Para comprender mejor el actual proceso político que culminará en la elección presidencial y parlamentaria de fines de año es indispensable retrotraerse al año 2011, cuando surge con fuerza inusitada el movimiento estudiantil, que desde las calles deviene en protagonista estelar del escenario político y escribe un capítulo clave de nuestra historia reciente.

Entre ese año y hasta mediados de 2015 (cuando Revolución Democrática deja los puestos que ocupaba en el segundo Gobierno de Michelle Bachelet), el referido movimiento logra establecer las prioridades políticas en Chile y los principales lineamientos de las reformas que deben adoptarse, imponiendo un alto costo político para quienes no adhieren a ellas. Los objetivos del movimiento estudiantil, que enarboló la bandera de la gratuidad en un país de escasa tradición en materia de bienes o servicios gratuitos, desbordaron rápidamente el territorio de la educación, extendiendo sus ambiciones al ámbito constitucional. La Asamblea Constituyente, elucubrada con esmero intelectual por Fernando Atria, se erige como una de sus más ansiadas banderas de lucha.

En última instancia el movimiento estudiantil se propone el mayor de los objetivos al que se pueda aspirar en la política, a pesar de no ser un partido político y estar entonces fuera de ella: ni más ni menos que al derrumbe del modelo y su reemplazo por otro completamente distinto al que los chilenos, y la emergente clase media, habían conocido desde 1990. Es un “pidamos lo imposible”, que a fines de 2013 parece adquirir materialidad y contornos con la elección de Michelle Bachelet por una contundente mayoría, y la de un Parlamento con los votos suficientes para darle forma al nuevo modelo.

Pero muy pronto se tornó evidente que las cosas no iban a seguir los designios del guión elaborado por los estudiantes. Rara vez ocurre así cuando una estrategia política, que eso fue a fin de cuentas el proyecto de la Nueva Mayoría, tiene su base en un diagnóstico tan rotundamente equivocado. En pleno 2014, cuando quienes habían sido sus más reconocidos dirigentes ya ocupaban sendos escaños parlamentarios y la retroexcavadora daba sus primeros y ruidosos pasos espantando a los inversionistas -y a no pocos chilenos-, se iniciaba su declive inevitable, el fin natural de todos los movimientos ciudadanos que carecen de institucionalidad y capacidad de poder político más allá de las movilizaciones. El desgaste del movimiento estudiantil se pudo constatar en la última encuesta CEP, donde alcanzó un modesto 21% de confianza (consistente con los datos de otras encuestas de opinión pública), después de haber protagonizado un episodio extraordinario en el devenir político de nuestro país. Hay que retroceder a los años sesenta para encontrar un momento de similares características en Chile, la Marcha de la Patria Joven, que catapultó a Eduardo Frei Montalva a la Presidencia en 1964.

La clase media, esa mayoría indócil surgida precisamente de las entrañas del modelo neoliberal, le da la espalda a los aires de cambio que todavía soplaban con fuerza en 2014, en cuanto siente que el estancamiento económico puede tocar a su puerta y hacer trizas el sueño de la movilidad social, y a través de ella, de la inclusión. Seguramente los jóvenes estudiantes jamás escucharon esa elocuente cuña de la primera campaña de Bill Clinton, “Es la economía estúpido”, que ahora ha sido desempolvada en Chile para recordarnos lo mucho que el empleo y las oportunidades pesan para la gente. Incluso en el desarrollado Estados Unidos de 1992, para entonces en plena recesión, el crecimiento importaba y mucho. De hecho, con ese cáustico mensaje de campaña Clinton ganó la elección presidencial por un amplio margen.

La suma del movimiento estudiantil de 2011 y de una candidata extraordinariamente popular como Michelle Bachelet dio origen a una combinación imbatible en la elección de 2013. Pero se trata de un fenómeno político cuya replicación es altamente improbable en los años venideros. Casi se diría que es irrepetible. En la elección presidencial de este año estos dos factores, claramente excepcionales, ya no están presentes. Y las implicancias son vastas. Desde luego, estamos ante un proceso político radicalmente distinto al de 2013. Esta vez no hay un libreto épico como el de entonces -la gratuidad escrita a fuego en las calles por donde macharon cientos de miles de jóvenes- y lo cierto es que de haberlo tampoco está el intérprete indiscutido para ejecutarlo.

Y es que el crecimiento económico se ha transformado en el principal problema político en Chile. Si el país no crece en los próximos años, todo se enredará mucho más de lo que ya está. Estamos en camino de cerrar en 2018 un quinquenio de bajo crecimiento, lo que constituirá toda una novedad para una clase media que ha prosperado como ninguna en la región, al ritmo de una economía que siempre se empinaba, más temprano que tarde, por sobre el 3% de crecimiento anual y hasta doblaba esa cifra. Hay pocas posibilidades de que esto ocurra el próximo año, por lo que el enfriamiento será más largo de lo que la gente está dispuesta a tolerar sin más.

Pero el crecimiento no es el ingrediente favorito para elaborar un relato político, sobre todo en la izquierda. Ningún movimiento ciudadano lo hará su bandera de lucha. Resulta sintomático que la mayoría de sus precandidatos apenas se refieran al tema y, cuando se dan por enterados del problema, parecen confiar que algún viento a favor, por cierto el de los commodities, nos devolverá tarde o temprano al crecimiento perdido en estos años.

La dificultad de traducirlo en un activo o ventaja política no es menor y requiere de un liderazgo que en estos momentos no abunda en el país. Pero quien sepa hacerlo, interpretando el anhelo de la clase media de retomar la senda de la prosperidad, será con alta probabilidad el ganador de la próxima elección presidencial. “Chile cambió”, se repetía sin descanso en 2013, y vaya que lo ha hecho desde entonces.

 

Claudio Hohmann, ex ministro de Estado

 

 

FOTO: MATIAS DELACROIX/ AGENCIAUNO

 

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