No hace falta estar en la oposición y ser un implacable opositor para afirmar que el primer año del Gobierno fue un annus horribilis en toda la línea.
El contundente resultado del plebiscito fue una suerte de tsunami político cuyas réplicas todavía se dejan sentir con no poca fuerza sobre la nueva izquierda que “habita” en La Moneda. Para una administración que ató temerariamente su destino a un resultado positivo del referéndum, el Rechazo ha sido un trance casi imposible de sortear. Un escollo de esa envergadura no figuraba en sus mapas -aunque ya era plenamente visible cuando hace un año el Presidente Boric asumió el mando de la Nación.
Ninguno de los siete gobiernos desde 1990 se enfrentó a una coyuntura de semejante complejidad existencial. Para peor, aproximándose al momento crucial de la votación en las urnas, la nave gubernamental venía visiblemente escorada gracias a la incompetencia de su tripulación, la de menores pergaminos políticos desde 1990. Después del plebiscito se hizo urgente un recambio para corregir el rumbo sobre la marcha, uno que implicaba en los hechos el abandono del itinerario prometido en campaña y, sobre todo, una contención forzada de las pulsiones refundacionales que animaban a los inexpertos gobernantes.
Lo que no fue óbice para que el annus horribilis culminara con unos indultos incomprensibles, una decisión desprolija por donde se la mire, incluso si se acepta el móvil de la paz social que el Presidente invocó para concederlos.
Por cierto, después de transcurrido un año cualquier Gobierno podrá mostrar avances -es imposible que no los haya- y el del Presidente Boric no es la excepción. El problema es que la mayoría de esos logros, como el encomiable superávit de las cuentas fiscales y la no menos valiosa aprobación del TPP-11, tienen una baja apreciación en la gente y, en todo caso, palidecen en comparación con la suma de desaciertos materiales y simbólicos que el Gobierno fue acumulando a medida que transcurría su primer tiempo en la “casa donde tanto se sufre”.
Al iniciar su segundo año un nuevo recambio del personal se había tornado indispensable para corregir severos problemas de gestión en carteras tan relevantes como Relaciones Exteriores -donde la incompetencia se había tornado crítica. Pero incluso con un equipo más competente en los mandos el horizonte no se muestra auspicioso para el Gobierno ni mucho menos.
Y es que el futuro próximo se ha cargado de nubarrones de la mano de un temible convidado de piedra: la delincuencia que ha alcanzado niveles de gravedad nunca vistos entre nosotros. Lo que no hace tanto desvelaba a los habitantes de las zonas periféricas de las grandes ciudades se ha extendido como mancha de aceite a los barrios populares y acomodados, transformándose en un factor determinante de la agenda política y en motor de los liderazgos de cara a la próxima elección presidencial.
Si para cualquier Gobierno gestionar satisfactoriamente la seguridad ciudadana importa una alta exigencia, para el de Boric se trata de un desafío formidable. No sólo aflora nítidamente una contradicción vital entre los suyos, sino que una con el pasado reciente, cuando algunos de sus más connotados líderes renegaron de la policía y de cuanta iniciativa se quiso poner en marcha para contener el avance de la violencia delincuencial.
Ahora que la situación se agrava a ojos vista y se instala la percepción de haber alcanzado un punto de no retorno, es decir, cuando ya no parece posible volver a la “normalidad” ciudadana de otrora, el Gobierno se muestra superado por una contingencia que día tras día, sin dar respiro, despliega sus amenazantes contornos.
El gobernante que hace un año asumió con las más altas expectativas en mucho tiempo se encuentra en ese delicado momento cuando el margen de maniobra gubernamental se estrecha súbitamente y las opciones se vuelven binarias y dramáticas.
El Gobierno se desenvuelve ahora en modo de gobernabilidad reducida -en el sentido de su incapacidad para hacer aprobar las principales reformas que impulsa- nada muy distinto al que, forzado por las circunstancias, ejerció el Presidente Piñera, el archienemigo de la nueva izquierda, en su propio segundo tiempo.
Para colmo, el resultado del segundo proceso constitucional se ha tornado incierto y no es ni siquiera seguro que la Constitución -que nos sigue rigiendo después de ser desahuciada en 2020- vaya a ser reemplazada como quiso entonces el electorado (de votantes voluntarios).
En consecuencia, este será un largo segundo tiempo para un Gobierno que a poco andar perdió el rumbo y que intenta corregirlo con las mismas herramientas que antes de asumir el mando desechó sin reservas. Lo que queda por delante, tres años enteros, es un territorio desconocido pletórico de incógnitas.