Mientras todo Chile espera con ansiedad constatar si el Gobierno sacó adecuada lección del rechazo de su proyecto de reforma tributaria y entiende que dialogar no es negociar y que lo que le hace falta es esto último, conviene detenerse a reflexionar sobre otra iniciativa gubernamental que podría terminar convertida en un pantano del que nos resulte difícil salir: al gobierno y a todos.

El Presidente Boric ha decidido dedicar este año, completo, a la conmemoración del golpe militar de 1973. Como todos los aniversarios de ese episodio aciago de nuestra historia, sin duda el más trágico de todo el pasado siglo, este aniversario significará no un encuentro sino una confrontación entre las mismas posiciones que se enfrentaron entonces, con la misma pasión y crispación y, debo decir, probablemente con el mismo odio.

Sí, porque ese año fue el año en que la división entre los chilenos trascendió a la política y a los políticos y se instaló entre nosotros envenenándolo todo: las amistades, las familias, las instituciones. Una división saturada de odios que explicaron -nunca justificaron- las atrocidades que se cometieron luego, una vez que el trágico desenlace de aquel 11 de septiembre diera lugar a una dictadura que, sobre todo en sus primeros días, pareció presa de una locura criminal.

Son pasiones y odios que no amainan con los años. En un perfil del ya fallecido actor español Fernando Fernán-Gómez realizado por el escritor Antonio Muñoz Molina (“Retrato de un hombre raro”, El País semanal N°1.166), éste comenta que en sus memorias Fernán-Gómez “ha contado la sensación de luminosidad que sentía al salir de aquel país enquistado en las penurias de una posguerra eterna: en Francia e Italia, que habían salido de la guerra seis años después de España, ya apenas se notaban las cicatrices. En España, las heridas permanecían sórdidamente abiertas”.

Y es que las pasiones, las heridas y los dolores que producen las confrontaciones entre connacionales, no se comparan con aquellas que provocan los enfrentamientos entre naciones. Se prolongan por décadas y aún por centurias; quizás por siempre. Soy testigo de que ello ocurre aún hoy en España e incluso en Estados Unidos, en donde su guerra civil es ya mucho más que centenaria.

Esas mismas pasiones e incluso odios, anualmente revividos el día 11 de septiembre, esta vez se verán incrementados en nuestro país por la magia de los grandes números (cincuenta años), pero también por la decisión del Estado de convertir todo el año en una exaltación de ese penoso recuerdo.

Es como si se nos condenara, por decreto, a vivir un año entero reviviendo algo que no queremos volver a vivir. Un año completo hurgando en “heridas sórdidamente abiertas”. ¿Es una buena idea? No, no lo es.

Y no lo es porque los protagonistas de los hechos de esos años y sus descendientes y también quienes sin ser protagonistas ni descendientes observan hoy esos acontecimientos buscando encontrar la razón a unos u otros, tenderán a revivir esa confrontación exactamente como ella se daba en esos días. Y lo harán porque las razones detrás de la confrontación no están resueltas y probablemente nunca lo estarán. Y no lo estarán porque ambas partes seguirán sosteniendo que sus razones, sus valores y su moral frente a los hechos son las verdaderas razones, la verdadera moral y los verdaderos valores que explican y permiten un veredicto de justicia e injusticia, de razón y sinrazón, de bondad y maldad entre los protagonistas de hace medio siglo atrás.

Ocurrirá porque hoy en Chile nadie, o muy pocos, están dispuestos a aceptar que en los episodios de 1973 ellos o sus ancestros o sus partidos o sus ídolos políticos se equivocaron o que son responsables de los hechos que allí ocurrieron y que hoy decimos lamentar. Es más, son muy pocos o quizás ninguno los que estén dispuestos a aceptar que, en ese momento, las dos partes en conflicto tenían convicciones igualmente poderosas. A aceptar, desde una de las partes de ese conflicto, que la otra parte tenía razones, moral y un sentido de justicia que sentían con la misma intensidad y sinceridad con que ellos sienten la propia.

Desde luego se puede decir -y se me ha dicho- que, si bien lo anterior puede ser cierto, no es igualmente válido con relación a los crímenes y la vulneración de los Derechos Humanos perpetrados a lo largo de los años de dictadura militar y sobre todo en los primeros de esos años. Que esos crímenes sí tienen culpables, que sí existe una moral aceptada por todos que los rechaza y una jurisdicción legítima y también aceptada por todos que los puede y los debe castigar. Y yo estoy de acuerdo. Asesinos y otros violadores de Derechos Humanos, debidamente juzgados, deben castigados. Y lo han sido. Punta Peuco está llena de ellos e incluso ya hay quien ha muerto cumpliendo su condena.

Pero lo más probable es que el estado de ánimo que provoca el aniversario no sea uno que busque hacer justicia castigando a perpetradores, sino que, mediante la apelación a ese justo castigo, busque descubrir responsabilidades en el episodio político que dio lugar a ese 11 de septiembre. Que a partir de allí busque instigadores y complicidades en los crímenes y vilezas que ocurrieron luego. Pero ese tipo de justicia sólo puede ejercerse desde la perspectiva de vencedores, de la de aquellos que tienen el poder que se necesita para imponer una verdad propia. Porque en la realidad verdadera, todos son igualmente responsables o “culpables” de lo que ocurrió para que las cosas llegaran al 11 de septiembre de 1973, porque todos actuaron de acuerdo con convicciones que en su juicio estimaban legítimas.

En consecuencia, todos fueron responsables también de lo que ocurrió después, porque, finalmente, se es responsable de lo que verdaderamente ocurrió y no de lo que se creía o se esperaba que sucediera… Algo que no será aceptado ahora ni por unos ni por otros y probablemente no se acepte nunca.

Y no es, por cierto, el Estado el que debe ofrecer un veredicto de culpabilidad. Porque el Estado nunca será neutral: siempre será sujeto de las mayorías y minorías que orienten su quehacer y, en una democracia, esas mayorías y minorías, con distintas apreciaciones de lo ocurrido en 1973, serán siempre cambiantes.

Por lo mismo no corresponde a una mayoría eventual, o como en nuestro caso, a un Gobierno firmemente afincado en sus propias convicciones, dar veredictos o versiones oficiales. Ni tampoco abrir o estimular la confrontación, por muy buenas y positivas que sean o digan ser sus intenciones al hacerlo. Frente a los hechos de 1973, que no admiten veredictos, el Estado debería guardar silencio y, con ese silencio, buscar restañar heridas no obstante que ellas se empeñen en permanecer “sórdidamente abiertas”. La conmemoración, la búsqueda de verdades, la reivindicación de la memoria corresponde a la historiografía, a la literatura, a las artes, no al Estado.

Pero, ya está hecho: el Gobierno nos ha convocado y nos ha colocado en la penosa obligación de volver a confrontarnos. Esperemos que algunos, ojalá muchos, de quienes tengan alguna participación en esa confrontación rediviva, lo hagamos con el ánimo de admitir los errores cometidos de modo de contribuir a no volver a cometerlos. Que no lo hagamos con un espíritu vindicativo. Si lo logramos, aunque sea parcialmente, habremos logrado salir de ese pantano al que se nos está invitando a entrar y habremos contribuido, así sea en parte, a restañar las heridas.

Economista y escritor. Exsubsecretario de Economía y exembajador de Chile

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