Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar.

Refrán popular 

El miércoles pasado asistimos, en Lima, a un autogolpe fallido. Un día antes, la vicepresidenta argentina Cristina Fernández, condenada por corrupción, recurrió al “empate”: acusó a sus jueces como miembros de una mafia judicial. Son los dos últimos episodios de nuestra debilísima democracia representativa.

Lo malo es que hasta en los reductos democrático-desarrollados se cuecen esas habas. En los EE.UU. de Jefferson y Lincoln, un golpista impune anunció hace poco su nueva candidatura presidencial. Lo pésimo es que, en nuestra región, con la gloriosa excepción de Uruguay, sólo se cuecen habas. A partir de los “estallidos” de 2019 en Ecuador y Chile, la polarización ha desvencijado a los partidos sistémicos de la región y la gobernabilidad es un bien escaso.

Como efecto inexorable, los políticos profesionales son repudiados, los corruptos maximizan sus ganancias, los delincuentes aprovechan los espacios libres, los terroristas emiten señales que no se computan, los narcos acceden al poder subterráneo  y surgen partidos episódicos que se ubican en las izquierdas extremas, las derechas extremas y la extrema demagogia.

En tal contexto, el narcisismo maligno y hasta el absurdo se han naturalizado. En Bolivia el expresidente Evo Morales llegó a invocar su “derecho humano” a morir en el poder (como sus modélicos Fidel Castro y Hugo Chávez). Altas personalidades de la región advirtieron a Nicolás Maduro sobre la necesidad de “evitar una regresión autoritaria”. En Chile, mientras la frontera norte es un colador, sigue incendiándose la Araucanía, y Santiago centro se convierte en un campamento de ambulantes, delincuentes y migrantes, los congresistas discuten cuantos expertos caben en un debate constituyente. Colocando la guinda en esta torta tóxica, el fallido autogolpe de Pedro Castillo lo convirtió en el dictador más breve del planeta.

Todo lo cual debe alegrar a los gobernantes de Venezuela, Nicaragua y Cuba. En tan penoso panorama sus dictaduras pasan coladas.

La democracia que se fue

Recordando a esos demócratas españoles para quienes “contra Franco estábamos mejor”, creo que nuestros sistemas democráticos lucían bastante más robustos durante las últimas décadas de la  Guerra Fría.

Entonces la democracia representativa era apreciada como un sistema entre accesible y confortable para una masa crítica suficiente: conservadores ilustrados, liberales con sensibilidad social, marxistas socialdemócratas, socialcristianos comunitaristas… y todos quienes navegaban en el amplio océano del centro.

Usando la muleta taquigráfica derechas/izquierdas, las primeras contaban entonces con el apoyo creíble de la superpotencia norteamericana. Una “democracia protegida” sabía mejor a la Casa Blanca que una Cuba bis, una revolución militar a la peruana o un golpe militar como el de Chile. Las segundas contaban con el apoyo escarmentado de la superpotencia soviética pues, tras el extremismo infantilista de Castro y la “crisis de los misiles” -que casi zambulló al mundo en una guerra termonuclear-, tampoco el Kremlin quería una “segunda Cuba”.

Buscando respuestas

Roto el orden global de equilibrios en la cornisa, las astucias de la historia muestran que el “fin de la historia” fue el fin de ese mejor período de la democracia.

Pero, asumiendo (churchillianamente) que sigue siendo el mejor sistema político posible, recuperar su nivel no pasa por la búsqueda de ese mundo perdido, sino por un realismo futurista. En esa línea, lo primero sería desrromantizar la democracia. Enseñar a las nuevas generaciones que, a la inversa de las escatologías históricas, nunca prometió un paraíso en la tierra para toda la humanidad. Entre otras tareas urgentes, ello implica consensuar una educación cívica convocante, desmitificar la paradójica anomia de los “identitarismos” ad usum y renovar los partidos sobre bases pragmáticas de interés nacional.

¿Y eso cómo se hace?

Como extremista de centro no tengo ninguna ideología total en mis bolsillos. Sólo sé que, durante los episodios de transición a la democracia, los políticos inteligentes privilegiaron los acuerdos por sobre sus peleas chicas. También sé que, en casos de emergencia, los políticos patriotas atinan a alinearse tras gobiernos de unidad nacional.

Cuatro bordes

Por si aquello llegara a considerarse en Chile, aporto los siguientes pantallazos sobre cuatro “bordes” ineludibles:

ECONOMÍA. Los defensores del capitalismo puro y duro -que algunos identifican como neoliberal- ya debieran asumir que si Mises, von Hayek, y Friedman sabían mucho de mercados, Paul Samuelson sabía más de la vida. Con base en sus tesis sobre la “economía mixta” -que otros han rebautizado a su gusto- sostuvo que en una democracia ese capitalismo es inviable y sólo el control del Estado puede impedir que degenere en un “capitalismo fascista”.

En cuanto a las distintas agrupaciones de las izquierdas doctrinarias e identitarias, los enemigos de “el lucro” y los promotores del “buen vivir” de los pueblos originarios, debieran comenzar a estudiar los principios comunes de la economía real.

FUERZA. Con base en comportamientos tradicionales, las derechas de antes percibían que, salvo excepciones, la fuerza legítima del Estado existía para proteger “el orden vigente”. Por extensión, para protegerlos a ellos. Con base en los viejos clásicos del marxismo-leninismo, las izquierdas doctrinarias siguen percibiendo que el rol de militares y policías es mantener incólume los sistemas de injusticia social y “violencia estructural”

Releyendo a Maquiavelo y sin enemigo estratégico supranacional al frente, debiera estar claro, para todos, que:  a) cualquier Estado necesita una fuerza legítima que lo respalde, en lo interno y en lo externo, b) en el Estado Democrático de Derecho los miembros de esa fuerza tienen la autonomía social y política necesarias para defender la integridad, legalidad  y constitucionalidad vigentes y c) esto se ha demostrado empíricamente en varios países, cuyas fuerzas armadas y policiales se han negado a obedecer órdenes o inducciones contrarias a la institucionalidad.

INTERVENCIONISMO. La implosión soviética, el fin del colectivismo chino y la economía posindustrial, eliminaron el rol vanguardista del proletariado y socavaron la ortodoxia de las viejas izquierdas. Para llenar ese vacío -porque “sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria”-, los ideólogos de las nuevas izquierdas han producido refritos identitarios como el “bolivarianismo” de Chávez y el indigenismo plurinacional de Morales. Desde su rusticidad teórica, equivalen a la mutación del elaborado internacionalismo proletario de Marx en un intervencionismo crudo.

Maduro ya se jactó de su apoyo a la revuelta de 2019 en Chile y el rechazo de la propuesta constitucional plurinacionalista frustró  la estrategia de Morales. En paralelo, la reacción de diplomáticos peruanos top impidió que Morales, con el tácito apoyo del presidente Castillo, convirtiera al Cusco en la sede interventora de una “América Latina plurinacional”. La semana pasada, los gobernantes de México y Colombia dieron señales de talante intervencionista, calificando políticamente la caída de Castillo. Ojo, entonces, con la trampa de una integración regional ideologizada, que afecte la autodeterminación nacional.

IGNORANCIA. Vinculada con la indesmentible inexperiencia de Castillo, está una singular tesis de Lenin en su obra El Estado y la revolución. Dice que “las funciones del poder estatal se han simplificado tanto, que pueden reducirse a operaciones tan sencillas que son asequibles a todos los que saben leer y escribir”.

Si alguna vez tal tesis fue válida, gracias a la verticalidad del poder revolucionario, asumirla en las sociedades “tecnotrónicas” sería un democratismo extravagante. Sin embargo, con la decadencia de la propia democracia, los déficits de los sistemas educacionales y el poder de las redes sociales, están llegando al poder estatal demasiados políticos ignorantes. Ello, mientras leyes progresivas de la realidad muestran que un ministro del sector económico debe saber de Economía, un ministro de Salud tiene que saber de Medicina y cualquier militar o diplomático debe pasar años en una academia profesional.   

Habría que pensar, entonces -gracias a Castillo-, que un nivel mínimo de calificación intelectual debe exigirse a quienes pretenden gobernar en nuestros países. Es un “borde” que, de algún modo, políticos y expertos tendrían que atreverse a instalar.

*José Rodríguez Elizondo, periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021.

Periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021

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