La disputa por el poder en Bolivia vive un momento estelar. Podría decirse incluso que es muy instructivo. Se trata de una pelea a muerte entre Evo Morales y su sucesor, el actual Presidente, Luis Arce. Aún cuando este tira y afloja, con resultado incierto, tiene poco de florentino y mucho de siciliano, muestra episodios interesantes. 

En primer lugar, confirma que todas las disputas políticas exhiben asombrosos paralelos, sin importar la época, las circunstancias ni el sexo de quienes las protagonicen. El caso también deja en evidencia que la etnia, la raza o la tribu son cuestiones secundarias a la hora de disputarse el poder. Todas son despiadadas, combinadas con trazos sibilinos, y donde los costos en sangre no pueden ser descartados a priori.

En segundo lugar, y vista desde el punto de vista de la actual coyuntura política latinoamericana, la disputa que desangra al MAS boliviano, pese a sus tosquedades, deja meridianamente claro que las indofanías -esos armónicos paraísos precolombinos, tan de moda últimamente- no tienen una gota de celestial cuando resuelven sus líos políticos. A la hora de disputar el poder, no hay pulsiones selenitas ni marcianas; todo es terrenal. Las recriminaciones, acusaciones y amenazas son idénticas.

Por eso, la disputa entre el hermano Evo y el hermano Lucho ha derivado en pleitos personales, minucias familiares, envidias y rencillas por espacios de influencia. Roza lo mundano. Apenas uno escarba, encuentra que estos dos nostálgicos de la revolución cubana no tienen diferencias ideológicas ni programáticas. En lenguaje de la Guerra Fría, están viviendo “contradicciones en el seno del pueblo”. Así llamaba Mao Tse-Tung a los disensos al interior del partido. La práctica indicaba que el perdedor, si quedaba vivo, era mandado a un campo de reeducación. 

Sin embargo, la disputa en Bolivia tiene sus bemoles para los países vecinos. Como se sabe, tiene múltiples comunidades ancestrales, la mayoría recelosa entre sí y con conexiones directas hacia los países vecinos, incluidos el nuestro. Es justo admitir, además, la habilidad del hermano Evo a la hora de enredar a los países colindantes. Su estentóreo exilio en Argentina y su fuerte activismo durante la efervescencia observada en Perú hace algunas semanas, son buenos ejemplos. No fue por capricho que el Congreso peruano lo declaró persona non grata y pidió prohibir su ingreso.

Por otra parte, esta rencilla confirma la muy difícil viabilidad del modelo basado en un mandatario formal y otro de facto. La evidencia empírica sugiere que desembocan en quiebres aparatosos y peligrosos. Quizás el más dramático en el ámbito regional fue el protagonizado por Juan Domingo Perón y Héctor Cámpora en 1973, cuando, bajo el lema “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, se forzó la renuncia del Presidente electo para dar paso a quien en esos años se consideraba “la figura política más representativa”. Cámpora lo hizo tan a regañadientes, que más tarde, bajo el mandato de Isabelita, la viuda de Perón, le pasaron la cuenta por tan osada afrenta y lo expulsaron del Partido Justicialista. Cuando sufrió un atentado, optó por el exilio, falleciendo a los pocos años. 

Una singular excepción en esta materia ocurrió en el México de los años 20 con Plutarco Elías Calles, quien fue sustituido momentánea y disciplinadamente, por Pascual Ortiz Rubio, Emilio Portes Gil y Abelardo Rodríguez, quienes mantuvieron el reconocimiento a Calles como “Jefe Máximo de la Revolución”. Hasta el día de hoy, el esquema es conocido como maximato. Sin embargo, gracias a esa peculiar sabiduría colectiva del PRI -aquella extraordinaria dictadura perfecta como la bautizó Vargas Llosa- se aprendió la lección y, desde entonces, introdujeron un período presidencial de seis años, sin posibilidad de reelección. Además, adoptaron una ley no escrita para desterrar al presidente saliente de cuanto asunto público existiese, cautelando de eximirlo, a su vez, de cualquier irregularidad detectada a posteriori

En el caso boliviano, la ambición del hermano Evo pudo más y se adentró en una especie de orgía reeleccionista. Recurrió a cuanta argucia se puede imaginar. Sus logógrafos llegaron a decir que buscar la reelección una y otra vez era su “derecho humano”. Como se sabe, su cuarto intento derivó en un fraude escandaloso, provocando una crisis que terminó en el exilio. El hermano Evo temió el brazo de la justicia, pero seguramente temió más a las turbas descontroladas que, de cuando en cuando, se apoderan del devenir boliviano. Sin embargo, pasada la tempestad, su pretensión de retornar al palacio presidencial reverdeció. Creyó hacerlo realidad con la victoria del hermano Lucho en 2020, a quien consideraba una figura temporal.

Grande fue su sorpresa cuando su antiguo ministro hizo caso omiso de las sugerencias y se negó a dar un paso al costado. Intuitivamente, se estaba remitiendo al caso argentino. Evo quiso hacer del hermano Lucho su propio Héctor Cámpora.

La irritación aumentó al no allanarse a un plan B; cohabitar con Evo como “jefe máximo”. Entonces, la amistad se quebró irremediablemente y la guerra entre evistas y arcistas se desató.

Ahora que el movimiento renovador encabezado por Arce ocupa todos los puestos claves, el hermano Lucho es motejado de “traidor” y se le prodigan a diario epítetos de grueso calibre. Uno de los blancos preferidos del evismo es el hijo del Presidente, Marcelo Arce. Lo acusan de enriquecerse. El habiloso vástago sería quien maneja tras las bambalinas los hilos de la industria del litio. El arcismo no demoró en replicar en el mismo plano y le recordó al hermano Evo, dónde trabajan sus tres hijos y la naturaleza frágil que tienen los cargos públicos en Bolivia.

Pero la ruptura no es sólo retórica. Está la posibilidad cierta de choques armados con intensidad imprevisible. El hermano Evo ya ha fortalecido una milicia, llamada Ronderos, que controlaría en la zona del Chapare una superficie equivalente a Suiza. Allí, los de por sí exiguos servicios del Estado se encontrarían muy disminuidos. La evidencia más palmaria fue la frustrada visita del vicepresidente, David Choquehuanca a esa zona hace unos días. Para el evismo, los personeros oficialistas serían “espías” e “infiltrados”.

Por su lado, el bloque renovador ha llamado a sacar a Evo de la presidencia del partido, cargo que ocupa desde 1990. Sus prácticas serían “dictatoriales”. Hace algunos meses, en un acto partidario, un asistente le lanzó un sillazo que dio en la cabeza del expresidente, dejando en claro la gravedad de lo que se está incubando en Bolivia.

En la ruptura entre estos dos líderes falta aún un gran capítulo; la posición que adopte el antiguo vicepresidente de Morales, Álvaro García Lineras. Para sorpresa de su antiguo jefe, García pasó ahora a asesorar a algunos ministros de Arce. “Tú también, Álvaro” debió haber pensado Evo al enterarse de aquello.

Conocedores de las tramas bolivianas sospechan que García -el hombre que jugó a darle cierto espesor intelectual a la indofanía evista y que mantiene numerosas redes en los países vecinos- hoy estaría tratando de componer las cosas. Pero eso ya es tarde y, como García no es inmune a la magia del poder, es más probable que se haya instalado a esperar el desgaste de Arce para asumir él mismo la conducción de un movimiento quizás algo distinto en las formas. En todo caso, sin levantar las anclas desde el fondo de ese océano llamado nostalgia por la revolución cubana. 

Por ahora los dioses tienen a Evo sumido en la rabia y la impotencia. Mientras tanto, el hermano Lucho parece concentrado en tratar de concluir su mandato. Ambos saben que el país es turbulento. Nadie tiene garantías de nada. 

Autor de Mare crisium: complots y conspiraciones como mecanismo político para el relevo de cúpulas en los regímenes comunistas http://www.scielo.org.ar/pdf/relin/v27n55/v27n55a05.pdf 

Académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

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