La democracia es una forma de gobierno que tiene sus complejidades, y si bien goza de una general aceptación a nivel mundial, es evidente que en los últimos tiempos ha mostrado tanto sus potencialidades y valores como sus desgracias y problemas.

Basta mirar el auge del populismo en Europa y América Latina para darse cuenta de que ahí hay un problema no resuelto. La victoria de Donald Trump en Estados Unidos mostró esa curiosidad de que ganara el candidato con menos votos, pero con más electores, sistema que funciona en el gigante del norte, pero que sería incomprensible en otros lugares del orbe. En América Latina el comienzo del siglo XXI estuvo lleno de problemas asociados a gobiernos de alta popularidad, pero que no fueron capaces de lograr estabilidad política y logros económicos y sociales relevantes, mientras otros deambulaban entre la corrupción y la perpetuación en el poder.

Septiembre de 2017 nos muestra dos casos que merecen un análisis mayor sobre la democracia y sus problemas, así como la irrupción de fenómenos nuevos o la resurrección de viejas querellas internas en importantes países europeos, como son Alemania y España. Los germanos tuvieron sus elecciones el pasado domingo, para elegir gobierno después de un largo liderazgo de Ángela Merkel; los españoles están experimentando el hecho inédito de que una de sus comunidades, Cataluña, está llamando a una consulta para resolver la eventual independencia respecto de España.

En el caso de Alemania, ha habido tres noticias relevantes. La primera es la nueva victoria de Merkel, que da inicio a su cuarto mandato, aunque con una votación de poco más de 15 millones de votos, lejos de los 18 millones que obtuvo en 2013. Esto significa una victoria poco épica, con escasas celebraciones, que tiene algo de la parquedad y sobriedad que trasunta la líder de la Unión Europea. El segundo factor es la decadencia de la Social Democracia alemana, que se suma a la crisis general de las izquierdas europeas, como se pudo observar en las elecciones de Francia hace unos meses.

El tercer elemento, y que ha acaparado portadas y análisis en los últimos días, es el resurgimiento de lo que se denomina la “extrema derecha”, de la Alternativa para Alemania (AfD), que ha significado un verdadero golpe cultural en un país que experimentó la tragedia del nazismo como ningún otro. Esto se suma al resurgimiento de movimientos nacionalistas en Francia, Holanda y Hungría, entre otras naciones del Viejo Continente, que muestran uno de los desafíos más sensibles de las democracias europeas en la segunda década del siglo XXI. ¿Cómo enfrentar a los casi seis millones de votos de la Alternativa para Alemania? Es evidente que la resurrección del peligro neonazi por la vía electoral es un problema. Pero también es claro que las descalificaciones y protestas frente a su sede resultan insuficientes, considerando que han logrado una extraordinaria votación, en un sistema competitivo y con información. Con seguridad, como han afirmado algunos analistas, no se trata solamente de neonazis que levantan una opción distinta a las existentes, sino que también hay un voto de rechazo, pero que debe ser considerado y canalizado de buena forma si no se quiere que tome deriva violentistas, xenófobas y odiosas.

El otro caso es el de España, que enfrenta uno de sus momentos históricos más desafiantes. Cataluña, muchos de sus dirigentes y gran parte de la opinión pública han levantado un claro discurso separatista, el cual ha evolucionado derechamente hacia la independencia. No más España, sino una Cataluña autónoma, banderas propias y no españolas, una historia construida desde la memoria y la identidad local, una “comunidad imaginada” (Benedict Anderson) distinta a la que otros imaginan. En otras palabras, un grupo que ha decidido dejar de ser parte de una nación y manifiesta su voluntad de conformar una distinta. El mecanismo elegido es el referéndum separatista fijado para el próximo 1° de octubre. Con esto, la decisión toma un sello democrático, pero que violenta otra forma de identidad democrática principal, como es la Constitución de España, con lo cual ataca la legalidad democrática.

El desafío está planteado y la discusión se está dando en distintos niveles. La consulta popular, en este caso específico, sería lo que Daniel Gascón ha llamado asertivamente “un golpe posmoderno” (Letras Libres, 21 de septiembre de 2017). El asunto es simple: el gobierno catalán ataca la legalidad democrática, el gobierno de España la defiende. Como es obvio, el asunto no es meramente jurídico: hay tradiciones, un asunto de lenguaje, una historia. También la eficacia de algunos conceptos: “el sintagma del derecho a decidir como eufemismo de autodeterminación, la confusión entre el voto y la democracia, el prestigio de la rebelión contra el establishment, la extraña idea de que una democracia se convierte en una autocracia cuando no ganan los tuyos”.

Alemania está experimentando un problema propio de las democracias. Lo que vive España en cambio, es una crisis institucional que afecta no sólo a su régimen de gobierno, sino también a su propia esencia, a su Constitución, a su historia, a su identidad como nación. La deriva democrática de la consulta catalana es una expresión “popular” de un problema mayor que debe resolverse a tiempo, porque en la historia no basta con tener la razón, sino que es necesario actuar en el momento preciso, con la resolución que corresponde y la determinación histórica de conservar lo esencial.

 

Alejandro San Francisco, historiador, académico de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de la Universidad San Sebastián, director de Formación del Instituto Res Publica (columna publicada en El Imparcial, de España)

 

 

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