La penetración de lo digital en nuestra cotidianidad es uno de los sellos distintivos de nuestros tiempos, erigiéndose en sus distintos usos y aplicaciones como algo imprescindible, ya sea para interactuar con nuestros pares, entretenernos, informarnos o como herramienta necesaria para diversas funciones en el trabajo.

Vivimos conectados gran parte del día y esto se profundiza vertiginosamente con cada nueva camada, especialmente desde los denominados “generación Z” (nacidos desde fines de la década de 1990 a mediados de los 2000) en adelante, a quienes se califica de nativos digitales ya que ven tempranamente normalizados el internet y las apps de una forma que para las demás generaciones era impensado.

El conjunto de relaciones con estas nuevas cosas constituye una verdadera “cultura digital” de efectos bien diversos. En particular, nos detendremos en el impacto que tiene tanto en algunos aspectos de la mentalidad de los jóvenes como en la vivencia o experiencia de la sociabilidad.

Para el estudio de estas nuevas formas de interacción, la “sociología de la presencia” desarrollada por Pedro Morandé, Eduardo Valenzuela y Carlos Cousiño, ofrece algunas claves interpretativas interesantes. Fundamentalmente desde la idea o paradigma central de la presencia, que analiza cómo asistimos a la relación social sin prejustificaciones necesarias ni roles funcionales. A diferencia de las teorías sociológicas sistémicas o funcionales de origen europeo, aquí la clave está en un vínculo social entre personas de carne y hueso que se relacionan como tales, desprovistas, en principio, de otra consideración adicional y a la vez en la integralidad de sus múltiples dimensiones.

Desde esta perspectiva, dichos autores buscan controvertir teorías sociológicas más predominantes que, a raíz de la complejización de la experiencia social, terminan por relegar al olvido el encuentro entre personas. En su enfoque la idea de gratuidad y dones recibidos, a diferencia de otras aproximaciones, destacan como algo fundamental para cada uno: “la vida nos habla de la familia, de la tierra y de la muerte. Nos refiere a aquello de dónde venimos, a eso que nos acoge y nos remueve, a los que nos espera sin saber cuándo”.

Salta a la vista que esta presencia, tomando el concepto de dichos autores, está experimentando cambios a gran escala. La pandemia –más allá de que existieran ya procesos de larga data previos– significó entre otras cosas una “virtualización” drástica de las relaciones humanas. Con las cuarentenas se impuso la necesidad de adaptarse a otras formas de conectarnos, junto con un incremento en el aislamiento individual. Más allá de las diversas tesis antropológicas sostenibles acerca de la necesidad natural de sociabilidad humana, quedó en evidencia que nos cuesta estar aislados y la resistencia a la idea de interactuar sola o principalmente a través de una pantalla.

Ahora bien, lo que la pandemia radicaliza y saca a luz se inserta en un panorama más amplio. En el mundo y en particular en Latinoamérica, Pedro Morandé habla de tres amplias “oleadas” en cuanto a la forma de comunicarnos y configurar nuestra identidad cultural: primero, una sociedad de comunicación oral; que pasaría a ser desplazada sucesivamente por una sociedad de comunicación escrita, que a su vez hace algunas décadas estaría viéndose transformada en una sociedad de comunicación centralmente audiovisual, contribuyendo cada una de ellas al olvido y relegación del encuentro presencial. Lo propio de estas fases para Morandé no es que cada una sustituya a la precedente, sino que va obligando más bien, en sus palabras, a “reinterpretar lo ya existente en una realidad más compleja”. Dicho de otro modo, estaríamos viviendo una etapa “bisagra” si se quiere, de tránsito y tensionamiento y no, por lo tanto, la concreción ya acabada del proceso.

Para poner esto en contexto: por ejemplo, los medios para informarse tradicionales de las personas han ido mutando: la prensa escrita ha ido abandonando su primacía respecto de la televisión, que a su vez hoy es cada vez consumida más en parejo e incluso en desmedro de las redes sociales. Cadem refleja claramente estas tendencias: los “baby boomers” (entre 56 y 71 años) se informan principalmente por la televisión y a continuación por la radio, consumiendo aún diarios en una proporción muchísimo mayor que las demás generaciones, cuestión que entre los “generación X” (entre 41 y 55 años) y luego los “millennials” (entre 24 y 40 años) demuestra ser mucho más marcada hacia el consumo algo mayor de redes sociales, pero casi a la par con el de televisión, para luego consolidarse unas proporciones de amplia ventaja de las redes sociales en los “generación Z” (entre 13 y 23 años) que pasa a ser su principal fuente de consumo de información así como la más influyente en todo sentido.

Lo que esto indica es que el fenómeno de lo digital, y en específico el de las redes sociales, está en un momento de expansión y arraigo progresivo, a ritmo acelerado, con el paso de cada generación. Por poner un ejemplo concreto: hace no mucho la principal red social juvenil era Facebook. Hace años que prácticamente ningún joven universitario promedio interactúa por esa red social, utilizando principalmente Instagram y ahora último Tiktok. Ambas plataformas desarrollan, en línea con lo identificado por Morandé, una cultura audiovisual.

Pues bien, ¿qué es lo que están experimentando las relaciones entre personas a la luz de esta experiencia novedosa e influyente que representan las formas digitales de interacción? Detengámonos en algunos aspectos de esta reconfiguración que estimamos merecen especial detención desde el paradigma de la presencia.

En primer lugar, comentaremos el impacto desconectador que tiene la digitalidad en nuestra forma de relacionarnos, como paradoja de conexión y desconexión que va progresivamente modificando nuestra forma de sociabilizar y estar en el mundo. En segundo lugar, tocaremos el impacto en la vivencia de la comunidad, que se deteriora y ve reemplazada por un sentido distinto que se da en razón de la virtualidad, donde las posibilidades de vínculo personal “gratuito”, o mínimamente desinteresado, se ven desplazadas por nociones instrumentales que rediseñan la forma de entender la relación con otros. Veremos que estas nuevas formas de comunidad se caracterizan por lo efímeras, superficiales e instrumentales, lo que junto a la expansión del fenómeno de la posverdad significa un impacto no menor en la forma en que concebimos lo común. Cada uno de estos aspectos tiene su efecto más marcado de generación en generación, en línea con lo ya explicado y seguramente debido a la mayor habitualidad, masificación y penetración en generaciones que arrancan tempranamente ya como “nativas digitales”.

1. La desconexión de la conexión

Estar conectado, ya sea a las redes sociales, con acceso a internet y el celular en el bolsillo, sobre la mesa, velador o simplemente a nuestro alcance, nos desconecta de lo que nos rodea en alguna medida. Nos mantiene conectados al mundo digital, pero a costa de sacrificar el contexto real del mundo sensible, con sus paisajes, entorno y, por supuesto, las personas de carne y hueso que uno tenga en la proximidad.

El efecto que esto tiene en el carácter, hábitos y la forma de vivir nuestra sociabilidad no es menor. Para experimentar en su más propio sentido un vínculo social presente se requieren varios supuestos: uno bien básico es dirigir mi atención a quien tengo al frente.

Las redes sociales, smartphone mediante, se introducen en nuestra cotidianidad quitándonos parte de nuestra atención: a veces conscientemente, por la notificación que me lleva a contestar un mensaje, revisar algo o recordar una tarea. Pero también subconscientemente está siempre presente esa sensación de estar al alcance del resto: sé que puedo desatender o prestar menor atención porque tengo un salvavidas o refugio ante la incomodidad social en el bolsillo.

Esto no es mero alarmismo o exageración. Llega a niveles bien preocupantes si estudiamos cómo funciona el mercado de las grandes empresas de redes sociales en relación con las infinitas marcas y servicios a quienes cobran por publicidad, tema desarrollado por ejemplo en el documental de Netflix “el dilema de las redes sociales” donde se explica que, a grandes rasgos, el negocio de las redes sociales es competir entre ellas por nuestra atención. Para eso, somos estudiados constantemente mediante la recolección de data, explotan vía algoritmo tus flaquezas, conociendo los más hondos rincones de tu instinto y rituales diarios. Toda esa información las vuelve una maquinaria capaz de encontrar el momento exacto para ofrecerte publicidad atractiva.

Lo que hay que comprender con esto es que no se trata de simples intentos aislados, controlables y manejables para cualquier ser humano: con tu celular en el bolsillo, tienes a verdaderos monstruos de las industrias al acecho dispuestos a robarte tu atención.

Estamos entonces ante unos gigantes que explotan, entre otras cosas, nuestra adicción, como diversos estudios han concluido al estudiar el efecto vía dopamina que producen varias de estas redes sociales.

Un par de anécdotas retratando este aspecto desconectador: el año pasado se cayeron las principales redes sociales (Instagram, WhatsApp y Facebook) durante casi un día entero. Esa semana pude conversar del tema con un grupo de jóvenes y les pregunté cuál había sido su experiencia ese día. La respuesta de una joven fue bien ilustrativa: como no hallaba qué hacer ante la “inutilidad” de su teléfono, había salido de su pieza a conversar con su madre y habían terminado saliendo a comer juntas. Comentaba impresionada que hace mucho que no hablaban y de las muchas cosas que se habían estado perdiendo mutuamente de la otra.

Me ha tocado vivir en más de una ocasión sin celular o con uno de esos antiguos que no tiene internet y el efecto es marcado: uno empieza a ver más lo que lo rodea en su rutina diaria, el paisaje, los edificios, todo llama más la atención. Hay un tremendo impacto en la capacidad de asombro (punto de partida del pensamiento filosófico, por lo demás), muy golpeada también por tener estos aparatos que nos abren todo el mundo en reels o videos de Tiktok. Y esta sensación de alivio y redescubrimiento de la realidad es muy común verla en aquellas personas que han dejado sus celulares. Lamentablemente, salvo honrosas excepciones de verdaderos ermitaños del mundo moderno, es inevitable tener que volver a ciertos grados mínimos de conexión para “sobrevivir”.

Hay un instinto en el ser humano que lo llama a vincularse con otros, un anhelo de sociabilidad que se ve realizado en el encuentro presente con otros. Pero el mismo se ve atrofiado muchas veces producto del abuso adictivo de las redes sociales, nos volvemos despreocupados, comenzamos a vivir más en esa “segunda vida” que en esta,  desatendiendo lo que tenemos a nuestro alrededor. El mundo virtual que se genera en las redes sociales nos hace interactuar entre ausentes, a costa de desplazar el vínculo presencial, constitutivo de la experiencia social humana. Lo primero para lidiar con esto, es visibilizar sus riesgos.

2. Comunidades sucedáneas

Si es que estas experiencias de interacción digital obedecen, en alguna medida, al despliegue de nuestra sociabilidad humana natural, lo cierto es que sirven de mero sustituto: como quien reemplaza limón con ese sucedáneo que, por mucho que tenga algunos adeptos, para la gran mayoría dista de tener la calidad y sabor del primero.

En cuanto formas de comunidad, las digitales dejan qué desear en términos de gratuidad y en términos de estabilidad, como veremos a continuación.

  • Gratuidad vs instrumentalidad

Somos seres sociales, nos realizamos con y para otros. Pero la manera de concretar ese impulso admite diversas modalidades. Las formas más perfectas de vínculo social son aquellas donde lo que prima es el sentido de gratuidad o de don, lógicas más desinteresadas, en comparación con relaciones donde prima más la instrumentalidad y el interés.

En pocas palabras, una comunidad (en cuanto a la finalidad de realización que el ser humano buscaría en los otros) será más perfecta en cuanto sus vínculos sean menos instrumentales. Porque en la medida que lo son, deja de considerarse a una persona estrictamente como persona, valiosa en sí misma, siendo ponderadas más centralmente alguna de sus cualidades o funciones.

En este sentido, pareciera que es la familia la comunidad más perfecta, como bien dice Valenzuela: “La paternidad aparece entonces como una figura de la retribución, el padre devuelve simplemente lo que se le ha dado y hace con sus hijos lo que han hecho con él: por ello, su posición no es la de aquel que obliga y endeuda a nadie, como tampoco la del que paga una deuda que nadie le ha exigido propiamente pagar. La paternidad remite al modelo de la caritas que se presenta como la figura más exigente de la gratuidad humana (…)”

Dicho esto, las redes sociales y otras interacciones digitales, en cuanto nueva forma de relacionarnos, distan mucho de otras comunidades presenciales.

Las redes sociales son comunidades donde mucho es instrumental y manejable a voluntad. Yo puedo elegir con quien interactúo, bloqueando a quien no quiero ver o el contenido que quiero evitar, de manera consciente en principio y luego el algoritmo se hace cargo del resto. Mientras más pueda calcularse la interacción social, más se difumina el ser humano real que somos, viéndose desplazado, en sus luces y sombras, por aquello que queramos proyectar, así como con lo que elijamos tener a la vista del otro.

  • Comunidades efímeras

Por otro lado, en términos de permanencia o durabilidad deja mucho que desear también el mundo digital. Si busco comunidad y sentido de pertenencia, lo que encontraré ahí estará marcado en cambio por lo efímero. Son agrupaciones en torno a causas concretas, vínculos en torno al like que en consecuencia dejan huella superficial, abriendo paso con inmediatez a la nueva temática, tendencia o video que siga.

Esta efimeridad como característica del tipo de sociabilidad que propugnan las redes sociales es en realidad una cualidad marcada de toda la cultura digital. En esa línea, son diversos los efectos de la realidad audiovisual de Tiktok o los reels de Instagram en variados aspectos de la mentalidad juvenil: retienen menos información, su concentración dura muy poco, la ansiedad por estar constantemente entretenido se dispara.

Es el mundo vertiginoso de las “cápsulas”, que es lógico tenga su correlativo impacto en aspectos más permanentes de la personalidad y la forma de pensar de los más jóvenes. Estar viendo cientos y miles de videos cada día, semana, año a año no pasa en vano. Estamos quizás ante el mundo de Huxley hecho realidad: nadamos en un mar de abundancia de conocimiento y contenidos, pero de escasísima profundidad y trascendencia. Como ya se comentó, esto tiene también un impacto en la capacidad de asombro, punto de arranque del filosofar y aprender ¿cómo inspirará un profesor a sus alumnos sobre las maravillas del universo o del alma humana, ante el escepticismo de haber visto “de todo”?

Desde luego este es uno de muchos otros aspectos que contribuyen a configurar para los nativos digitales una verdadera cultura de la inmediatez. Todo debe estar disponible de inmediato, al alcance, en todo momento y lugar. Ya se ha vuelto posible pedir cómoda y rápidamente transporte, comida, encontrar información, etc. El problema del arraigo de esta mentalidad es que la institucionalidad democrática y el trayecto vital humano están repletos de momentos de espera, negativas e irritaciones, por lo que este tipo de mentalidad es caldo natural de cultivo para la frustración y la insaciabilidad.

  • Posverdad

Por último, tenemos el fenómeno de la posverdad. Solamente mencionaremos sin detenernos el radical impacto que ha tenido la desinformación masificada en cuanto a las posibilidades de conocer a ciencia cierta la realidad y sus acontecimientos, para qué decir su impacto en el ámbito político, pero sí comentaremos una arista de este problema del conocimiento que tiene que ver con la vinculación social.

Una de las características fundamentales del encuentro presente entre personas es que goza de una espontaneidad y multidimensionalidad que promueven la aparición de nuestro ser verdadero. En las redes sociales en cambio, suele estar ausente la espontaneidad (gran parte del contenido está controlado, diseñado artificialmente, casi “fríamente calculado” como comentábamos antes) y la verdad está más bien disponible según lo que cada uno quiera creer. De esto último se encarga sobre todo el algoritmo, que aprende rápidamente a conocernos y nos va entregando lo que buscamos ver y ocultando lo que no queremos saber.

Hacer comunidad de esta forma resulta un fenómeno artificial, pues proyecta un ser humano que puede distar del verdadero, aquel que veo cara a cara. No es coincidencia que uno de los primeros mundos masivos virtuales se llamara “second life”: algo de eso tiene cada una de esas experiencias. En sí mismo, no tendría nada de malo cultivar una presentación de uno mismo distinta a la verdadera. Pero queda abierta la duda acerca de la frustración que pueda significar el choque entre ambas identidades, la virtual y la verdadera/presente, así como la dificultad de que la mayor instrumentalidad de una satisfaga del todo nuestras expectativas de sociabilidad: nuestro ser real tiene bondades y dificultades por lo que su mejor interacción se da al mostrarse como un todo.

3. Reconocer a los caídos para lidiar con el presente

Analizar el impacto de las redes sociales y su cultura sirve para identificar qué estamos perdiendo y aquello con lo que chocan estas nuevas tendencias. Sobre todo en el contexto latinoamericano, cabe recordar algunas ideas centrales del paradigma de la presencia de Morandé que nos recuerda que su versión más pura existe en la cultura oral:

“La oralidad requiere necesariamente de alguien presente para poder desarrollarse. Nadie puede vivir en una cultura oral estando solo. Necesita de alguien, necesita escuchar y hablar. La experiencia originaria del diálogo requiere del gesto y de los espacios de encuentro en donde sea posible descubrir la presencia de otros. Este espacio de encuentro, del nombrar y ser nombrado, es lo que constituye propiamente el núcleo de la cultura oral. Desde ahí se va extendiendo a todos los restantes ámbitos de la convivencia: la familia, el espacio público y el privado, el espacio religioso, el espacio de la política, el espacio del mercado y del intercambio económico, etc.”.

Eduardo Valenzuela y Carlos Cousiño nos recuerdan por otro lado algunas alternativas concretas que reflejan con mayor precisión el espíritu de una relación social basada en la presencialidad:

“Para dar cuenta de la dimensión experiencial contenida en esta forma de sociabilidad, queremos proponer el concepto de “presencia”. El término alude a una forma de relación social que se basa en la co-presencialidad, en el estar juntos. Además, quiere rescatar la dimensión de “presencia” que el mundo católico sitúa en la celebración eucarística, y que es el fundamento de la “comunión” entre Dios y los hombres y de estos entre sí. En el núcleo de la “presencia” se encuentra la persona como experiencia que no requiere ni posee fundamento. En tal sentido, el mundo de la presencia es el ámbito de una experiencia pre-reflexiva, donde lo dado no es lo fundamentado. Experiencias tales como el amor, la familia, la religión, la amistad y la comensalidad constituyen para nosotros ejemplos privilegiados de este reino”.

Con esto ahondamos más en lo que significa esta presencia, que por supuesto va mucho más allá al compararse con el vínculo virtual de las redes sociales con la mera distinción, propia del mundo post-pandemia, entre “presencialidad” y “virtualidad”. Como podemos ver acá, son múltiples las dimensiones de un vínculo entendido de esta forma.

La pretensión aquí no es esparcir desesperanza frente al mundo en que vivimos, sino visibilizar aquellas cosas valiosas que la última modernidad desmesurada y de ritmo frenético puede pasar a llevar, de manera de hacernos cargo de esas carencias y saber reencaminar nuestros anhelos hacia donde podamos verlos realizados. Al fin y al cabo, si hay algo que caracteriza a la juventud es el comienzo de una búsqueda. Está en nuestras manos orientarla a buen puerto.

En esa línea, lo que urge no se reduce a hacerle la guerra sin más a las redes sociales, ni a divulgar el retorno a formas de vida más ermitañas, sino que aprender a reconocer ciertos riesgos en la digitalidad, buscando si así lo queremos realizarnos fuera de ese ámbito y aprendiendo a controlar el consumo de las mismas.

Se trata en definitiva de no ser solamente críticos de la realidad que se nos presenta o caer en el predominio de la nostalgia, como a la usanza del tópico literario ubi sunt de lo que estamos perdiendo: la naturaleza siempre se hace ver, aunque sea de diversas y nuevas maneras.

Por último, quisiera enfatizar algo que a lo largo del texto es deslizado, pero que más vale transparentar explícitamente. El individualismo propio de muchas de las visiones de mundo hoy abundantes que, expresa o soterradamente, difunden una retórica de autonomía exacerbada y emancipación, encuentra en la cultura digital un aliado poderoso para su cometido. Por lo que cualquier preocupación, diagnóstico y propuesta en relación con estos temas que obvie pronunciarse sobre dichos aspectos antropológicos, arriesga nacer cojo.

*José Miguel González Zapata – Director de formación de IdeaPaís

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