No es fácil encontrar en nuestros días jóvenes que sientan y expresen gratitud hacia el mundo adulto. Muy por el contrario; las nuevas generaciones responsabilizan a las más antiguas de heredarles un mundo en crisis. Lejos de sentirse en deuda con los avances conquistados por las generaciones pasadas, muchos jóvenes experimentan que frente al legado político, social, económico y cultural que han recibido, su misión es realizar un sistemático proceso de deconstrucción. Los discursos juveniles en el contexto actual del estallido social son una muestra elocuente de esto. Naturalmente, este fenómeno impone una enorme presión sobre las relaciones intergeneracionales, que parecen volverse cada vez más antagónicas.
La creciente desconexión o falta de sintonía entre nuevas y antiguas generaciones es preocupante. Hace unos años, José Joaquín Brunner señalaba, en relación con esta problemática, que vivimos un corte o discontinuidad en la transmisión de sentidos, una verdadera ruptura generacional. En palabras del sociólogo: «Significa que la generación adulta no tiene un legado que transmitir. Ha llegado a un punto cero de su cultura. Tampoco domina las nuevas tecnologías. Sus ideologías parecen agotadas. Su autoridad está en cuestión. Su testimonio ha perdido legitimidad».
Frente a esta aparente crisis de las relaciones intergeneracionales -que es posiblemente uno de los múltiples factores que hace más arduo el diálogo ciudadano y la construcción de acuerdos en el Chile actual-, parece necesario llamar la atención acerca de dos cuestiones fundamentales. Por una parte, es preciso distinguir los conflictos y tensiones que son propios y naturales del encuentro entre generaciones distintas, de la configuración de una dinámica de antagonismo intergeneracional. Por otra parte, es esencial recuperar un ideal de convivencia intergeneracional que equilibre el valor de la memoria histórica con el de la crítica social.
En relación con el primer aspecto, es preciso señalar que la tensión intergeneracional no es solo un hecho natural, sino que es además necesaria para la renovación cultural. Si las nuevas generaciones no problematizaran los discursos y prácticas naturalizados por las generaciones previas, no existiría dinamismo histórico. Debemos reconocer el rol positivo que juega el disentimiento entre generaciones en el cambio social. En ese sentido, lo que preocupa en nuestros días no es meramente la expresión de tensiones y conflictos entre jóvenes y adultos, sino una configuración antagónica de sus legítimas diferencias, donde ‘la afirmación de los unos implica la negación de los otros’. En palabras de Pedro Morandé: «Desde luego, nunca la transmisión de la cultura se ha realizado de modo pasivo, puesto que las circunstancias sociales, en continuo proceso de cambio histórico, obligan a una constante reinterpretación de las orientaciones recibidas de otras generaciones. De ahí que se haya considerado la tensión intergeneracional como una de las fuentes del dinamismo histórico. Sin embargo, las diferencias generacionales de hoy se han potenciado y profundizado».
La preocupación ante un emergente antagonismo intergeneracional no implica, como ideal correctivo, un intento por eliminar los conflictos o contradicciones entre jóvenes y adultos. Tan solo creer en dicha posibilidad resulta profundamente ingenuo. La pregunta es, en cambio, cómo sustentar estilos de convivencia intergeneracional que, de un lado, permitan a las nuevas generaciones desarrollar una actitud libre y crítica frente al patrimonio recibido y, de otro, hagan posible la transmisión de la cultura, es decir, de la sabiduría y de la “memoria histórica”, de una generación a otra. La deconstrucción total del mundo adulto (así como su conservación inmutable) constituye una posición extrema y fantasiosa en relación con el proceso de transmisión y renovación de la cultura. Para que jóvenes y adultos puedan realmente colaborar en dicho proceso, es preciso combatir fuertemente los discursos y prácticas que promueven extremos que tienden al antagonismo intergeneracional.
En relación con el segundo aspecto -acerca de un ideal de convivencia que equilibre memoria y crítica- el papa Francisco ha insistido en la necesidad del diálogo cotidiano para lograr mantener unidas a las nuevas y viejas generaciones, permitiendo un flujo continuo entre presente y pasado. Francisco insta a los jóvenes a que hablen con sus mayores y conozcan sus raíces, no para encerrarse en ellas sino para tomar lo mejor y dar frutos. Complementariamente, a los mayores los ha llamado a cultivar una presencia que no acusa ni juzga, sino que escucha con una postura abierta. Solo entonces puede darse un aprendizaje mutuo, donde la memoria histórica y la crítica social se exponen mutuamente con respeto y libertad.
Cuando el diálogo cotidiano se encuentra evidentemente cortado se requieren esfuerzos mayores. Llamar a dialogar a quienes sienten que se han faltado el respeto o se han violentado mutuamente y esperar simplemente a que asistan de buena gana es ingenuo. Ahí donde la convivencia entre generaciones se ha roto, el llamado al diálogo es necesario, pero insuficiente. Se requiere también una equilibrada valoración de los errores y especialmente de las responsabilidades de ambas partes para poder pensar en recomponer la convivencia.
Del lado de las generaciones mayores es preciso reconocer, siguiendo nuevamente a Brunner, que buena parte de la herencia cultural que han traspasado a los jóvenes, éstos la experimentan como un legado altamente ambiguo y contradictorio, en el que junto con los beneficios de la técnica se heredan también los riesgos manufacturados por nuestra civilización; junto con el poder transformador, los escombros medioambientales; junto con los medios de autoridad, su falta de legitimidad; junto con el crecimiento, la desigualdad. No debe sorprender a los adultos que los jóvenes no sientan precisamente que han recibido, dice el sociólogo, una “tierra prometida”; incluso podrían sentir que heredan una “tierra baldía”, un mundo técnicamente más sofisticado, tal vez, pero cuyo sentido parece esfumarse en el aire. Frente a esta experiencia, es esencial que las generaciones mayores sean capaces de realizar una justa valoración de la crítica juvenil, reconociendo y asumiendo las responsabilidades que les competen por el mundo que han construido.
De lado de las generaciones más jóvenes, es esencial cultivar la conciencia humilde de saber que la historia no comienza con ellas y evitar caer en la absolutización del presente. En relación con esto, el Papa nos recuerdan que la existencia misma de la cultura depende de la construcción de una memoria en común y que ésta no puede existir sino a partir del acto de cada generación de retomar las enseñanzas de sus antecesores. Hay una necesidad básica de saberse deudor del pasado que no podemos eludir, no importa cuán mezquino se nos antoje dicho pasado. En palabras de Pedro Morandé, si los pueblos pierden esa referencia esencial a la tradición sapiencial que los ha constituido, debilitan la solidaridad intergeneracional que los sostiene.
El contexto presente nos exige resistir las tendencias al antagonismo intergeneracional -y al antagonismo social en general- y promover una convivencia capaz de equilibrar el valor de la memoria histórica y de la crítica social. Solo bajo estas condiciones será posible una colaboración efectiva entre jóvenes y adultos que permita abordar los grandes desafíos político-sociales que enfrentamos hoy como país.