Creo que si hay una bandera de lucha noble, que nadie dudaría en aplaudir, es la defensa de los niños del Sename, que han hecho bastante noticia estos meses. Los medios se han llenado de columnas de opinión nobles y bien intencionadas, defendiendo la dignidad de esos pequeños, que padecen de una vida que ninguno de nosotros quisiéramos para nuestros hijos y entonces, con gran escándalo, se levantan las voces de defensa y ataques cruzados, buscando al culpable de que el sistema funcione tan al revés de cómo debería ser.

¿Cuántos de estos defensores mediáticos habrán cruzado alguna vez la puerta de uno de estos centros? ¿Cuántos conocen la realidad de las personas que, con presupuesto mínimo y capacidad técnica limitada, trabajan con niños con altísima vulnerabilidad emocional, en horarios extenuantes? Me atrevo a decir que pocos. Defender a los niños del Sename es fácil cuando se hace desde una pantalla de computador, frente a un texto en blanco, o tras los muros editoriales de un diario. Involucrarse con la realidad, conocer a fondo el sistema, recorrer los centros y hablar con los niños que ahí viven, es muy distinto.

Y cuando ya estábamos por olvidar el tema del Sename, salta Guillier en las encuestas, Lagos y Piñera se disparan a fuego cruzado, se muere Fidel y los titulares son otros. Antes de que los niños volvieran a ser invisibles, la semana pasada, por casualidad, hice zapping por las teleseries nacionales de turno y me encontré con una nueva y velada condena a los menores institucionalizados. Esta vez ya no era por las condiciones precarias de subsistencia, ni por los maltratos a los que estaban expuestos los niños, sino a mi juicio algo infinitamente peor, porque era una condena velada.

La escena era la siguiente: un personaje de la teleserie de moda de Mega (Señores Papis) es presionada para que confiese, en lo que claramente es la peor vergüenza que ha enfrentado en su vida, que ella SÍ era una niña del Sename. Y cuando lo verbaliza, el otro personaje en escena cae en shock profundo y escucha esta confesión con la misma impresión y lástima que si le estuvieran diciendo que al frente tiene a una rehabilitada de drogas, a una ex convicta o algo por el estilo. “¡¿Eres una niña de una institución de acogida?!”, pregunta el personaje de Francisca Imboden. A lo que la protagonista confiesa, desmoralizada y avergonzada, “Sí”.

Corte de escena.

Silencio profundo y a tirar al tacho de la basura todas las banderas de supuesta defensa de esos niños, porque de nada les servirá crecer sanos, protegidos y seguros en redes del Sename si la realidad cultural y social que se instala a través de los medios y sus programas de ficción (que ya se sabe son una fuente educativa para muchas personas) es que ser un “niño del Sename” es sinónimo de vergüenza.

Estigmatizarlos así es como condenarlos dos veces. Salen del castigo físico y los lanzamos ahora al castigo social. Me pregunté qué podrá estar sintiendo un joven institucionalizado que por casualidad también hace zapping y ve esta misma escena de la teleserie. ¿Qué mensaje le estamos transmitiendo? Que ser “niño Sename” es andar con la letra escarlata pegada en la frente.

Mi punto es que esta escena de una obra de ficción televisa, por nimia que parezca, es el reflejo de lo que muchos piensan, pero no dicen. Es el reflejo de nuestros anclados prejuicios frente a niños de realidades vulnerables. Entonces, a la par de luchar por el mejoramiento de un sistema que claramente necesita arreglos, tenemos que avanzar también en dejar atrás etiquetas que estigmatizan. De nada sirve arreglar el fondo si no revisamos también nuestras formas.

 

Mayra Kohler, directora de Desarrollo Usec

 

 

Foto: JUAN GONZALEZ/AGENCIAUNO/

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