Si usted quiere hacerse una idea muy básica de los problemas reales de la educación chilena —los que no se discuten—, propongo el siguiente ejercicio. Escuche hablar por 15 minutos a los voceros del movimiento estudiantil secundario que está tomándose las calles exigiendo pautear la (mala) reforma del gobierno; preste atención a lo que dicen y a cómo lo dicen. Luego mire en YouTube otros 15 minutos de Master Chef Junior en versión española o australiana, que son las que yo he visto; fíjese en lo que los jóvenes participantes dicen y en cómo lo dicen.

La comparación le amargará el día. No se trata sólo de que los niños y adolescentes de allá “hablen mejor” que los de acá, que es lo primero que queda en dolorosa evidencia, sino de que se expresan con la claridad, sofisticación y seguridad de personas que poseen un buen arsenal de recursos intelectuales para hacerse entender. Dicho sin rodeos, lo que eso significa es que tienen herramientas más eficaces para pensar, o sea, para comprender el mundo y desenvolverse en él.

Bien sabemos que en Chile ocurre todo lo contrario y por ello urge hacer cambios de fondo en educación. Entonces, ¿por qué ha cobrado tanta fuerza la extraña noción de que esos mismos adolescentes que tienen una formación a todas luces deficiente pueden saber cómo corregirla? Sin duda no fue con esa lógica que los jóvenes concursantes ibéricos y australianos de Master Chef obtuvieron la educación de calidad que aquí seguimos soñando.

El argumento de que los estudiantes tienen derecho a opinar sobre el sistema en que se educan tiene sus límites, el primero de los cuales es el sentido común. Parafraseando términos confucianos, podríamos decir que “conviene a un orden armónico que sea el padre quien dé instrucciones al hijo, y que sea el maestro quien dé lecciones al alumno, no al revés”, pero en Chile hace rato que son los hijos/alumnos, con la aquiescencia de los padres/maestros, los que llevan la voz cantante.

¿Decir esto es reaccionario, dictatorial, troglodita? En verdad ni siquiera da para chapado a la antigua, porque no se trata de oponerse instintivamente a lo nuevo por amor a lo viejo, sino de apuntar al hecho elemental de que el conocimiento y la experiencia se transmiten unidireccionalmente desde el pasado hacia el presente (la sabiduría es otro tema). Esto no implica reverenciar irreflexivamente instituciones que para la Cones y la Aces deben ser algo así como concilios de ancianos, sino poner en perspectiva la suerte de absurdo culto a la juventud que ha impregnado el debate nacional sobre educación en los últimos años.

Desde luego, las sociedades democráticas reconocen que los jóvenes son individuos con mirada propia, dignidad inalienable y derechos esenciales. Pero esas mismas sociedades niegan a los jóvenes otros derechos, precisamente por ser jóvenes: no pueden votar, manejar, beber alcohol, tomar ciertas decisiones sin un apoderado, etc., hasta que cumplen la mayoría de edad. Nada de esto se hace por afán de “reprimirlos”, sino de velar por sus intereses (y los nuestros), sencillamente porque la sociedad estima que no tienen la madurez suficiente para comprender y enfrentar las consecuencias de sus acciones. Difícilmente, entonces, podrían ser lo bastante maduros para discutir las leyes que determinan cómo se educan.

En la distorsionada lectura que los estudiantes hacen de la democracia, el derecho a opinar es entendido como el derecho a imponer sus posturas. Los dirigentes estudiantiles no sólo quieren que los adultos los escuchen con respeto: para ellos, lo único democrático es que les hagan caso, y por eso advierten que no dejarán de marchar ni de impedir las clases hasta obtener lo que desean, empeñados en reeditar la épica de 2011 a toda costa. Como niños porfiados.

Si piensan así es porque el mundo adulto —padres, profesores, autoridades, políticos, opinión pública— ha legitimado la idea de que también es un derecho democrático tomar colegios (pasando por encima de los otros alumnos), paralizar el tránsito (pasando por encima de los demás ciudadanos) o sentarse en la discusión parlamentaria del presupuesto (pasando por encima del Congreso).

Para la educación, un riesgo de seguir en esta irresponsable espiral de corrección política es continuar haciendo reformas equivocadas. Para la democracia, la amenaza es la tentación populista de “subirse al carro” juvenil como estrategia electoral: ahí está como botón de muestra la inquietante recomendación de bajar a 16 años la edad legal para votar en comicios parlamentarios y presidenciales, y a 14 años para los municipales, hecha por senadores de la Nueva Mayoría.

Nada bueno puede traernos olvidar que los niños no deben mandarse solos, ni mucho menos al resto. Y habla mal de nosotros como sociedad el que hoy nadie se atreva a señalarlo en público por temor a que lo acusen de “no escuchar la voz de los jóvenes”… o a que lo tilden de viejo roñoso.

 

Marcel Oppliger, periodista, coautor de “El malestar de Chile: ¿Teoría o diagnóstico?”.

 

 

FOTO: VÍCTOR SALAZAR /AGENCIAUNO.

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