En el agitado clima de debate nacional de los últimos años se ha vuelto costumbre argumentar, sin muchas explicaciones, que en la raíz del descontento de los chilenos con sus instituciones hay una falla estructural del sistema democrático. Habiendo sido refutada por los hechos (y retractada por sus autores) la tesis de que el “malestar social” señalaba un derrumbe del modelo, la idea de moda es que la propia democracia está en deuda, al menos en su modalidad representativa. De ahí la supuesta urgencia de apostar por la participación directa y reformar la Constitución —o no hace mucho, de tener voto voluntario y eliminar el binominal—, en el entendido de que los mecanismos de la democracia que conocemos no están respondiendo a las demandas crecientes de una sociedad que se moderniza a ritmo acelerado.

“¡Es la democracia, estúpido!”, o algo por el estilo.

Es cierto que las instituciones humanas —todas, no sólo las políticas— enfrentan siempre el desafío de adaptarse a los requerimientos de sociedades en permanente cambio. Creados en contextos históricos específicos para abordar las realidades concretas de ese tiempo y ese lugar, los diseños institucionales demasiado rígidos corren el riesgo de ir quedando desfasados respecto de situaciones nuevas que exigen otros enfoques. En especial las naciones que crecen rápido en lo económico, como Chile en el último cuarto de siglo, “no se quedan quietas. Crean nuevas clases sociales, educan a sus ciudadanos, y emplean nuevas tecnologías que remueven el tablero social. Las instituciones existentes a menudo no incorporan exitosamente a estos nuevos actores y, como resultado, son presionadas para que cambien”, plantea Francis Fukuyama en su más reciente libro, “Orden político y declive político”.

A la luz del pasado reciente, es bastante claro que muchas de nuestras instituciones están necesitando, por lo menos, un importante “update”. Menos claro es que los problemas que nos preocupan se deban, en el fondo, a fallas del sistema democrático propiamente tal, como algunos insisten. En rigor, dice Fukuyama, “muchos de los fracasos que se le atribuyen a la democracia son de hecho fracasos de administraciones estatales incapaces de cumplir las promesas que políticos democráticos recién elegidos les hicieron a los votantes, quienes no sólo exigen derechos políticos, sino también un buen gobierno”.

En efecto, cuesta culpar a la democracia chilena por la mayoría de las situaciones que han irritado a la gente de un tiempo a esta parte: colusión de empresas, tráfico de influencias, vacíos regulatorios, endeudamiento estudiantil, promesas de gobierno incumplidas, financiamiento irregular de campañas, reformas mal hechas, etc. Sin embargo, eso no significa que el Estado sea “el problema y no la solución”, al menos no en el sentido en que alguna vez lo afirmó Ronald Reagan. Si el objetivo de EE.UU. en los 80 era replegar a un aparato estatal que, a juicio de Reagan, se había entrometido mucho y mal en áreas que no le correspondían, el desafío principal de Chile en el siglo XXI es construir un Estado capaz de entregar los bienes públicos de calidad que la nueva clase media exige cada vez con mayor vehemencia. No se trata sobre todo de que sea más grande o más pequeño, sino más eficiente; tampoco de que sea más poderoso, sino más competente.

En una agenda nacional capturada por el cortoplacismo, la pequeña política y la falta de trabajo intelectual (esto último especialmente en la centroderecha), la discusión sobre el tipo de Estado que necesita el país para seguir progresando ni siquiera ha comenzado. En vez de eso hemos aceptado los términos de un debate sobre la democracia que, más que perfeccionarla, busca poner en duda su legitimidad. Para Chile, eso es una derrota en ambos flancos.

 

Marcel Oppliger, periodista y coautor de “El malestar de Chile: ¿Teoría o diagnóstico?”.

 

 

FOTO: PEDRO CERDA/AGENCIAUNO

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