Lucía Santa Cruz, historiadora
Ser elegida para presentar un libro es un honor equivalente a ser solicitada como madrina de un hijo querido, aunque de una guagua que toma bastante más de 9 meses para ver la luz. Implica eso sí mucho más que un regalo de bautizo, porque, por lo menos para mí, significa leer varias veces el texto, tomar notas, analizar, meditar e intentar transmitir elementos que le hagan justicia, inciten a su lectura, manteniendo, así mismo, un cierto grado de objetividad y rigor.
En el caso del libro que nos congrega hoy, “La vuelta larga” de Gonzalo Blumel, por lo menos se trata de un libro que se goza, bien escrito, ameno, que recorre su vida, sus orígenes, su familia, sus primeros pasos en la vida pública, su experiencia en el primer gobierno del Presidente Piñera, su tiempo de preparación para el segundo, sus intentos como Secretario General de la República para lograr -en la ausencia de mayorías en el Congreso- implementar algunas de las medidas, pocas pero significativas, por la obstrucción sistemática de la entonces oposición y nos recuerda los avatares de la pandemia.
Nos hace transcurrir entre las ilusiones del servidor público, aspirando a un mejor país, y las miserias de la política: el fuego amigo, la intolerancia, la tentación permanente de ceder ante la presión popular, incluso a expensas de trasgredir la Constitución, la traición de los propios, la degradación de las instituciones, el abandono, incluso de los cercanos de los principios democráticos y del respeto por las instituciones. Sirvió para él de consuelo el respaldo de quienes (veo aquí al menos a tres) que desde la otra vereda se atrevieron a romper con sus tribus originarias para defender los cimientos de la democracia.
Escribe el libro como dice la cita de Irene Vallejos en El Infinito en un junco, que precede el texto, porque: “El incesante olvido engullirá todo, a no ser que le opongamos el esfuerzo abnegado de registrar todo lo que fue”.
Y, citando a Sergio Ramírez, deja en claro que su experiencia “está allí, en toda su majestad, en toda su gloria y su miseria, sus congojas en mi mente, y sus alegrías. Como yo lo viví, y no como me contaron que fue”.
Dicho todo aquello, como alguien formado en la disciplina de la Historia, no puedo dejar de hacer una pequeña reflexión sobre el valor de las memorias como fuentes para la historia. Obviamente aportan información invaluable, experiencias, emociones, sensaciones, detalles de la petite histoire que pueden ser muy reveladoras y que de otro modo jamás conoceríamos, con detalles y perspectivas ignotas. Pero es tarea del historiador analizar estas fuentes en forma critica. Las memorias como género son esencialmente subjetivas, la memoria es frágil, muchas veces selectiva, son un recuento de los eventos como ellos, los autores, los vivieron, son también interpretaciones, y por definición, el autor es el protagonista principal de ellos y puede que en consecuencia no haga justicia a otros actores en esos mismos eventos. En fin, los recuerdos difieren.
En este caso, sin embargo, sin traicionar lo que es la esencia de este género el autor ha hecho un esfuerzo particular por corroborar, investigar y dar crédito donde es debido en un esfuerzo de gran integridad intelectual.
El meollo
El meollo, el núcleo central del libro, como su nombre lo indica, es precisamente el análisis de cómo, porqué y con qué consecuencias se llegó en esos momentos cruciales, en que nuestra democracia tenía ya un pie en el abismo, a optar, contra vientos y mareas, por una salida política institucional, por medio de un Acuerdo por La Paz y una nueva Constitución. Oigamos al autor: “la vuelta corta consistía en eludir el problema político de fondo para conseguir, antes que nada, el restablecimiento del orden público, al precio que fuera, apelando —puesto que no había otra alternativa— a los estados de excepción y al uso de la fuerza, encargando el manejo de la crisis a las Fuerzas Armadas. Esa solución, que habría militarizado las calles y, seguramente, dado lugar a enfrentamientos graves, a muertes y heridos, a mi juicio no hubiera hecho otra cosa que agravar la situación. Peor que eso, también habría hipotecado, con nuevos traumas y desencuentros, nuestra convivencia cívica por las próximas dos o tres décadas. Tal como ha ocurrido en Chile antes. Tal como ha ocurrido en la región”.
“La vuelta larga consistió en la búsqueda de una salida política al conflicto, sobre la base de un acuerdo ampliamente consensuado. Este camino, que fue el que tomamos, ha sido mucho más prolongado y ripioso de lo que supusimos. … El diseño institucional, en todo caso, consultó la trabajosa negociación de un acuerdo por la paz y una nueva Constitución, el cual, como se sabe, no trajo la paz inmediata ni tampoco la Constitución que el país esperaba”.
El 18 de octubre
Las manifestaciones masivas del 25 de octubre, con reclamos de las más diversas naturalezas, en varias ciudades del país que, como nos dice el libro, aunó el veganismo al indigenismo, pasando por feministas, ciclistas, adultos mayores, animalistas, ambientalistas y barras bravas, es cierto que convocaron a más personas de lo habitual para este tipo de protestas, pero a mi juicio, se inserta en una serie de sucesos anteriores no muy disímiles. Lo que enfrentamos desde el 18 de octubre tiene un componente radicalmente nuevo, que no es cuantitativo sino cualitativo y que cambia la esencia de experiencias anteriores de protesta social. Los eventos que se inician el 18 de octubre con la violencia incontrolada en el Instituto Nacional y los atentados terroristas al metro, simultáneos, organizados, financiados y perpetrados con métodos altamente sofisticados, no pueden a mi juicio (que no necesariamente el autor comparte) ser calificados como “un estallido social” espontáneo, incitado por las carencias existentes, pues tiene todas las características de una verdadera insurrección popular de una violencia sin precedentes, sostenida y recurrente, con actos de terrorismo prácticamente en todo el territorio nacional, destrucción de espacios públicos y privados, saqueos, incendios a iglesias, ataques a cuarteles militares y comisarías, supermercados, universidades, funas indiscriminadas y arbitrarias, humillaciones a ciudadanos comunes y corrientes y disrupción de la vida cotidiana en general.
Esto significó la destrucción del orden público, del imperio de la ley y del Estado de derecho, que fueron los propósitos originales insustituibles de la creación del Estado. Pero terminó también por destruir la frágil amistad cívica mínima necesaria para que la democracia funcione; la confianza, que cimenta las instituciones democráticas y dejó nefastamente establecido que el fin justifica los medios, que la violencia es rentable, porque logra objetivos y ello, sin lugar a dudas, ha sido uno de los factores que explican el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la actividad criminal actual. En suma fue un momento en que la democracia estuvo a punto de perecer.
Previo a ese día los ministros preparaban los avances en los preparativos de las cumbres de la COP25 y la APEC, que traerían a Santiago a los principales líderes mundiales en cosa de semanas.
Se rumoreaba que Donald Trump y Xi Jinping podrían firmar en Chile la esperada tregua de la guerra comercial que venían sosteniendo Estados Unidos y China. Gonzalo relata que como gobierno estaban conscientes de que atravesaban un momento exigente: tensión política, una caída importante, aunque no grave, del apoyo en las encuestas, pero por otro lado, había ciertos avances en la agenda gubernamental. “Habíamos logrado sendos acuerdos con la Democracia Cristiana para viabilizar la reforma tributaria y previsional, la economía mostraba señales de estar recuperándose, el cuadro no era sencillo, pero permitía proyectar el panorama con cauto optimismo”.
El reporte elaborado por la Segpres esa mañana del viernes 18 de octubre, informaba que el día anterior había sido la octava jornada consecutiva de manifestaciones estudiantiles, No era la primera vez pero “la simultaneidad, masividad y violencia de las manifestaciones en esta ocasión describían un fenómeno nuevo y llamativo”. “Puertas de acceso arrancadas de cuajo, torniquetes hechos trizas, pantallas LED de los andenes lanzadas a las líneas electrificadas del tren subterráneo. Estaban destrozando las estaciones. En ese mismo instante supe que algo había cambiado. No sabía exactamente qué. Tuve una sensación indeterminada, una especie de presagio que señalaba un camino sin retorno, un viaje hacia un rumbo nuevo y desconocido”.
“Eran casi las dos de la tarde. Los televisores mostraban las primeras noticias de la destrucción. Mientras comentábamos las impactantes imágenes, sentí vibrar el teléfono móvil en el bolsillo de mi pantalón. Lo había silenciado durante la charla. Al mirar la pantalla apareció el nombre de la llamada entrante: el diputado Gabriel Boric. Intuí que su llamada tenía sentido de urgencia. ‘Gonzalo, lo que está pasando es serio’. Con un tono de voz que denotaba cierta angustia, me hizo ver que había estado en miles de protestas en sus tiempos de dirigente estudiantil y que conocía perfectamente la dinámica de esas situaciones. Cómo operaban, cuáles eran sus ritmos y cuáles sus lógicas. Pero me dijo: ‘Aquí hay algo nuevo, mucho más fuerte y violento’”.
El balance de ese viernes negro, concluye Blumel, fue devastador. No solo por los heridos, los incendios, los saqueos y el vandalismo. “Fue demoledor también por otros dos conceptos: porque medio país, en una masiva fuga hacia la insensatez para la cual todavía no encuentro explicación, hizo vista gorda de la violencia y, además, porque el Estado chileno, en términos prácticos, no pudo o no supo responder con eficacia frente a lo que estaba ocurriendo. En más de un sentido, ese día nos desfondamos”.
Ningún testigo del momento puede olvidar las transmisiones televisivas mostrando escenas devastadoras de destrucción mientras los titulares informaban de “Manifestaciones pacificas con incidentes aislados”. Ni olvidar tampoco que cuando se destruían los cimientos de la convivencia democrática no fue solo el Partido Comunista el cual, como queda claro en estas páginas, perseguía solamente la destitución del gobierno democráticamente elegido, sino que fueron también la oposición entera, con nobles excepciones, incluidos los partidos de trayectoria democrática incólume quienes callaron en el mejor de los casos, mientras otros implícitamente justificaron la violencia en cada instancia.
“Las pruebas de aquello eran múltiples: nunca las condenas eran tajantes (“son acciones legítimas de desobediencia civil”); siempre había una justificación contextual (“es una respuesta a décadas de abuso”); no pocas veces el apoyo era explícito (“cómo quieren que no lo quememos todo”); y, como regla general, no se dejó jamás de socavar el trabajo policial (“ya no basta con reformar, llegó la hora de refundar”)”.
“La prueba más palmaria de lo anterior fue que, a partir de octubre de 2019, el vandalismo callejero adquirió un nuevo estatus. Quienes fueron aprehendidos en ese contexto se transformaron, de un momento a otro, en “presos políticos de la revuelta”, quizás la mayor expresión del desvarío octubrista que se apoderó de parte importante del arco político del país”.
Más aún, en vez de intentar temperar las explosiones de violencia, se trataba de enardecer a la población con acusaciones falsas de centros de tortura en la estación Baquedano, o el uso de soda cáustica en los carros lanza agua. Se resistieron a aprobar las leyes para penalizar los actos de saqueos, barricadas y otros, y acometieron una persecución encarnada en contra de las autoridades democráticas que intentaban cumplir su mandato legal de mantener el orden público a través de una serie de acusaciones constitucionales infundadas, incluso en contra del Presidente de la República.
De este modo el gobierno se encontró en un dilema prácticamente insoluble entre el imperativo de restaurar el orden público, el Estado de derecho y el imperio de la ley y la posibilidad de que, al intentarlo, concitara mayor rechazo de la población por el uso de la fuerza y la represión. En la encuesta CEP posterior a octubre 2019 las personas se oponían a la violencia, pero también estaban en contra del uso de la fuerza pública.
Cuenta el autor, dando testimonio de la manera en que los acontecimientos públicos se tensan con las vivencias personales, que en un día critico, cuando el Presidente decide un cambio de gabinete, Gonzalo apenas alcanzó a llamar a su mujer: “’Mi amor, no tengo mucho tiempo’, fue la única introducción razonable que se me ocurrió, para luego agregar: ‘En un par de minutos voy a asumir como ministro del Interior, no me preguntes cómo sucedió’. Del otro lado, primero silencio; luego, un suave y casi inaudible llanto. ‘Perdóname, no podía decir que no’, le dije. No supe qué más decir. Llevábamos más de veinte años juntos, habíamos vivido casi de todo, idas y regresos, viajes, nacimientos, accidentes, escasez y abundancia, salud y enfermedad, pero nada se parecía a esto. Era como si estuviéramos viviendo vidas ajenas. ‘Tranquilo, amor, vamos a estar bien’, me respondió serena luego de unos segundos, con una entereza impresionante que ya quisiese haber sentido”.
Era el 29 de octubre, 10 días después del estallido o insurrección, cuando en un acto de generosidad y ante un hecho consumado que al parecer él no habría elegido (lo cual solo prueba el rol del azar en el desarrollo de los eventos históricos), Gonzalo Blumel asumía el Ministerio del Interior en los momentos más oscuros y dramáticos de la República de las últimas décadas. Para el novel ministro fue impactante constatar el estado de precariedad de las policías, las debilidades de los sistemas de inteligencia, y la falta de recursos y medios disponibles para enfrentar la violencia y el descontrol callejero, que ya llevaban diez días.
El 12 de noviembre
En mi opinión cuando se escriba la historia de estos sucesos el 12 de noviembre será, sin dudas, visto como el verdadero turning point en este drama. Es necesario recordar que ese, el día de mayor violencia, todos los partidos de oposición, desde el Comunista a la Democracia Cristiana, firmaron una declaración pública afirmando que “la ciudadanía movilizada” (vale decir la calle, no los electores que conforman la ciudadanía tradicional) había “corrido el cerco de lo posible” y que requeríamos una nueva Constitución “emanada” de esa misma “ciudadanía movilizada” para “establecer un nuevo modelo político, económico y social” y que “el proceso constituyente ya estaba establecido por la vía de los hechos”. En suma, se proclamó que la soberanía popular ya no residía en la Nación, menos aún en sus legítimos representantes en el Congreso que con ello abandonaban sus obligaciones como poder constituyente, sino en aquellos que se movilizan, pacífica o violentamente y que los problemas se resuelven, no por medio de la deliberación democrática, sino por la vía de los hechos consumados.
Más aún, según consigna esta obra “la declaración, que buscaba dar cuenta de la unidad opositora, afirmaba que cualquier acuerdo constitucional debía ser sobre la base de una asamblea constituyente, cosa que era explícitamente rechazada por los principales dirigentes democratacristianos hasta hacía cosa de horas. Fue, en simple, un portazo al diálogo, pese a que desde la oposición seguían insistiendo que este se mantenía vigente. La asamblea constituyente —lo habíamos conversado la noche anterior— estaba mucho más allá de nuestras líneas rojas. Por lo mismo, significaba que las tratativas para una nueva Constitución habían quedado en un punto muerto”.
Se cerraban por ahora las puertas de una salida acordada por todas las fuerzas democráticas. Nos cuenta Blumel que a eso de las 17 horas, ese 12 de noviembre el panorama cambió rápida y dramáticamente. “En cosa de minutos, en lo que parecía ser una minuciosa planificación, empezamos a recibir múltiples reportes desde todas las regiones del país que daban cuenta de un número cada vez mayor e inquietante de alteraciones al orden público. De las marchas y manifestaciones matutinas, pasamos a los saqueos, incendios, ataques a edificios públicos y fuertes y violentos enfrentamientos con la policía por parte de grupos de encapuchados. Hubo dos momentos críticos durante esa jornada de movilizaciones. El primero fue el ataque al Cuartel N°2 de la Escuela de Ingenieros Militares del Ejército en San Antonio, donde una turba de unas cien personas premunidas de piedras, fierros y bombas molotov derribó los accesos, ingresando al recinto y generando desmanes en los patios de la unidad. Paso a paso, la crisis social escalaba hacia lugares desconocidos para la democracia chilena. Estábamos cada vez más cerca de un desenlace sangriento”.
El Acuerdo por la Paz
La respuesta acaso la opción por la vuelta larga fue o no la correcta no es unánime y existen sectores en la derecha que siguen pensando que ese 15 de noviembre el Gobierno debió usar la fuerza en vez de abrir las compuertas constitucionales. El Presidente esa tarde optó, a mi juicio con sabiduría, por la búsqueda de una salida política e institucional a la crisis y ofreció un Acuerdo por la Paz, acordado con todos los partidos menos el PC y algunos del Frente Amplio (con la honrosa excepción del entonces diputado Boric quien firmó a título personal) sobre la base del fin de la violencia, aunque como queda perfectamente claro en el libro, esa paz fue precisamente la que el acuerdo no logró, pues los esfuerzos por destituir a Piñera a través de una acusación constitucional continuaron, con el voto de gran número de lo que supuestamente eran las fuerzas democráticas.
Comparto el convencimiento de Gonzalo de que si bien el uso de la fuerza era un derecho legítimo de quienes detentan o deben detentar el monopolio de la fuerza, esa alternativa no era viable, habría tenido consecuencias dramáticas en términos de vidas humanas y hubiese significado un golpe mortal para esa democracia que entre todos hemos construido.
Estoy convencida de que los sucesos posteriores, el rechazo masivo al intento refundacional de la Convención, el curso pacífico que tomaron los eventos, la restauración de un cierto orden cívico, un cambio notorio en el clima de opinión respecto a la violencia, demuestran lo acertada que fue la decisión gubernamental. Y el libro deja dos cosas claras. Gonzalo Blumel esa noche (con el total acuerdo de Rodrigo Ubilla, Carla Rubilar y Alberto Espina) no tuvo un momento de duda respecto a resistir la tentación de llevar a las FFAA a la calle a cumplir funciones que habían tenido poco efecto en la experiencia anterior; éstas no tienen el entrenamiento para el control del orden público ni existen protocolos adecuados respecto al uso proporcional de la fuerza. Para el Presidente, en quien en definitiva caía la responsabilidad de tomar la decisión final, la situación era de una complejidad que pocas situaciones en la vida traen consigo.
El relato nos permite concluir que Sebastián Piñera no actuó por impulsos emocionales ni por consideraciones pequeñas. La suya fue una resolución meditada en que evaluó los diferentes elementos de cada una de las opciones. Por cierto no descartó de antemano priorizar la mantención del orden público y de hecho, esa noche, en un momento conminó al Ministro de Interior: “Ministro, tenga preparados los documentos para decretar un nuevo estado de excepción”.
“Asegurar el orden público -afirmó con vehemencia- no es una facultad, es una obligación constitucional”. “Estos niveles de violencia no los podemos seguir permitiendo”.
Tras un largo y solitario meditación decidió el Presidente finalmente y en concordancia con los consejos de su ministro del Interior, llamar a un Acuerdo por la Paz y la Constitución. Al contrario de lo que muchas veces se ha sugerido, Blumel afirma que esa decisión no estuvo teñída por una reticencia de las FFAA. “No hubo ni una negativa ni un condicionamiento especial de los militares para cumplir con su deber. Por el contrario, todo discurrió por vías estrictamente formales, sin negociaciones ni transacciones de orden fáctico”.
Y así esa noche inolvidable se logra el acuerdo por La Paz. “Empezábamos a cerrar una puerta, la de las horas más aciagas de nuestra democracia, para abrir otra, inexplorada e incierta, que nos llevaría por un pasillo que sin duda sería estrecho. Escribiríamos una nueva carta magna que sería hija de estos tiempos recios. Opción que, pese a todo, significaba el triunfo de la democracia por sobre la revolución. Del diálogo por sobre la confrontación. La vía institucional en vez de la revuelta. Sería sin duda una vuelta larga, pero peor era no recorrerla. Me siento orgulloso de haber contribuido a que Chile tomara el camino a los acuerdos. Pienso que al hacerlo logramos quebrar o torcerle la mano a esa oscura fatalidad de nuestra historia que entregaba al país, cada cuatro o cinco décadas, a convulsiones y rupturas traumáticas, de las cuales emergíamos más heridos que antes y con cicatrices aún mayores a los que ya teníamos”, dice Blumel.
Yo me sumo a los agradecimientos de muchos a Gonzalo Blumel por su tenacidad y persistencia para no abandonar el camino de las instituciones y del diálogo y de la política y admiro su coraje porque tengo el convencimiento de que la búsqueda de la paz y evitar la violencia requiere de mucho más valor que la opción por la guerra, en que las consecuencias las pagan generalmente otros, distintos a los que la declaran.

Ernesto Ottone, cientista político
La sensatez de Gonzalo Blumel se manifiesta antes de que el libro comience. En esas pocas líneas que dicen “para tranquilidad del lector, este libro no incurre en la tentación de instalar otra teoría más sobre el estallido social”. A partir de allí, el lector, después de un suspiro de alivio, puede adentrarse con confianza en un relato de su experiencia ministerial en tiempos tumultuosos, los más duros después del retorno de la democracia a Chile. Tiempos, como dice Alejo Carpentier en El siglo de las luces, “nacidos para diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus”.
Chile tuvo suerte que en esos tiempos, junto al jefe de Estado, no hubiera un señor de la guerra, un condottiero, un personaje sanguíneo, un hombre de trincheras que ante una revuelta cuyos límites era imposible imaginar, renunciara a buscar el orden, la pacificación y el regreso de la razón, abandonando el uso de las armas de la política y escogiera en cambio la política de las armas.
Por el contrario, había un demócrata convencido que incluso en medio del ruido y la furia quería comprender lo que sucedía. Buscó respuestas complejas, capaces de contribuir desde su responsabilidad al logro de una salida pacífica y lo menos dolorosa posible para recobrar la convivencia democrática. Es ese empeño el que se sitúa en el corazón del relato de su libro. En él no hay frases categóricas, odiosidades hacia quienes pensaban diferente, certezas de contener una verdad sagrada, indiscutible. La lealtad a su gobierno no era una lealtad partisana, era una lealtad de Estado. Es el relato sereno de una tempestad.
Si bien el libro transmite al lector a través de una buena escritura, directa y sin recovecos, momentos angustiosos, nos muestra una mirada aguda por parte del autor acerca de la naturaleza humana de los actores, de su doble dimensión siempre presente en los seres humanos, el ángel y la bestia, como nos dice el filósofo francés Blaise Pascal, la mezquindad y la generosidad, la decepción y la admiración. El relato se vuelve profundamente humano con la presencia de sus afectos, de sus cansancios, de sus desilusiones y de sus dolores.
Las miradas a la infancia y a la primera juventud son contadas con naturalidad, sin hazañas, sin iluminaciones. Recorre un camino esperable de alguien estudioso y responsable, con un sentido público que se construye de manera casi apacible. Confiesa que para él, primero vino la convicción liberal y después el mundo más ancho y ajeno de lo social, de la búsqueda de la justicia social. Nadie en Chile, ni en el gobierno ni en la sociedad, esperaba una revuelta como la que hubo. El gobierno estaba algo distraído, pero también la oposición y también las instituciones y también la sociedad.
Solo con los ojos de después, se pudo ver que pese al gran impulso propulsivo de los primeros 20 años de democracia, que mejoraron los indicadores económicos y sociales como nunca en nuestra historia, todavía quedaba un largo trecho para alcanzar el umbral del desarrollo.
El ritmo había bajado, las tendencias positivas perdían velocidad y los proyectos colectivos comenzaban a desmigajarse. Personalismos, clientelas, corrupciones en instituciones públicas, privadas y morales mostraron la cara oscura de la luna y ella no lucía bien. En las calles se expandía un maximalismo que rechazaba con desprecio el camino recorrido. Recién hoy esa mirada injusta ha debido ser reconocida por algunos dirigentes de entonces que hoy lidian a duras penas con el poder como producto de un velo ideológico que sólo les permitía ver el lado oscuro de la realidad y que pese a sus traspiés tenía aspectos mucho más positivos que negativos.
La caída del impulso inicial explica las frustraciones de quienes veían mermadas respuestas a sus aspiraciones. Esas aspiraciones que surgen cuando se ha logrado avance, como decía Alexis de Tocqueville en los primeros años del siglo XIX, “cuando más se tiene, más se nota lo que falta”.
La masiva manifestación pacífica del 25 de octubre del 2019 es descrita sin animosidad por Gonzalo como “una suerte de mosaico humano multitudinario y anónimo a medio camino entre la rabia y la esperanza con consignas de distinto orden y entidad”.
Lo que no tiene explicación ni justificación alguna es lo sucedido antes, el 18 de octubre del 2019 y los días que siguieron. La destrucción del metro, el vandalismo, los estragos en las ciudades, la devastación de colegios, de museos, de comercios y embajadas. La destrucción de los centros citadinos, los saqueos y más tarde, la implantación de rutinas desoladoras y más grave aún, las amenazas de derrocamiento del gobierno y de las instituciones. Ello no se explica ni por la desesperación ni por la necesidad, tampoco por la magnitud de los problemas existentes. No dan, las cifras no dan.
Fue una voluntad de arrasamiento en la que se mezclaron extremismo político, anarquía, barras bravas, organizaciones de desarraigo juvenil y adolescente. Aquello que un revolucionario, no demócrata, pero un intelectual serio, como Carlos Marx, llamaba ya en el siglo XIX, lumpenproletariado. Y que lo describía como “vástagos degenerados y aventureros de la burguesía. Vagabundos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos. En una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman, elegantemente diría yo, la bohème”. Claro, se le fue la mano, creo yo, a don Carlos, con los respetables organilleros, afiladores, caldereros, pero eran otros tiempos. Él describe bien esa masa de maniobra, utilizada para sus propios fines, por demagogos y oportunistas de pelaje muy grueso.
No estaba el país preparado para eso en sus instituciones del orden, como bien lo relata Gonzalo. Se cometieron errores, y también exceso en la respuesta, pero de otra parte, se extendió un manto de buenismo y de justificaciones de los destrozos por parte de las bellas almas, que justificaban los destrozos. Ello se extendió a un mundo político entre acobardados y estupefactos, sobre todo entre quienes tenían responsabilidades de Estado como dirigentes de la oposición.
Se requería en quienes dirigían, una convicción serena que no cediera ante la revuelta, pero que tampoco pusiera oído al otro extremo, el del orden a toda costa, pase lo que pase. Existía, sin embargo, un patrimonio construido desde la recuperación de la democracia, que permitió dar lo que Gonzalo llama ‘la vuelta larga’, que abrió paso a una salida imperfecta, por supuesto, como son las salidas políticas, no hay salidas políticas perfectas, pero que pudo cambiar el tono, redimensionar hacia abajo la violencia, gracias al tejido institucional del mundo civil y la disciplina republicana de las fuerzas armadas y de orden.
Se fortalecieron entonces las voces y actitudes diversas de quienes consideraban la democracia como un valor permanente y su defensa como una tarea de todos. De pronto, cuando no se apagaban del todo los tizones, una catástrofe global nos recordó que no éramos un mundo en sí mismo, sino un pequeño trozo de la especie humana. Arribó a Chile el miedo y la muerte, y en un país en el que todo parecía dividir, hubo ante la pandemia la necesidad de unir.
Gonzalo muestra humor y realismo, cuando la compara con la campana que salva al alumno que no conoce la respuesta o al boxeador que está con la mirada perdida en medio del ring y suena el gong. Al gobierno se le abrió una gran oportunidad, lo decisivo es que lo hizo bien. Hubo errores ante lo desconocido, pero los aciertos fueron mucho mayores.
El discurso de los violentos, de que habitábamos un país invivible, comenzó a perder credibilidad. El Estado mostró también sus fortalezas y comenzó poco a poco a aumentar la confianza social. Chile pasó bastante bien la pandemia, pese al desordenado cuadro político y a un populismo rampante. Apareció lo mejor de nuestro pueblo, la solidaridad en los momentos duros. Las recientes cifras de descenso de la pobreza y desigualdad, pese a su composición y a su compleja sustentabilidad, nos habla también algo de esas fortalezas que vienen desde atrás.
Claro, a Gonzalo le tocaron momentos muy duros, críticas muchas veces injustas de sus adversarios y también de su propio sector por algunos que nunca comprendieron su serena firmeza y sus profundas convicciones democráticas. Unos y otros debieran repensar lo que entonces no fueron capaces de comprender. Ya fuera del gobierno, actuó con discreción, con lealtad y con dignidad. Se dedicó a pensar de manera peripatética, aunque no alrededor de un patio, sino subiendo cerros.
Ello afortunadamente alimentó este libro con el mismo método con que llevó a cabo su acción política, con templanza, analizando los profundos cambios del electorado desde un extremo a otro, señalando la necesidad de estabilizar la gobernabilidad del país y la necesidad de lograr acuerdos que permitan enfrentar los desafíos del futuro. La historia sigue, nos dice, y muchos problemas continúan abiertos. Las crispaciones no han concluido y las percepciones existentes no generan el mejor hábitat para la democracia.
En uno de los pocos momentos en los que Gonzalo no reflexiona sobre lo que podría haberse hecho mejor, señala: “Me siento orgulloso de haber contribuido a que Chile tomara el camino de los acuerdos”. Así es, Gonzalo, puedes estar orgulloso. Te lo dice alguien que ha recorrido una ya larga experiencia intelectual y política diferente a la tuya, aunque no contrapuesta. Puedes estar orgulloso de haber puesto siempre tu convicción democrática al servicio del país. Eres joven y estoy seguro que esos servicios no han concluido. Lo que es yo, me alegro de ello.
Joaquín Fermandois, historiador
Conocí a Gonzalo hace 11 años en un seminario. Me lo presentaron como un joven que trabajaba en el gobierno y se notaba una persona que quería aprender, que quería estar como un joven interesado en la cosa pública. Muy respetuoso, de gran curiosidad intelectual, pero se le notaba también seguridad, no inseguridad. Y eso, digamos, todas esas cualidades, las demostró de sobra en todo este periodo y en esta tremenda prueba que vino el 2019 y el 2020.
Chile tiene una velocidad de alrededor de 40 años en las crisis. América Latina también es así. En Chile tuvimos ahora 20 o 30 años de paz relativa y todos los periodos de paz, al final, relajan el entusiasmo por lo público y crían, de alguna manera, una forma también de crisis.
En el caso de Chile, yo pienso que sucedió que resultó el sistema con una izquierda comprometida con el sistema, una izquierda democrática en el gobierno y con una derecha fuerte de oposición y que cooperaban. Cuando se invirtió esto, algo comenzó a pasar, algo sucedió. Pienso que las derechas tienen menos experiencia política que las izquierdas y esto es especialmente cierto en Chile. Primero vino el 2011 y después sabemos todo lo que sucedió en 2019.
(…)
El libro es un poco del género de memoria. Me acuerdo que yo hace 42 años, en columnas en El Mercurio, escribí que en Chile faltaban autobiografías de personajes públicos y de políticos, porque era una forma de aprendizaje. Después, en los 90, en los treinta años, vino una oleada enorme. Demasiadas memorias. De diversas categorías, naturalmente.
Creo que las memorias pueden ser una justificación, pueden tener carácter apologético, o puede ser también una denuncia o diatriba. Hay denuncias inteligentes y apologías inteligentes. Yo creo que esta está, naturalmente, entre esta última y, al mismo tiempo, una gigante autobiografía de un momento de la vida y un momento de la acción. Creo que lo que sale reflejado en el libro es algo interesante.
(…)
Algunas cosas del libro, algunos pasajes, yo los comenté en el prólogo. Por ejemplo, la dificultad que había para hablar con la oposición en ese momento. Pero por otro lado, me dio una sorpresa la Democracia Cristiana que cooperó mucho en tratar de buscar una solución. También el rol de Jaime Quintana, famoso por la retroexcavadora, pero en realidad bastante más moderado que esa expresión que se hizo tan famosa.
Gremios como el Colegio Médico y el Colegio de Profesores, lo único que quisieron y lo expresaron e hicieron todo lo posible para que cayera el gobierno. Eso fue una cosa absolutamente increíble.
(…)
Yo difiero de Gonzalo en un pasaje. Yo creo que las palabras del general Iturriaga (“No estoy en guerra con nadie”) no eran correctas, no debió haberlo dicho porque generó un mal momento. En el libro se muestra también la otra parte de la historia, de que esas palabras ayudaron al gobierno en ese momento. Tal vez el Presidente lo debería haber dicho al revés, “alguien nos ha declarado la guerra”, porque eso era, así era la situación y eso duró varias semanas y fue una situación sumamente grave y un intento de crear una guerra civil con las consecuencias de una guerra civil.
Y ahí viene la “apuesta”. Porque toda decisión finalmente es una apuesta. Salió bien esta apuesta de “la vuelta larga”, de negociar un cambio constitucional. Yo no creo que las constituciones hagan ninguna realidad, pero mito más poderoso en la historia de América Latina no hay ni habrá, entonces hay que resignarnos a veces a usarlo. Y se usó y resultó. Pero pudo ser de otra manera también.
(…)
La Convención pudo haber tenido éxito en su Constitución, si el proceso hubiera sido más corto o se hubieran cometido menos errores. Mi convicción es que si eso hubiera pasado, estaríamos en un camino chavista, un poco sin retorno.
(…)
A muchos no les gusta lo que está pasando ahora, “la vuelta larga”, otros me dicen ‘qué mal está Chile’. No sé, yo como historiador veo los 200 años de la historia de Chile, los 500 años desde que somos sociedad y comparo con el 2019, esas semanas que para mí fueron muy negras, y creo estamos mucho mejor. Estamos más o menos como en el promedio de la historia de Chile. Y no sé si nos vamos a salir de ahí.
(…)
Yo creo que esta joven promesa que fue Gonzalo, que ya no lo es, o sea sigue siendo joven naturalmente, pero creo que ya pasó el rito de madurez que fue esta tremenda situación que le tocó, tiene que tener su cuota de reconocimiento al haber participado en esta decisión del gobierno y del Presidente de resistir todo y después de jugarse con una salida no perfecta, porque ninguna es perfecta, pero que pacificó al país y le dio una oportunidad.