Las declaraciones que el arquero Claudio Bravo hizo hace algunos días no dejaron a nadie indiferente. Realmente no es posible hacer un juicio de valor respecto al contenido de las palabras del capitán de La Roja, ya que nadie sabe lo que sucede en la interna de una selección que mantiene la mayoría de los temas en estricta reserva.

Lo que llama la atención -y sí es reprochable- es la forma, el cómo se dicen las cosas, que en ocasiones suele ser más importante que el fondo. La desafortunada frase sobre el sobrepeso del preparador de arqueros o la defensa a un delincuente como Sergio Jadue nos hace pensar que detrás de todo esto se encuentra el ego, que en ocasiones se transforma en el principal enemigo de quien triunfa. Siempre es bueno recordar que la prepotencia, y la falta de humildad pueden transformarse en el muro que impide alcanzar otras victorias, volviendo al hombre en una especie de caricatura de lo que fue. Así como Gollum, aferrándose bajo cualquier circunstancia al anillo del poder.

Lo que pasa con Bravo no es un hecho casual, sino que representa la forma de actuar que en ciertos momentos caracteriza a la generación de jóvenes que nos formamos en un país que cambió antes de que pudiéramos darnos cuenta, muy diferente al de nuestros padres. Desde niños nos fueron acostumbrando a la competencia, nos dijeron que podíamos lograr todo lo que quisiéramos y nos entregaron diplomas hasta por participar, haciéndonos creer que éramos más especiales que el resto. Ese tipo de cosas nos ayudaron a creer más en nosotros mismos, lo que en parte explica también la racha de alegrías que nos ha dado la selección en los últimos años.

Pero toda moneda tiene dos caras y esa cultura de la competencia estimuló excesivamente el “yoísmo” y el individualismo, formas de vivir tan presentes en el Chile de hoy. Somos una generación con altas dosis de una frustración que fue apareciendo poco a poco, a medida que nos dábamos cuenta que el mundo era mucho más complejo de lo que creíamos cuando niños, que el “puedes lograr cualquier cosa que te propongas” tiene (como todo) ciertos límites. Y ahí aparece también el “exceso de futuro”, ese vivir pensando que la felicidad está en otro lado y en otro tiempo. Que cuando trabaje en lo que me gusta seré feliz, cuando logre esto o lo otro o cuando sea mi propio jefe. Somos personas que muchas veces viven su día a día planificando los años posteriores, incapaces de vivir el aquí y el ahora, como si el presente no existiera.

Otra de las cosas que identifica nuestra generación es que no comulga con esa cultura tan noventera de premiar el exceso de trabajo. Por eso, cuando el primer gobierno del Presidente Piñera se mostró como una administración todo terreno, que trabajaba 24/7, no nos pareció atractivo.

Por esta razón, uno de los grandes desafíos de este gobierno -y de la política en general- es traer de vuelta a esta generación. Lo que los jóvenes están buscando es un propósito, un sentido, una respuesta a la pregunta ¿para qué? Esa respuesta no la vamos a encontrar en el IPC,  las cifras del crecimiento o el porcentaje de desempleo; todas esos números tienen que ser parte de una nueva forma de ver las cosas que involucre no sólo la razón, sino que también la emoción y la épica. Para comenzar no basta con citar poetas o aludir a las estrellas; hay que partir fomentando diálogos constructivos, salir del Congreso y La Moneda para escuchar a la gente, sin máscaras electorales que lo impidan.

 

Guillermo Pérez Ciudad, investigador Fundación P!ensa

 

 

FOTO: FRANCISCO LONGA / AGENCIAUNO

 

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