Hace algunos años participé de un grupo de trabajo para hacer propuestas en materia de modernización del Estado. Al entregar la propuesta, un ministro de Estado me dijo con escepticismo: “¿Otra más? ¡¿Para qué?!”. Tras ese afectuoso desprecio por el trabajo realizado hay una gran verdad y es que llevamos años discutiendo sobre modernización del Estado. Es cierto que se ha avanzado, pero hay diagnósticos y propuestas transversalmente aceptadas que no se concretan. Esta discusión cobra especial relevancia cuando, a propósito de la nueva Constitución, se pretende que el Estado tenga un rol mucho más intenso en el aseguramiento de derechos sociales.
El ex Presidente Sebastián Piñera señalaba constantemente que la discusión sobre más o menos Estado era irrelevante, y que lo relevante era cómo lograr un mejor Estado, más moderno, eficiente y eficaz. La pregunta es válida porque en la propuesta que trabaja la Convención Constitucional se le van a cargar al Estado una serie de tareas y facultades adicionales a las que ya, trabajosamente y a veces con dificultad, cumple.
Lamentablemente, hasta ahora la Convención parece haber desperdiciado la oportunidad. Es efectivo que, en lo sustancial, la modernización del Estado no requiere de reformas constitucionales; que, por ejemplo, el Estatuto Administrativo es de rango legal, y que hay muchas medidas que pueden adoptarse por la vía administrativa. Sin embargo, la Convención ha entrado tan detalladamente a regular ciertas materias, que hubiese sido una buena oportunidad para abordar la modernización del Estado de manera integral.
Por ejemplo, podrían fijarse principios como la evaluación de programas y políticas, y la modernización en sí misma, como un principio y mandato permanente para la Administración del Estado y los demás órganos y entidades públicas. Podría haberse dicho algo en materia de formación de capital humano y carrera funcionaria, tal vez el elemento más relevante en materia de modernización. Podrían mejorarse los conflictos de competencia entre diferentes entidades públicas, en vez de profundizarlos. Podría flexibilizarse la definición de los ministerios existentes. Podrían establecerse reglas para mejorar la calidad de la regulación. Hay diferentes opciones y fórmulas analizadas en la academia y el derecho comparado.
Sí hay que destacar las referencias a la integridad pública y el deber del Estado de promoverla y perseguir su infracción; y la consagración del principio de responsabilidad fiscal que debe guiar el actuar del Estado en todas sus instituciones y en todos sus niveles. Respecto de la consagración constitucional del Consejo del Servicio Civil, si bien se trata de una institución fundamental para una política consistente de recursos humanos en el Estado, es discutible que sea necesaria su inclusión y la de otros órganos, en la Constitución.
Pero, en definitiva, de acuerdo a la nueva Constitución tendremos un Estado más grande, al que se le crean nuevas estructuras e instancias, como las empresas estatales locales, y con el deber de promover y garantizar múltiples derechos. La pregunta es si el borrador que trabaja la Convención se hace cargo de las limitaciones del Estado actual.
Si se aprueba la nueva Constitución, la ciudadanía no la evaluará por su catálogo de derechos ni tampoco por la implementación de la compleja estructura que se propone, sino que la evaluará por su aplicación práctica y si, bajo sus principios y reglas, ahora sí el Estado será capaz de proveer salud y educación de calidad y excelencia; asegurar viviendas dignas, pagar mejores pensiones, y asegurar el derecho al buen vivir. A juzgar por la historia y lo que está proponiendo la nueva Constitución, no la tendrá fácil.
*Andrés Sotomayor es abogado.