Diversas personas me han pedido que escriba algo sobre el documento donde el Dicasterio de la Fe aborda la bendición de las uniones del mismo sexo (Fiducia supplicans). Aunque han pasado dos meses desde su publicación, se mantienen las polémicas sobre el texto y sus alcances. Algunos imaginan que en cualquier momento tendremos a la basílica de San Pedro pintada de los colores del arco iris y al mismo Papa bendiciendo a las parejas gay, como ya lo hacen un buen número de clérigos en Bélgica y Alemania, e incluso alguno en Chile.

¿Cómo entender este delicado asunto? Quizá valga la pena partir con un examen del contexto. La Iglesia tiene una doctrina inequívoca sobre el matrimonio, que se remonta al comienzo mismo de la Biblia, cuando se dice que Dios “los creó varón y mujer” y les da el cometido de crecer y multiplicarse (Gen 1, 27-28). Sin embargo, en diversos países europeos hay obispos y sacerdotes que, en su afán de acoger a todos y mostrar que la Iglesia participa de la misericordia divina, organizan bendiciones especiales para parejas del mismo sexo en términos muy semejantes al matrimonio, y no falta alguno que incluso pone la bandera multicolor en su templo durante el mes del orgullo gay.

Por otra parte, en una época donde el secularismo avanza en muchas naciones, hay que reconocer que el hecho de que ciertas personas se acerquen a un sacerdote a pedir una bendición tiene importancia. Aunque en algún caso puede significar el simple deseo de obtener legitimidad, en muchos otros puede constituir una genuina señal de apertura a la trascendencia, un anhelo de algo que se considera importante para dar sentido a la vida. No hay que apagar la mecha que humea, nos dice el profeta Isaías.

Para hacerse una idea de este delicado tema, lo más fácil es leer con calma el texto que ha sido objeto de polémicas. ¿Qué dice? Que el matrimonio es una unión estable e indisoluble entre varón y mujer y no otra cosa; que “sólo en ese contexto las relaciones sexuales encuentran su sentido natural”, y que “son inadmisibles los ritos y oraciones que pueden crear confusión entre lo que es constitutivo del matrimonio (…) y lo que lo contradice” (n. 4).

Por eso, la Iglesia, continúa el texto, “no tiene potestad para conferir su bendición litúrgica cuando ésta, de alguna manera, puede ofrecer una forma de legitimidad moral” a uniones que pretenden asimilarse al matrimonio (n. 11). La bendición litúrgica supone la bondad de aquello que se bendice (n. 9).

Si todo esto es tan claro, ¿dónde está la novedad de Fiducia suppplicans? No se halla en la doctrina sobre el matrimonio, sino en la idea de que hay ciertas bendiciones informales que no presuponen cumplir con las condiciones morales exigidas para recibir los sacramentos o las bendiciones litúrgicas (nn. 12, 31). Ellas simplemente expresan por parte de quien las pide un deseo de ayuda (n. 20, 21), un reconocimiento de la necesidad que tenemos de Dios en nuestras vidas (n. 21-23, 39). Estas bendiciones se ofrecen sin pedir nada de parte de aquel que las recibe (n. 27).

Al no tener un marco litúrgico, el Dicasterio considera que esas “bendiciones no ritualizadas” (n. 36) pueden impartirse a quienes “no pretenden la legitimidad del propio status (n. 31). Exige, en todo caso, que se tomen ciertas precauciones para evitar cualquier confusión con el matrimonio o que otorguen alguna licitud a esas otras uniones (heterosexuales u homosexuales).

Así, no se debe utilizar un ritual fijo, para no dar la impresión de que tienen un carácter oficial (n. 30); los sacerdotes no han de emplear las vestimentas, gestos o palabras propios de un matrimonio (n. 39), y nunca deben impartirse junto con una ceremonia de matrimonio civil, para evitar equívocos (n.30).

En una nota de prensa que dio a conocer en enero el Dicasterio de la fe para aclarar algunos posibles malentendidos sobre Fiducia supplicans, explica que se trata de bendiciones “a parejas (no a las uniones) irregulares”. Parece claro que lo que aquí se bendice es a las personas, a todo lo bueno que hay en ellas, y no al vínculo que se buscaría regularizar.

Sin pretender fijar una fórmula oficial, la nota de prensa pone un ejemplo muy ilustrativo: “el sacerdote puede decir una simple oración semejante a esta: ‘Señor, mira a estos hijos tuyos, concédeles salud, trabajo, paz, ayuda mutua. Libéralos de todo lo que contradice tu Evangelio y concédeles vivir según tu voluntad. Amén’”. Y –continúa la nota– el acto se finaliza “con el signo de la cruz sobre cada uno de los dos”. Que haya una señal de la cruz para cada uno me parece que es expresivo de que no se bendice la unión sexual de esas personas, cosa que sí sucede cuando se bendice un genuino matrimonio, porque en la unión conyugal de un varón y una mujer todo es santo, tan santo que san Pablo lo asimila a la unión que existe entre Cristo y la Iglesia (Ef 5, 32).

Es más, para que quede claro que se apunta a algo muy distinto de lo que hacen algunos clérigos en ciertos países del Primer Mundo, la nota llega a decir que “son 10 o 15 segundos”, y que la bendición no debe realizarse “en un lugar destacado del templo o frente al altar porque esto también crearía confusión”. Lo que tiene en mente el Dicasterio de la fe al publicar Fiducia supplicans es, entonces, algo muy distinto de lo que presentó gran parte de la prensa internacional al dar a conocer la noticia.

El tema es ciertamente delicado, porque estamos tratando con personas y con situaciones que muchas veces son muy dolorosas. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no siempre la mejor ayuda para las personas consiste en darle exactamente lo que quieren. Si para evitar un sufrimiento se falsean las exigencias del Evangelio, se puede hacer a los creyentes un daño mucho más duradero y profundo, tanto en este como en otros campos. Un síntoma de nuestro tiempo es el horror al sufrimiento y el empeño por evitarlo a toda costa. Con todo, como es claro en el plano corporal, el dolor puede constituir una señal de alerta que indica que algo está mal. Ojalá leyéramos con frecuencia el Gorgias platónico, donde Sócrates muestra que no estamos en la vida para evitar todo tipo de incomodidades. El dolor moral también puede tener una dimensión purificadora. En la misma línea, un cristianismo dietético y burgués, sin exigencias incómodas y que complace a todo el mundo, es un producto tramposo.

Naturalmente, en un plano distinto, cabe preguntarse sobre la prudencia de esta medida; tener dudas sobre sus efectos entre los fieles, sea que estén o no en esas situaciones delicadas; discutir si la forma en que se llevó a cabo fue la más adecuada, o albergar temores sobre los abusos que pueden producirse a pretexto de ella. No me pronunciaré sobre estos temas, que han salido profusamente en la discusión, entre otras razones porque no tengo todos los datos para formarme un juicio acabado. Sólo quiero recalcar aquí que no ha cambiado en nada la doctrina católica, tanto sobre el matrimonio como sobre la actitud maternal de la Iglesia hacia todas las personas. Y, lo que es muy importante, tampoco ha cambiado su enseñanza sobre la necesidad de conversión que todos nosotros tenemos: también quienes no estamos en las situaciones tratadas en este documento.

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