En mayo de 2016, durante el Gobierno de Barack Obama, los departamentos de Justicia y Educación norteamericanos emitieron un comunicado conjunto a todas las escuelas del país con el fin de “guiarlas” en la protección de los presuntivos derechos civiles de los estudiantes autoidentificados como transgénero. En lo que se denominó por los comentaristas jurídicos como una “dear colleague letter” (algo que en sí mismo no calificaba siquiera de acto administrativo propiamente tal), se amenazaba a todas las escuelas que recibían financiamiento federal –en todos los niveles educacionales­– con un decreto del gobierno central en el cual se señalaba que el sentido de la voz “sexo” en la legislación de derechos civiles se entendería, de entonces y en adelante, como “identidad de género”.

De esta forma se pasó a forzar de hecho a todo establecimiento, con prescindencia de la opinión de los estudiantes, papás y de las comunidades escolares en general, a aceptar como derecho indiscutible la voluntad de  todo estudiante a usar los baños, camarines y habitaciones (como en los viajes de estudios o giras deportivas), y a integrarse a los equipos deportivos que él o ella misma escogiera, en base a su propia identificación y declaración de género (hombre, mujer u otro, como pansexual, pangénero, género fluido), fuera o no coherente con su sexo (y por consiguiente, con su anatomía). Cualquier comunidad escolar que objetara  el edicto se vería expuesta a perder su financiamiento y enfrentar una demanda federal por discriminación injusta.

Poco le importó a la Casa Blanca de Obama que existieran numerosas dudas sobre la justicia y prudencia de la medida. Las aprensiones de papás, niños y niñas que consideraban un atentado a su privacidad el exponerse en su intimidad a miembros del otro sexo cayeron en oídos sordos, como también los alegatos de que el sexo no es lo mismo que la identidad de género. Y menos todavía el hecho de que el gobierno federal (central) no tuviera el poder para dictaminar el uso de los baños en Iowa, pues esa es una prerrogativa de los gobiernos autónomos descentralizados.

Pero al Presidente Obama no le fue tan bien. Así como hace un par de semanas un juez federal le puso un alto al decreto de inmigración del Presidente Trump en todo el país, fue también un juez el que en agosto del año pasado suspendió a nivel nacional los efectos de la directiva, reprochándole al gobierno de Obama el reescribir la legislación federal sin respeto por el sentido y texto de la misma, siendo indiscutible que “el sentido ordinario del término sexo (…) es el de las diferencias biológicas y anatómicas entre hombres y mujeres”.

El día de ayer, los ministerios de Justicia y Educación de Estados Unidos simplemente revirtieron el estado de cosas al que existía hace menos de un año, tomando la medida de sentido común (y la que correspondía jurídicamente), de permitirles a las comunidades escolares consensuar soluciones que fueran respetuosas de todos los derechos e intereses en juego, que es lo que la directiva de Obama no hacía. Una medida que –contra la hipérbole que va de la mano con la cuasi-obligatoria oposición a la administración Trump– no busca violar los derechos de los estudiantes que se identifican como transgénero, sino que abre un espacio de diálogo y colaboración para buscar soluciones en las comunidades locales que consideren la privacidad, seguridad, pudor y preocupaciones de todos los estudiantes, y no de unos pocos. Una medida de sentido común.

Estos acontecimientos debiesen ser mirados con atención, pues los dilemas que ellos envuelven no están lejos de nuestra propia realidad. Sin ir más lejos, continúa su trámite legislativo en nuestro Congreso el llamado “proyecto de reconocimiento de la identidad de género” que, entre otras cosas, tendría un efecto similar a la directiva del Gobierno de Obama si es que llega a ser ley.

Por nuestra parte, hemos representado las preocupaciones de papás, abuelos, colegios, educadores, y médicos sobre las consecuencias de estos cambios legales. Entre otras cosas, medidas como éstas no protegen los verdaderos intereses y derechos de los niños, y a menudo los exponen a condiciones abiertamente reñidas con la ética. Tienen el potencial de poner en peligro la privacidad y seguridad de hombres, mujeres y niños (no por culpa ni obra de quienes se identifican como “trans”, sino por el abuso de reglas enteramente subjetivas); de coartar la libertad de pensamiento y expresión, y muy especialmente la libertad de enseñanza en torno a la propia concepción de la naturaleza y constitución del hombre y de la mujer; y de desestabilizar nuestra concepción común del sexo, cuestión que tendría repercusiones en todo el derecho.

 

Tomás Henríquez C., director ejecutivo de Comunidad y Justicia

 

 

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