No cabe duda que el Frente Amplio es el movimiento generacional más exitoso de las últimas décadas. Nacido a partir de triunfos universitarios -de la Nueva Acción Universitaria (NAU) en la Universidad Católica, el Movimiento Autonomista y la Izquierda Autónoma en la Universidad de Chile y otras casas de estudio- no limitaron sus inquietudes a los temas educacionales, sino que fueron desarrollando una visión de país, una comprensión histórica y un proyecto político de futuro. Ciertamente, también está conformado por otros grupos sociales, estudiantiles y políticos, caracterizados por su estilo directo, su juventud y capacidad demostrada en diversos escenarios.

Pronto, tras las movilizaciones de 2011, los jóvenes dirigentes estudiantiles irrumpieron como actores políticos, ingresaron al Congreso Nacional, formaron partidos y comenzaron a disputar diversos espacios de poder, con dos líderes reconocidos, con ambición, agenda y respaldo popular: Gabriel Boric y Giorgio Jackson.

A muchos les molestaba su estilo, que a veces parecía arrogante e iconoclasta; también sus lapidarias referencias al pasado reciente, que no solo afectaban a la derecha, sino sobre todo a la Concertación (las descalificaciones y burlas hacia Ricardo Lagos e ironías sobre Michelle Bachelet resultan ilustrativas, así como preferían marchar en vez de rendir una respetuosa despedida a Patricio Aylwin tras su fallecimiento). Incluso, no faltaron quienes torpemente criticaban que sus líderes no usaban corbata en el hemiciclo o eran extremos en sus propuestas. 

Sin embargo, los jóvenes frenteamplistas contaron a su favor con uno de los mejores tapabocas que existen en política: los triunfos electorales. A las victorias en el plano universitario y su crecimiento de representación parlamentaria, sumaron una frenética carrera hacia La Moneda, de la que no estuvo ausente una oposición muchas veces extrema y a veces odiosa contra el gobierno de Sebastián Piñera.

En el camino electoral debieron superar a las dos izquierdas tradicionales de Chile en el siglo XX: el Partido Comunista y el Partido Socialista, en cuya unidad el Presidente Salvador Allende cifraba las posibilidades de éxito de la revolución. Esas dos agrupaciones fueron derrotadas, en el lenguaje político, los liderazgos y en las primarias, para posteriormente pasar a reconocer el liderazgo y primacía del candidato y luego Presidente Gabriel Boric.

Todos esos procesos se desarrollaron en cuestión de pocos años o pocos meses, según el caso. Boric se transformó así en el gobernante más joven, con más votos y en medio de un momento histórico inédito en la historia de Chile, tras la Revolución de Octubre de 2019 y en medio del proceso constituyente. En realidad son demasiadas cosas, para un grupo político, en tan poco tiempo.

La victoria de un proyecto generacional, como resulta obvio, contribuye a reafirmar sus bases, sus ideas políticas y confirma sus liderazgos. Sin embargo, en diferentes momentos de la historia -con mayor razón en un contexto revolucionario y en una agrupación que también suscribe ideales de transformación social- uno de los principales problemas de los movimientos generacionales es su ensimismamiento, su soberbia, la creencia de que la mejor historia comienza precisamente con ellos, que el pasado es una colección de fracasos y traiciones. Es decir, vivir y actuar con anteojeras ideológicas, siempre limitantes y distorsionadoras de la realidad.

Se aplica aquí lo que el escritor británico C. S. Lewis denominaba el “orgullo cronológico”, ese que observa el tiempo presente y su clima intelectual con admiración, mientras rechaza el pasado con execraciones y menosprecios. 

La discusión ha renacido en Chile con ocasión de las referencias del ministro Jackson a su escala de valores morales, que “dista de la generación que nos antecedió”, porque enfrenta los temas con más sinceridad y menos conflictos de interés. En buena medida, esta reflexión responde a la lógica de las revoluciones, cuando la generación que desafía al poder no solo busca reemplazarla, sino también dejar atrás sus ideas, criterios de acción, prioridades y formas de enfrentar los problemas. De ahí que las revoluciones no solo impliquen un cambio de régimen, sino también de clase o grupo gobernante, así como -precisamente- de escala de valores.

Aunque en tiempo y circunstancias muy diferentes, revolucionarios de Francia o de América Latina insistían en este tipo de nociones. “El incorruptible”, era el apelativo que recibió Roberspierre, antes de pasar por la guillotina a los corruptos; el Che Guevara estaba convencido que en la nueva sociedad jugaban “un gran papel la juventud y el partido” para los cambios, especialmente considerando que subsistían “taras del pasado” en la conciencia individual (en “El socialismo y el hombre en Cuba”, reproducido en Escritos revolucionarios, Madrid, Catarata, 2016). La misma idea está presente en el notable “Balance Patriótico” de Vicente Huidobro (1925), cuando enviaba a “los viejos” a “sus casas”, apelando a “que venga una juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y esperanza”. El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) criticaba abiertamente a los “partidos parlamentaristas” (el PS y el PC) y se proclamaba la vanguardia de la revolución armada en Chile, en una clara ruptura táctica y generacional con las colectividades tradicionales de la izquierda.

Quizá por eso la década de 1930 fue tan rupturista, no solo de la década anterior, sino también respecto del siglo XIX, como enfatizaba el historiador Mario Góngora. Algo similar sucedió en los años 60 -juveniles y revolucionarios casi por definición, no solo en Chile, sino en el mundo entero- que definieron cambios de costumbres e ideas, propiciaron la reforma universitaria y dieron vida a nuevos movimientos políticos impulsores de transformaciones, y que mostraron recelos y críticas hacia las generaciones de sus padres.

En esto, conviene recordarlo, la historia suele ser veleidosa, y los héroes de ayer muchas veces caen en desgracia, o simplemente envejecen, un gran pecado para muchos jóvenes que carecen de perspectiva.

Esa era, precisamente, la crítica del joven y rebelde MAPU a Salvador Allende en la definición de la candidatura de la Unidad Popular: estaba “gastado”, se requería savia nueva. En la década de 1930, Eduardo Frei Montalva sostenía ser parte de “una sola fuerza en que se aúnan la experiencia con la intrepidez, donde se conserva lo sustancial, donde se corta fría y duramente si es preciso lo caduco” (Discurso del 12 de octubre de 1935, en la fundación del Movimiento Nacional de la Juventud Conservadora).

Pronto esos jóvenes romperían con el decimonónico Partido Conservador y clavarían su vista en el futuro, a través de una nueva agrupación: la Falange Nacional. Treinta años después -y siendo Presidente de la República- Frei debía lamentar las críticas y distanciamientos de la Juventud Demócrata Cristiana, más propicios a recordar al Che Guevara que al líder DC, y que pronto se sumarían a los grupos opositores a su administración. Para muchos jóvenes, había pasado a ser caduco y desechable, por su incapacidad para hacer la revolución.

En política, uno de los problemas de fondo del mesianismo generacional es su incomprensión sobre la necesidad de integrar no solo la experiencia del pasado, de los “más viejos”, sino también muchas de sus instituciones e incluso sus valores.

La República Romana clásica se consolidó en buena medida por su respeto a la “mos maiorum”, a la costumbre de los antepasados. Estados Unidos suele recurrir a los “Padres Fundadores” para muchas de sus grandes empresas, para fijar sus puntos de referencia y continuar su historia. Lo mismo debe ocurrir al revés: los mayores deben confiar en los jóvenes, los conocimientos nuevos, la energía renovada y formas de hacer política que incorporen el tiempo histórico nuevo. Al respecto, es evidente que la Concertación, cuyos éxitos fueron indudables, fracasó en su renovación generacional y manifestó en los hechos una clara desconfianza hacia las nuevas generaciones, al menos para asumir cargos relevantes en el Estado (como ministros o subsecretarios, por ejemplo).

En eso, es claro, también existió una incapacidad de la generación anterior para soltar el poder, tarea siempre difícil, aunque necesaria. Algo similar le ocurrió a las dos administraciones de centroderecha, así como a sus partidos, demasiado timoratos a la hora de producir una real renovación de sus cuadros. Quizá eso explique en parte la “rebelión” frenteamplista y su discurso rupturista, incluso sectario.

Cada generación tiene derecho a renovar y proponer, a desafiar y ocupar espacios, a reemplazar y competir políticamente. Pero resulta suicida y torpe autodefinirse como punto de referencia de valores y virtudes, dictar cátedras sin testimonios que sean equivalentes, en buena medida porque la política tiene sus lógicas de continuidad que resisten los cambios de época.

La lucha por el poder, los errores en la selección de equipos, la incapacidad de resolver problemas que se arrastran durante décadas, las contradicciones entre el discurso puro y la realidad más compleja, son dificultades que enfrentaron los gobiernos en el pasado, los sufre La Moneda en la actualidad y serán parte del futuro.

En esto no hay atajos ni excepciones, como enseña la historia y la experiencia, así como los errores ajenos, pero sobre todo los propios. Y, por cierto, así también lo permite apreciar una comprensión más humilde de la política.

Alejandro San Francisco, académico Universidad San Sebastián y Universidad Católica de Chile. Director de Formación Instituto Res Pública.

Académico de la Universidad San Sebastián y la Universidad Católica de Chile. Director de Formación del Instituto Res Pública

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