Bob Dylan acaba de ganar el Premio Nobel de Literatura.

Nadie podría haberlo predicho. Los fans de Dylan se están deleitando hasta perder la cordura, a la par que los defensores de la santidad de la alta cultura están levantando los puentes y dejando caer los rastrillos.

¿Cómo es posible que la música pop sea digna de un Nobel de Literatura?

En su más reciente colección de ensayos, Notes on the Death of the Culture Mario Vargas Llosa se queja -de una manera que suena familiar- sobre el estado actual de la cultura:

Ahora todo el mundo tiene un asiento en la mesa cultural tal que, sostiene, se ha provocado un efecto de «abaratamiento y banalidad» que ha degradado el contenido de nuestro consumo cultural en tanto que «una ópera de Verdi, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones o un espectáculo del Cirque du Soleil tienen igual valor».

Sin embargo, podemos ver el tema de otra manera. En primer lugar no es cierto que todo tenga el mismo valor para las personas. El valor es subjetivo y lamentablemente hay muchísimas más personas que están dispuestas a pagar fortunas por un concierto de Beyoncé que por una ópera de Verdi. Ni qué decir que entre leer un original de Kant si se pudiera y ver jugar a Messi, la diferencia es de millones a uno.

Pero una perspectiva más interesante que respetar las preferencias personales, que es una obviedad y que no puede prohibirse ni regularse de ninguna manera porque van unidas indisolublemente a la libertad de las personas, es analizar que la forma en que valoramos las producciones culturales cambia con el tiempo. La ópera italiana fue la música pop de la época, tanto como los Rolling Stones son la de la suya. Las óperas de Verdi eran ampliamente populares entre el público, pero condenadas por los críticos de la época por apoyarse demasiado en “fuegos de artificio” vocales y dramáticos. Ha sido sólo con el transcurso del tiempo que las óperas se han convertido en los clásicos sagrados que son hoy.

Las obras históricas de Shakespeare fueron la House of Cards de la Inglaterra moderna. Sus tragedias eran The Wire o Breaking Bad de hoy. El drama moderno temprano que nos diera las glorias de Shakespeare, Jonson, Webster y otros, a menudo era considerado por la élite literaria como comercial, medio pelo y desechable. Era entretenido, desde luego, pero no para la persona verdaderamente seria.

En 1616 cuando Ben Jonson publicó su volumen de sus obras completas incluyendo las obras de teatro, se produjo exactamente este mismo debate. Haciendo un juego de palabras con el título The Works of Benjamin Jonson, un crítico lanzó:

Le ruego me diga Ben, ¿dónde está el misterio al acecho?

Lo que otros llaman juego (play, por obra) usted llama trabajo

A lo que uno de los amigos de Jonson respondió:

Amigo del autor así por el autor dice,

Los juegos de Ben son trabajos, mientras que los trabajos de otros son sólo juegos.

El argumento giraba en torno sobre si una obra de teatro era una pieza lo bastante seria como producción literaria para que se la  llamara «trabajo».

Y 400 años más tarde, estamos teniendo el mismo debate sobre Dylan. ¿Es la cultura pop lo suficiente importante como para ganar un Nobel? Es dable pensar que Shakespeare y Jonson, Verdi y Mozart sostendrían que sí. ¿Es la literatura todavía literatura si va acompañada de una guitarra? Los trovadores medievales también dirían que sí. Lo mismo harían Homero, Safo de Mitilene y otros poetas clásicos quienes –probablemente– recitaban con sus liras en la mano. Sus obras fueron populares pero desechadas por los intelectuales de la época. Ahora son el núcleo vital de la cultura occidental.

No nos estamos abaratando o trivializando como individuos por amar lo que nuestra cultura produce, incluso si su forma es una que está actualmente fuera del favor de los guardianes del canon literario. Nos estamos ampliados y haciendo mejor y más ricos. Dylan lo sabe bien. ¿Por qué otra razón sino tendría el amor perdido reencontrado en «Tangled Up in Blue» una copia de Petrarch cerca?

Entonces abrió ella un libro de poemas

Y me lo entregó

Escrito por un poeta italiano

Del siglo quince

Y cada una de sus palabras resonaban verdaderas

Y relucían como carbón ardiente

Vertiéndose en cada página

Como si estuvieran escritas en mi alma por mí para ti

Enredadas en azul

El ganador de cualquier premio es seleccionado por seres humanos, lo que convierte la selección en subjetiva, cuando no parcial. No es que no puedan existir ciertos estándares de apreciación de las artes y que todo de lo mismo. Pero tampoco es posible que un grupo de intelectuales se arroguen el derecho de decidir por toda la humanidad qué es y que no es cultura. Por lo mismo, las discusiones sobre lo que debe y no debe contar en materia cultural no hacen nada sino enredarnos en debates interminables que impiden deleitarnos en la belleza que la época produce y confiar en nuestra infinita habilidad dispersa para apreciar sus siempre cambiantes formas.

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