¡Vámonos de aquí!
A pesar de que ha pasado una década, el mundo todavía no se ha recuperado de las heridas económicas que se autoinfligió hace 10 años para detener el Covid19, seguida por la larga guerra en el Este de Europa, que casi destruyó la capacidad del mundo de producir suficiente energía para sostener los niveles de prosperidad alcanzados en el siglo XXI.
Chile no ha escapado a la recesión de esta década. Los problemas básicos claman atención, pero los líderes gubernamentales prefieren no distraerse de su propia agenda activista, a la que dan prioridad por sobre las tareas más mundanas de gobernar y resolver las dificultades reales de la gente. Un resultado nefasto para Chile ha sido una «fuga de cerebros» sin precedentes.
El final del camino…
Poco antes de las 5 de la tarde, sonó el teléfono en la oficina de Enrique Merino. «¿Quién diablos será? Todavía trabajando a esta hora», pensó. Con los apagones eléctricos programados en Iquique para ese día, de 5 a 7 de la noche, las líneas de producción ya se habían detenido una hora atrás y los trabajadores de la fábrica y del almacén se habían ido a sus casas, y también su equipo directivo. Estaba solo en las oficinas, esperando que se apagaran las luces y con la esperanza de que a la batería de su notebook le quedaran, al menos, un par de horas de vida para poder avanzar en el plan de negocios que estaba preparando, en total oscuridad.
Vio en la pantalla del teléfono que la persona que llamaba era el Sr. Zheng, de Guangzhou. Seguro que eran malas noticias. La empresa de Enrique, Electro Solutions E-SOL Electric, le debía a Guangzhou Electronics 71 mil dólares por componentes pedidos en febrero pasado. Ya estaban en noviembre. El envío había llegado oportunamente, hacía meses. Las piezas se habían utilizado, según lo previsto, en los productos propios de E-SOL, pero la empresa aún no había pagado la factura de Guangzhou. Durante los últimos seis meses, Zheng le había enviado a Enrique una serie de e-mails cada vez más molestos preguntándole cuándo se liquidaría la factura. Enrique siempre le explicaba a Zheng que el Banco Central de Chile le había rechazado la solicitud para cambiar pesos por dólares estadounidenses, ya que el gobierno prohibía la salida de divisas del país. El Banco Central necesitaba todas las divisas para pagar la enorme deuda de Chile. Pero Zheng no aceptaba el pago en pesos chilenos, insistiendo en dólares o yuanes, y Enrique no había podido obtener ninguno de los dos.
Sintiéndose repentinamente cansado, mucho más allá de sus 60 años de edad, Enrique no pudo reunir la energía ni siquiera para levantar el teléfono y explicar la situación, sin cambios, una vez más. Entonces, dejó que sonara, hasta que Zheng aparentemente se dio por vencido y el teléfono volvió a quedar en silencio.
Aún sin haber aceptado la llamada, seguramente incómoda, se sentía muy agotado. Pero, sin importar cuán cansado se sentía, tendría que hacer un considerable esfuerzo para terminar esa misma noche su plan de negocios. Sabía que este documento podía ser clave para la supervivencia de su empresa, además de su sustento personal y probablemente también el de su matrimonio. Así, tuvo que recomponerse… Luego las luces parpadearon y se apagaron.
Una empresa exitosa enfrenta tiempos difíciles
Enrique había fundado E-SOL Electric en 1998 en Iquique, su ciudad natal. A lo largo de los años, la empresa se había convertido en uno de los mayores fabricantes de equipos eléctricos del país. Empleaba a 140 personas que trabajaban en dos turnos y generaba ingresos anuales por sobre US$30 millones, pero el entorno empresarial comenzó a deteriorarse a principios de la década de 2020 y ahora la empresa estaba al borde de la quiebra. Enrique creía que su única salvación residía en vender su empresa a un comprador extranjero. Suponía que Indian Power Equipment INPOW, un gran competidor con sede en India, podría estar interesado. Pero el balance de E-SOL era frágil por sus altos niveles de endeudamiento y Enrique sabía que no obtendría un buen precio por la empresa. Aun así, ésta podría ser la única forma de evitar el hundimiento final.
¿Qué había salido mal? Todo. Diez años antes, la empresa estaba en la cúspide. Era rentable y tenía una sólida reputación. Luego, la pandemia de Covid19 generó una gran disrupción en sus cadenas de suministro, su fuerza laboral fue enviada a casa y cerró las operaciones en su fábrica de Iquique y también los centros de distribución en Santiago y en Temuco. La empresa apenas sobrevivió. Cuando se reanudaron las operaciones, después de casi un año de inactividad, un tercio de sus trabajadores rehusó volver a sus puestos de trabajo. Las cadenas de suministro aún no funcionaban de manera eficiente y los precios de los principales componentes y materias primas de E-SOL habían aumentado un 20% en términos reales. Entonces, aunque la pandemia parecía haber terminado, la posición de la compañía seguía siendo extremadamente precaria.
Luego vino el conflicto en Ucrania, que redujo el suministro mundial de cereales y fertilizantes y desvió el petróleo y el gas que consumían los países desarrollados de Occidente. Escasa de alimentos y de energía, Europa se hundió en la recesión y el resto del mundo la siguió.
La actividad de la construcción disminuyó a nivel mundial, reduciendo drásticamente la demanda por cobre, el producto estrella de exportación de Chile y su principal generador de divisas. El gasto corriente de los consumidores cayó y también la demanda por litio chileno se agotó. El país debía establecer nuevas prioridades, apretarse el cinturón y resolver enormes problemas económicos, y todo esto estaba sucediendo justo en el momento en que Chile había decidido que quería experimentar, redactando una nueva constitución y eligiendo un equipo de jóvenes políticos sin experiencia para dirigir el país. El sentido de oportunidad no podía ser peor.
Al asumir el cargo, cuando la perspectiva económica del país comenzaba a desmoronarse, el nuevo presidente y su equipo se pusieron en acción, pero como solía decir Enrique, medio en broma, «se pusieron en acción, pero en el sentido equivocado». Sin experiencia significativa para abordar los enormes desafíos macroeconómicos y financieros, el gobierno se centró -en cambio- en materias de «justicia social» y pensó muy poco en la necesidad de medir la rentabilidad de sus iniciativas. El presidente y sus asesores querían ser vistos como personas de acción, por lo que continuamente tomaban decisiones, hacían pronunciamientos y emitían decretos, pero sin suficiente deliberación o investigación previa para justificar su implementación. Su frenética toma de decisiones sin ninguna dirección solo empeoró las cosas.
Errores económicos
En los primeros tres años de gobierno, la inflación en Chile había aumentado a casi el 35% anual y el tipo de cambio ya estaba en $1.400 por dólar. Cientos de negocios cerraron en todo el país, dejando sin trabajo a decenas de miles de personas. Las empresas que permanecieron en funcionamiento se enfrentaron a muchas regulaciones y requisitos burocráticos nuevos. Tan solo para continuar operando, les estaban exigiendo un nuevo permiso oficial denominado «Informe de impacto social y ambiental», cuya elaboración significaba grandes costos de tiempo y dinero. Una regla que, para sorpresa de nadie, condujo a un enorme aumento de la corrupción y de las prácticas de cohecho y sobornos en el gobierno. A una empresa minera con sede en Collahuasi se le negó un permiso porque su proyecto no había mostrado suficientes inversiones para frenar la desaparición de un glaciar cercano. ¿Tenía esto algún sentido? ¿Tenía sentido impedir que una empresa minera con más de cien empleados obtuviera ganancias tributables, generara divisas, y permitiera a cien familias alimentarse? Esto ya no era gobernar; era activismo puro, que se estaba saliendo totalmente fuera de control.
En 2026, el presidente anunció la fijación de salarios y precios como una forma de «detener» la inflación, pero esto solo impulsó la creación de un mercado paralelo ilegal, que surgió en casi todas las categorías de productos y servicios. Cuando era posible, la gente hacía trueques por las cosas que quería comprar y, cualquiera que quisiera ahorrar para el día siguiente, necesitaba cambiar pesos por algo concreto que mantuviera su valor. La posesión de monedas de oro era un delito, por lo que las joyas antiguas se convirtieron en la moneda alternativa de elección y depósito de valor. Eran portátiles, podían ocultarse fácilmente y mantenerse a salvo, y podían liquidarse en pequeñas cantidades, individualmente, para hacer las compras necesarias.
Ya en el año 2027, este mercado ilegal era el único lugar donde se podían obtener muchos artículos esenciales e incluso ciertos medicamentos. El agua y la gasolina estaban siendo racionadas, y se implementó un programa de apagones programados para conservar la electricidad en ciertas regiones del país. El gobierno no admitió que éstas fueran señales de fallas o emergencias, sino que las presentó como una señal de justicia y equidad para todos los chilenos, desde los más ricos hasta los más pobres.
«Equidad» fue, de hecho, la consigna de este gobierno. Pero como lo entendió Enrique, esto solo significaba dificultades compartidas. Era una filosofía que se extendía a todos los rincones de la vida chilena. Por ejemplo, en 2028 Enrique había querido ir a Santiago para operarse de una rodilla, pero no había cupos disponibles en el sistema de salud pública. Dado que todas las clínicas privadas habían cerrado hacía años, no tuvo más remedio que esperar su turno. Ya llevaba esperando cuatro años, pero al menos era un tratamiento “justo”.
Durante la última década, el desempleo había aumentado a niveles aterradores. Como era de esperar, las calles de las ciudades de todo Chile presenciaron una terrible anarquía a medida que se hicieron habituales los violentos disturbios y saqueos nocturnos. Durante el día había surgido un nuevo peligro: las bandas armadas asaltaban descaradamente las tiendas en robos rápidos y bien coordinados, mediante la técnica de “irrupción y saqueo”. El consumo de drogas era abierto y desenfrenado y no se veía a la policía por ninguna parte. Marta, la hermana de Enrique, era dueña de una boutique en Santiago y ella le había dicho que muchos dueños de tiendas finalmente se habían armado.
«¿¡Qué!? ¿Acaso tú también?», preguntó Enrique, asombrado y visiblemente preocupado. «Dios no permita que alguna vez dispares un arma solo para proteger tu propiedad: ¡seguro que irás a prisión!»
«Todos los dueños de tiendas entendemos que es una posibilidad», dijo Marta, «y ninguno de nosotros quiere lastimar a nadie o ir a la cárcel, pero si no podemos obtener protección policial o ayuda del gobierno, ¿qué más podemos hacer? ¿Cerrar?».
«Pero Marta, ¿de dónde sacan esas armas?» Enrique sabía que la tenencia de armas por parte de particulares estaba prohibida desde hacía varios años. Incluso para el personal de seguridad privada era casi imposible conseguir permisos para que portaran armas, aun cuando eran claramente herramientas de trabajo legítimas. Su hermana estaba cometiendo un delito grave.
«Enrique, no me hagas esa pregunta. Entre menos sepas, mejor».
Rompiendo con todo…
Al recordar esta conversación, Enrique sintió que su mundo se derrumbaba ante sus ojos. Es cierto que el mundo entero enfrentaba enormes desafíos, pero su amado Chile parecía especialmente incapaz de hacer frente a sus problemas. Incluso parecía que el propio país se estaba desmoronado irremediablemente.
Hacía seis años, un congreso de líderes indígenas en la región de Arauco había declarado su independencia de Chile, anunciando con orgullo «la nación más nueva del mundo, la República Popular de Wallmapu», la que aún no tenía constitución ni instituciones «nacionales» propias, aparte de una bandera y un himno. Ellos declararon la intención de «nacionalizar» todas las empresas de propiedad chilena en su territorio (que incluían las bodegas de E-SOL Electric en Temuco), cambiaron el idioma oficial del español al mapudungun y expulsaron a varias decenas de empleados del gobierno chileno, enviándolos a ellos y a sus familias «de regreso» a Santiago, a pesar de que la mayoría había vivido toda su vida en Temuco. Luego establecieron un estricto control de pasaportes en todas las antiguas fronteras provinciales, ahora «fronteras internacionales», y exigieron a los chilenos que obtuvieran visas de entrada. Afuera del edificio municipal de Temuco apostaron sus propio personal de guardia, fuertemente armado.
Enrique esperaba una reacción rápida de Santiago, pero se decepcionó. En vez de rechazar esta declaración de independencia y de arrestar a los líderes locales insurgentes, el gobierno había expresado a viva voz su empatía y solidaridad con ellos, creando una comisión para estudiar el asunto. «Dios mío», pensó Enrique en ese momento, «¿qué hay que estudiar? ¡Están dejando que el país se desmiembre! ¡Detengan esto!». Usando las atribuciones de la Ley de Medios, el gobierno prohibió a los medios utilizar términos como «rebelión» o «insurrección» para describir los acontecimientos. Incluso se les instruyó utilizar el título oficial de «presidente» para designar al autoproclamado líder de Wallmapu. Fue impactante. ¿Quería el gobierno que Chile se desintegrara?
Amante de la nación y de toda la cultura chilena -y asiduo visitante de Temuco-, Enrique sentía un gran cariño por esta región austral, pero consideraba una locura no reprimir, incluso por la fuerza si fuera necesario, un acto tan manifiestamente ilegal, incluso de traición a la patria. Pero no hubo reacciones en Santiago y ahora, después de dos años, el gobierno chileno seguía en negociaciones permanentes con los rebeldes (como los veía Enrique), lo que sólo le daba legitimidad a todo este triste asunto. Pensó, «¿Cuándo se pondrán serios estos aficionados de Santiago para abordar los problemas de Chile? Mejor aún, ¿cuándo se darán cuenta mis compatriotas chilenos y elegirán a alguien que en verdad pueda hacer el trabajo?».
No fue una sorpresa que el año pasado, un grupo de aimaras que vivían en los territorios de Bolivia y Atacama anunciaron que también ellos querían separarse. «¿Quién podría haber imaginado que después de casi 200 años, nuestro país podría desmoronarse en solo una década… y que el gobierno simplemente se haría a un lado y permitiría que sucediera?» Enrique pensó que todo esto era espantoso.
Buscando nuevos destinos…
Pero el país también se estaba desmoronando de otras maneras. Su talento humano se fugaba en una intensa diáspora. Desde hacía ocho o nueve años, miles de líderes empresariales y altos ejecutivos, académicos, médicos, ingenieros y científicos habían abandonado el país, mudándose al extranjero con sus familias para escapar de los impuestos cada vez más confiscatorios en Chile y así, comenzar de nuevo, en otro lugar, con mejores perspectivas. Con el mundo en crisis económica, política e incluso social, encontrar un lugar más prometedor no era tan fácil. Pero muchos emigrantes se dieron cuenta de que docenas de países estaban mejor posicionados que Chile para enfrentar la recesión mundial. El momento de salir era ahora, antes de que las cosas empeoraran.
Cada año, Europa y América del Norte atraían más y más a la población educada de Chile. En Florida, por ejemplo, había surgido el «Pequeño Santiago», que ahora era un bullicioso barrio al norte de Miami, con 15.000 chilenos trasplantados. En California, la ciudad de San Diego también había acogido a cientos de familias provenientes de la capital chilena. Algunos banqueros chilenos desempeñaban altos cargos en reconocidas firmas de las bancas de inversión en Londres, Nueva York y Ginebra, un equipo de neurocirujanos chilenos estaba realizando operaciones pioneras en un hospital de Berlín y una mujer chilena fue elegida alcaldesa de Madrid.
El último apaga la luz…
Ya eran las 9 de la noche, acababa de restablecerse la electricidad y Enrique daba los últimos toques a su plan quinquenal de negocios para E-SOL Electric. Lo enviaría a la oficina de desarrollo de negocios de INPOW en India a la mañana siguiente. Agotado, solo quería llegar a su casa, cenar con su esposa y luego irse a dormir.
Salió del edificio y caminando hacia su automóvil, notó que algo parecía estar mal. Estaba oscuro, pero pudo distinguir que al otro lado de la reja metálica que circundaba los terrenos de la compañía, parecía haber docenas de personas dando vueltas en círculos. Enrique supo al instante lo que esto significaba: diez días antes había llegado a Iquique la última «caravana ambulante» de migrantes, que los medios habían estado siguiendo desde que cruzaron ilegalmente la frontera en Colchane. Era el ingreso ilegal más numeroso registrado hasta el momento, de más de 7 km de largo, compuesto por más de 25.000 personas, en su mayoría bolivianos y venezolanos, pero también, como de costumbre, algunos haitianos, colombianos y africanos occidentales: eran refugiados endurecidos, muchos de ellos con antecedentes penales. ¿Se enfrentarían a él? ¿Solamente le pedirían comida? ¿O se llevarían su auto? ¿Le robarían? ¿Lo herirían? La primavera pasada, a las 2 de la mañana, cinco inmigrantes habían irrumpido en la casa de uno de sus vecinos, los habían asaltado a él y a su esposa, les robaron cerca de 10 mil dólares en notebooks, joyas y dinero en efectivo. La policía no había hecho nada.
Enrique sintió miedo, pero también tristeza y rabia al mismo tiempo. Sabía que estaba indefenso, pero no quería ceder —todavía— a la resignación total.