El trabajo de la Convención Constitucional ha concluido y, en lo concreto, ha cumplido con su cometido: entregar una propuesta para que nuestro país tenga una nueva Constitución.

Muchas voces, incluida la del mismo Presidente Gabriel Boric, han hecho un llamado contundente a que la ciudadanía se vuelque ahora a la lectura de la propuesta para votar de manera informada el próximo 4 de septiembre en el plebiscito. Dicen, con mayor o menor garbo, que el proceso ya quedó atrás y que ahora debemos ponderar el documento sugerido, lejos de polémicas, verdades a medias o abiertas mentiras.

Es cierto, la tarea de cada chileno ahora es leer detenidamente las 178 páginas sugeridas y votar en conciencia. Suena bien. Loable, aunque algo crédulo. Pero esa es harina de otro costal.    

Sin embargo, este llamado oficial a informarse en estos dos meses previos al plebiscito, sugiriendo que se haga omisión de lo que ha sido todo este año de trabajo redactor es abiertamente ingenuo y tramposo.

Entre otras tantas, una gran deuda que deja el trabajo de la Convención Constitucional es comunicacional. Así lo entendía Lorena Penjean, quien a comienzos de este año renunció a la Secretaría de Comunicaciones del órgano redactor por la ausencia absoluta de voluntad, criterio y unidad para dar a conocer el trabajo que se estaba realizando. La periodista, discreta pero abiertamente disgustada, dio en el clavo al señalar que no se entendía que el proceso es tan importante como el resultado.

Luego tomaría las riendas de dicha Secretaría Nicolás Fernández, cientista político que en 5 meses hizo un trabajo correcto, con la elaboración de piezas interesantes –aunque no exentas de polémica alguna de ellas– para redes sociales y medios tradicionales, además de un ornato interesante del sitio oficial de la Convención.

Sin embargo, más allá de las advertencias de Penjean y los aciertos puntuales de Fernández, durante todo el proceso sencillamente no se pudo enarbolar una narrativa que acompañara y visibilizara el trabajo de los convencionales.

En la línea de lo que viene proponiendo hace años Byung-Chul Han, los 12 meses de trabajo constituyente no es más que una sumatoria de momentos episódicos muchas veces inconexos, con una ausencia completa de un hilo parabólico conductor en lo comunicacional.

Lo anterior, lleva a que sólo quede en la conciencia nacional un sinnúmero de anécdotas –algunas de ellas de una gravedad desatendida– que tienen como punto inicial una ceremonia caótica y como acto de cierre una formalidad correcta, aunque desabrida.

Crear canales de comunicación, transmitir las eternas reuniones del pleno y generar un puñado de contenido que en su mayoría sólo cuentan con unas decenas de visualizaciones no es suficiente para inundar de épica un proceso del que la ciudadanía sólo recordará frases antojadizas, conductas reprochables y un grupo pequeño de personajes caricaturescos.

Sin duda la mayoría de los redactores de la nueva Constitución trabajaron en conciencia, buena parte de ellos plantearon sus ideas con fundamentos y sin cosmética, hubo instancias reales de diálogo sano que no dejaron ganadores ni perdedores y buena parte de ellos pusieron en pausa sus vidas para jugársela por el país y no por trincheras panfletarias. Sin embargo, nada de eso se comunicó con el ímpetu suficiente para generar un relato que pudiese contrarrestar la fuerza pirotécnica e instrumental de la denominada memecracia.

La deuda comunicacional de la Convención no quedó saldada y la consecuencia inmediata de aquello es que la inmensa mayoría de chilenos no podremos cumplir el deseo de la autoridad de leer el resultado con abstracción absoluta del proceso.

Las deudas se pagan. Generalmente muy caro. 

Periodista. Director de la Escuela de Periodismo de la U. Finis Terrae

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