o la menor está mejor capacitada para cumplir la tarea específica de la que se trate. Todo esto, sin embargo, velando porque se resguarde la “espontaneidad social”. Vale decir, cuando la agrupación mayor, por ejemplo, el Estado, interviene, debe hacerlo “sin abolir” a la agrupación menor, “ni imponerse de tal suerte que la capacidades operativas” de ella “se vuelvan ilusorias”.

Lo anterior es el resumen de lo que dije en un artículo publicado en un libro colectivo editado por el IES.

Pero las tradiciones, y la particular tradición de la subsidiariedad en Chile, son difíciles de diluir. El artículo –y el libro– de marras ha generado inquietud. Buen ejemplo de ella es una columna publicada en “El Líbero”, donde Clemente Recabarren reacciona, de modo ciertamente ponderado, a aquel artículo, reparando en una “antropología” que estaría tras la subsidiariedad. Sería una vinculada al socialcristianismo, asentada en la idea de que vidas activamente vividas son más plenas que las de individuos pasivos que se limitan a recibir. En virtud de esta concepción la “carga de la prueba” de cuándo se debe intervenir, la tendría el Estado y los particulares, de su lado, la “prioridad”. Asimismo, se le impondría al Estado el deber de incentivar la acción de la sociedad civil.

En mi artículo defendí expresamente el valor de la espontaneidad social e indiqué, también expresamente, que el Estado al intervenir debe hacerlo sin anular a la agrupación menor ni volver ilusorias sus capacidades operativas. Recabarren parece querer restringir todavía más el papel del Estado y fortalecer adicionalmente el de los particulares. Si esa restricción y este fortalecimiento apuntasen simplemente a que el Estado debe incentivar la acción de la sociedad civil, como indica, no veo entonces diferencia entre su postura y la mía (salvo que se debe aclarar que un tal incentivo es, si es algo, una acción positiva del Estado).

Pero no se trata sólo de eso. Además, como dije, Recabarren le pone la “carga de la prueba” al Estado en toda intervención suya (¿menos en aquella que consiste en incentivar la acción de la sociedad civil?). Si esa carga de la prueba importa una exigencia adicional a la determinación, caso a caso, de qué agrupación está mejor preparada para abordar la tarea específica de la que se trata, entonces esa carga sólo puede consistir en establecer que, salvo excepciones (¿y cuáles serían éstas?), el Estado no debe intervenir.

La prioridad general o abstracta de los privados y la restricción general o abstracta del papel del Estado, amenazan entonces con quitarle el talante socialcristiano al principio y capturarlo para el neoliberalismo. Ambas chocan con pasajes bastante claros de la DSI. A modo de recuerdo, en Quadragesimo Anno (25) se sostiene explícitamente un deber perpetuo de intervención del Estado, para proteger y cuidar a los más pobres y los asalariados, en Rerum Novarum (26 y 27) el mismo deber, para custodia de la salud pública, pobres y asalariados, y evitar el daño al bien común. Todo esto, sin poner genéricas cargas adicionales de prueba del lado del Estado.

Quizás la DSI plantea estas exigencias porque su realismo y sofisticación política le impiden desconocer que la sociedad no se deja comprender bajo el dualismo de Estado y privados, y es necesario también atender a las dinámicas que se producen al interior del Estado (por ejemplo, entre el poder central y las regiones) y entre los privados, así como al papel de contrapeso que pueden ejercer el mundo estatal en el privado, y el mercado y la sociedad civil en el Estado. En la época del oligopolio, por ejemplo, se ha acrecentado la lucidez de muchos respecto de la dificultad de que los individuos –incluso empresarios pequeños– sean responsables de sus vidas, cuando su iniciativa es, no pocas veces, ahogada por la misma actividad de “los privados” (que, por ejemplo, se coluden para subirle los precios a los consumidores, están dispuestos a pagar en plazos abusivos a los proveedores o combaten la organización sindical). Ante esta situación, resulta confuso –cómplice con la “gente rica” de la que habla Rerum Novarum– decir, sin precisiones, que el principio limita abstractamente el papel del Estado y le reconoce la “prioridad” a los privados.

 

Hugo Eduardo Herrera.

 

 

FOTO: DAVID VON BLOHN/ AGENCIAUNO

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