Palabras más, palabras menos, la referencia era imperdible y los memes la recogieron al vuelo: “Las empresas nos cagan hasta con el papel confort”. Por estos días es difícil no estar de acuerdo.

Pero si los ciudadanos/consumidores tenemos buenas razones para estar indignados, los empresarios deben estar, además, muy preocupados por el nuevo golpe a la percepción de la economía libre entre los chilenos. Quizás no tanto los grandes empresarios, con más capacidad para copar mercados, financiar lobbistas y aprovechar conexiones políticas. Pero sí debieran estar nerviosos los dueños de empresas pequeñas y medianas, porque ellos tienen mucho más que perder —y menos recursos con qué defenderse— en un clima social que se vuelve hostil a nociones tan básicas como el emprendimiento privado, el valor del riesgo, la libertad de precios o la ganancia legítima.

Quien replique que es injusto que bochornos como el de la colusión papelera salpiquen la imagen de todas las empresas por igual —las grandes y las chicas, las honestas y las otras— no ha leído bien el debate nacional de los últimos años. Mejor dicho, no se ha percatado de hasta qué punto el llamado progresismo ha conseguido fijar los términos de la discusión pública en casi todos los ámbitos, de la desigualdad de ingresos a la gratuidad universitaria, de las “injusticias” tributarias al cuestionamiento moral del lucro, del rol de los sindicatos a la legitimidad de la Constitución. El proyecto político de la Nueva Mayoría ya no deja dudas sobre el poder que tienen las ideas para moldear la realidad.

Tampoco deja dudas sobre la escasa resonancia del otro gran conjunto de ideas —en términos generales, las del mundo liberal— en la conversación de los chilenos sobre su sociedad. Esto no quiere decir que el país sea “sociológicamente de izquierda”, como insisten algunos autores con más voluntarismo que buenos argumentos, sino que los recursos conceptuales que utiliza la mayoría para darle sentido a la realidad provienen de la cantera progresista. Esta es la llamada “derrota en la batalla de las ideas” que lamentan intelectuales, políticos y analistas vinculados a la derecha.

Lo cierto es que, como dijo Milton Friedman, “las grandes corporaciones en general no son defensoras de la libre empresa. Por el contrario, son una de las principales fuentes de peligro”. No se trata de que el afamado economista fuese enemigo de las grandes empresas per se, sino de entender que la suerte del capitalismo —es decir, la posibilidad de que genere más valor para más personas— se juega en la competencia verdaderamente libre entre todos los actores del mercado. De allí provienen tanto sus beneficios materiales como su justificación ética.

Por otro lado, cuando el clima de opinión se vuelve suspicaz hacia la empresa privada y los negocios en general, como estamos viendo en Chile, el primer reflejo de ciudadanos y políticos es encargarle al Estado que restaure la confianza mediante nuevas regulaciones, controles y sanciones. Lo cual es una paradoja, según Friedman, porque un Estado más interventor es el mejor amigo de los grandes actores económicos, no de los pequeños. Así, lejos de disminuir con la mayor intervención estatal, pueden crecer las condiciones que facilitan el mismo tipo de prácticas anticompetitivas que se buscaba desalentar. Una vez más, los chicos salen perdiendo.

Por diversos motivos, Chile está atravesando por una crisis de confianza en sus instituciones, incluyendo a muchas que fueron cruciales para el desarrollo de las tres últimas décadas. Escándalos como el del papel tissue empeoran ese cuadro, pero también ponen en evidencia que el trabajo de actualizar y defender las ideas que impulsan el progreso —en la economía como en la política— debe involucrar a mayor número y diversidad de actores, con fuerzas renovadas y con horizonte de largo plazo. No sólo por convicción ideológica, sino por su propio interés.

 

Marcel Oppliger, periodista y coautor de “El malestar de Chile: ¿Teoría o diagnóstico?”.

 

 

FOTOS: JORGE FUICA/AGENCIAUNO

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