La situación de violencia en La Araucanía y el Bíobío ya se acerca a las dos décadas y ha demostrado ser un problema insoluble para sucesivos gobiernos, todos los cuales han argumentado —palabras más, palabras menos— que la principal dificultad para ponerle fin radica en que allí existe un complejísimo conflicto étnico y social de raíces históricas.
Hasta ahora. Lo que explica la seguidilla de violentos ataques en esa zona del país durante las últimas dos semanas es fundamentalmente “una industria delictual” dedicada al contrabando de madera, ha dicho el subsecretario del Interior. Y aunque sin duda existen reivindicaciones reales vinculadas a la problemática indígena, agrega el intendente del Bíobío, no es aceptable “que se manipulen las legítimas demandas del pueblo mapuche para encubrir el ilícito del robo de madera”. El jefe regional tiene motivos para estar preocupado, claro, porque los “delincuentes” van ganando por paliza: 14 carabineros heridos y ningún detenido.
Lo curioso es que las víctimas de la violencia no protestan contra la delincuencia, sino contra el terrorismo, como lo hicieron el jueves pasado por primera vez en las calles de Temuco. El día antes había muerto un comunero durante el ingreso ilegal a un campo en un lamentable accidente (fue arrollado por un tractor) y los manifestantes temían que eso pudiera servir ya fuera como excusa para que las autoridades cancelaran la marcha suspirando de alivio, o bien como aliciente para que grupos radicales vinculados a la “causa mapuche” los atacaran durante el recorrido. Pero igual se juntaron cerca de dos mil personas provenientes de distintas localidades para decir “ya basta”.
Pues bien, esas víctimas de incendios a sus campos, ataques armados a sus casas, robos de sus animales, destrucción de sus propiedades, camiones quemados y agresiones a sus personas no marcharon pidiendo seguridad, como cuando el reclamo es contra la ineficiencia en el combate al delito, sino que hacían un llamado a la paz, como se sienten impelidos a hacer quienes se sienten amenazados por algo bastante más serio que una mafia de ladrones de madera. Por cierto, tampoco el oficial de Carabineros al que escuché coordinar la seguridad del acto con los organizadores parecía inquieto por tener que enfrentar a delincuentes —esa es su pega, después de todo—, sino por otro tipo de peligro.
Este Gobierno y los anteriores saben perfectamente que lo que hay en el sur de Chile es un conflicto violento de connotación indígena, no un brote de delincuencia particularmente severo. Pero hablar de esto último sirve para disimular el rotundo fracaso de sucesivas administraciones en preservar el Estado de derecho en una zona del país donde la indefensión de las víctimas y la impunidad de los victimarios se ha vuelto la norma, al menos en todo lo que se vincule al llamado “conflicto mapuche”.
Si detrás de los ataques estuviera fundamentalmente una “industria delictual”, ¿por qué el intendente del Bíobío insiste en que “la gran mayoría de los habitantes (…) quiere vivir en paz y repudian absolutamente los hechos de violencia”? Delitos y delincuentes hay en todo el país, pero no es casual que sólo en el sur tanto las autoridades como las víctimas coincidan en que lo primordial es recuperar la paz.
Lo grave es que la nueva tesis “delictual” del Gobierno no sólo es una estrategia comunicacional deshonesta, sino una manera segura de postergar la solución al problema de la violencia. Parece que la paz tendrá que seguir esperando.
Marcel Oppliger, periodista y autor de “Los chilenos olvidados: Hablan las víctimas del conflicto en La Araucanía”
FOTO: HECTOR ANDRADE/AGENCIAUNO