Cuando se busca el denominador común o elemento compartido por las distintas reformas educacionales que se han llevado a cabo en los últimos 10 años en Chile, salta a la vista uno en especial: ninguna se ha centrado en lo que pasa al interior de la sala de clases. A poco de cumplirse la década desde que se aprobara la Reforma Educacional y la Ley de Inclusión Escolar, y visto lo que ha significado su proceso de implementación, destaca el hecho de que la gran olvidada al baile haya sido, ni más ni menos, que la calidad. Pero ¿por qué ha sido así?

El fin al copago, la implementación de un sistema de selección por tómbola, el fin al lucro, el proceso de desmunicipalización, la creación de los SLEP y el hecho de que se haya mandatado a los colegios particulares subvencionados a transitar hacia entidades sin fines de lucro: todas estas reformas fueron de carácter administrativo. Ahora bien, no todas las reformas educacionales necesariamente tienen que estar pensadas para llegar a las salas. Al contrario: suelen ser procesos sociopolíticos complejos que suponen cambios administrativos y objetivos pedagógicos amparados en sistemas de valores y creencias, y por ende van más allá del aula (Ball 2017, Fullan 2016).

Sin embargo, la pregunta de fondo es por qué las reformas implementadas no han logrado, a la fecha, un impacto o transformación en las prácticas pedagógicas y en los niveles de aprendizaje. ¿Ha habido coherencia y consistencia entre las políticas públicas que se han desprendido de tales reformas? ¿Se preparó al sistema educacional para que pudiese sostenerlas? ¿Conllevaron, como era de prever, una instalación de competencias y capacidades para producir ese impacto? Atendidas las últimas mediciones (Simce 2022 y PISA 2022), pareciera que no.

Si bien se ha de considerar que durante dos años el sistema educacional sufrió los embates de la pandemia, y más de alguno podrá aseverar que el descenso fue menor de lo esperado o incluso por debajo del promedio de otros países, o que el impacto por la interrupción no fue tan mayúsculo si se le compara, la cuestión subyacente no deja de ser irrefutable: Chile está estancado en sus procesos de aprendizaje desde hace más de diez años, mostrando en algunas pruebas incluso un descenso.

El lector podrá esgrimir, en buena medida, que todas las dimensiones que aquejan al sistema educacional chileno obedecen a múltiples causas heterogéneas, y que se pecaría de simplista catalogar a la reforma del 2015 como la causante de nuestro presente. Más que mal, han transcurrido casi diez años. Quizás tenga razón en su argumento, pero pecaría de ingenuidad -si es que no de obcecado- desconocer el pernicioso efecto que ha tenido sobre la educación chilena el hecho de que durante tantos años se haya quitado el foco de la discusión en la calidad. Y la reforma del 2015 contribuyó fuertemente a ello, pues en lugar de abocarse a mejorar los contenidos, fortalecer la formación docente continua e implementar métodos de enseñanza innovadores y efectivos, se afanó por desterrar del sistema los que consideró eran la encarnación de todos nuestros males: el lucro y el mérito.

Por sobre la superficie, más preocupante aún es el simbolismo que esta realidad cobija: la pérdida del valor en la educación. Pareciera, a partir de los resultados, que da lo mismo si la persona asiste o no a clases. Y esto es, ante todo, lo más grave que encierra esta crisis: que social y culturalmente comience a enraizarse la percepción de que el proceso de igualación al que ha de propender la educación (no fue sino éste el motor que impulsó el auge y éxito de los liceos emblemáticos en su minuto) deja de importar; que la institución reglada y su misión de inculcar la universalidad de la cultura y la racionalidad, como lo señala Carlos Peña, pierdan la valoración y significación que conlleva.

Que sentarse a escuchar a un profesor es un acto que vale la pena, pues es la única vía de que dispone la modernidad para evitar que sea la cuna la que determine el destino de quienes la transitan.

Pedro Villarino F. – Pivotes

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