Como en el meme del chihuahua sonriente, o más bien sorridendo accanto a lui, con la cabecita echá pa’atrás, así quedamos todas cuando apareció ese milagro con patas que es Matteo Bocelli. Estallaron los grupos de guasap en todos los rangos etarios mientras Matteo, todo y sus casi dos metros de Matteo, nos susurraba que pa’ quando y bueno, mucha chilena le contestó en las redes sociales. Tímidas, sumisas, oprimidas, dale, recuérdenlo pal 8M. Tras el impacto inicial me sobrevino una profunda ira, porque mira si no es injusta la distribución de belleza en el mundo ¡Se la llevaron toda los italianos! ¡Maldita desiguadad! Casi casi me dan ganas de salir a golpear mi Thermomix como mis amiguis del senyorsh, el verbo, etc. pal 2019. 

Como pueden ver, el Festival de Viña me tiene toda alborotada, después de todo es el festival latino más importante del mundo (adjunto boleta, saludos cordiales). Y, todos sabemos que el Festival es una especie de burbuja y a la vez un crisol donde nuestros recuerdos de infancia se mezclan con los veranos presentes y a veces también futuros. Ya sea que queramos o no, el festival, que cierra para todos el verano, se convierte en un gran igualador; es todavía un punto de encuentro, no importa lo divididos que estemos, lo lejos, porque si a algunos siempre les quedará París, nosotros tenemos Viña. 

Viña es nuestra arena y nuestra amapola y vaya que hay cosas que olvidar estos años. La propia Viña, ciudad, tiene mucho por lo que sufrir ahora tras los infernales incendios intencionales (digo, SE, pa’ que no se le olvide) de principios de este mes. El festival se hizo igual, porque era carísimo suspenderlo y según la alcaldesa, que ostenta la misma empatía que un cuadro de Modigliani, lo que deje el festival se usará en cosas muy importantes para la comuna. Además, le dio la ocasión de mostrar su cartelito a favor de una ley de incendios, figúrate. En realidad, para que jamás olvidemos lo descarados que son en el FA y que nunca nada es SU responsabilidad. 

De todo el festival, me parece que los humoristas son siempre los que mejor permiten tomarle el pulso a un país. ¿Se acuerdan ese terrible festival de 2020, en que muchos humoristas decidieron convertirse en activistas y apologistas de un acto antidemocrático y alevoso, que algunos aún llaman (not) estashido social? En este punto, sería yo de una hipocresía frenteamplista (me perdonan el pleonasmo) si estuviera en contra del humor político. No, por favor. Pero eso no fue lo que se nos ofreció en Viña en esos aciagos días.

“Lamento que mi protesta colapse tu tránsito, pero tu indiferencia colapsa mi país”, nos decían mientras se nos pedía creer que ser obligado a bajarse del auto pa’ bailar era simpático, divertido y solo un fascista podría molestarse por eso. Eran tiempos oscuros, de feísmo y de un puritanismo progre que intentó conquistar nuestro lenguaje, nuestra manera de pensar y hasta aquello que debía parecernos gracioso. Y esa es la cosa, ese es el quid de la columna de esta semana; este año, en el humor se notó que algo crujió y cambió. Dale, no fue un cataclismo, pero es que destruir siempre ha sido más fácil que reconstruir, ¿siono, presi? Pero yo al menos noté una brisa de libertad, una especie de permiso para reírse de las cosas que nuestros torquemadas de cuneta nos dicen que no podemos reírnos. Ese es justamente el problema con el humor, con la risa: si está bien hecho, nos pilla por sorpresa, y no decidimos reírnos, no nos permitimos reír; nos reímos y punto. No les ha pasado conocer gente shuper shofishticada, culta, elegante, pero que a la hora del humor es todo shuper escatológico. Mi agüelita paterna, sin ir más lejos, una dama, en serio, no la juzguen por su nieta, era una emperatriz, pero nada la hacía reír más que la palabra “peo”. No pun, no pedo, “peo” (sic). Estoy hablando de la risa de verdad, esa que a veces hace llorar o querer hacer pipí (ojo con el piso pélvico niñas, con eso no se juega) no de la risa por compromiso, de la sonrisa, esas que no achinan los ojos y son parte de una gran farsa social de la que por tanto tiempo accedimos a participar. 

Hay una conversación entre Jordan Peterson y Douglas Murray, dos de mis pensadores favoritos, que les recomiendo mucho. Es del año pasado y es regüena, porque del mismo modo en que escuchar a los Bocelli (escuchar, frescas) nos dejó un poco más lejos del feísmo al que nos hemos acostumbrado, escuchar gente inteligente, inspira a hacer la pensación. Bueno, en esa conversación ellos hablan del humor y cómo parece que por ahí va la salvación de occidente. Don Douglas parafrasea a un amigo y dice algo así como que el humor es el sentido común yendo a otra velocidad y a mí me estallaron fuegos artificiales en la cabeza, como si hubiera llegao’ la merca, porque ¿no es eso lo que hemos visto? ¿No, encontramos acaso solaz en el humor en estos oscuros años de corrección política y puritanismo octubrista? ¿Qué une más que las risas compartidas cuando provienen del más puro sentido común?

Mi favorito de este año fue lejos Luis Miranda, me reí de verdad, no esperaba hacerlo, no me predispuse de ninguna manera y no lo miré con esa cara de compasión narcisa de los rostros progresh, porque me generó un genuino y profundo respeto lo que hizo. Es cierto, su humor OSCURO hizo mucho match con el mío. Pero el buen humor nos une y nos libera y se impone más allá incluso de los gustos personales, nos da permiso para reír de verdad, lejos de las trampas mentales que ir perdiendo en la batalla cultural nos dejó.

Esta pitonisa es muy fan de la belleza, la verdad, la libertad y la justicia (que dejaremos para otra columna, pero no olvidamos al teniente Ojeda) y hago votos porque Chile le agarre el gustito a todas ellas. Partamos por recuperar la primera libertad, la más íntima, recuperemos la libertad de pensar y de reír de verdad de lo que se nos dé la gana, volvamos a reír de lo que es risible (saludos a Apruebo Dignidad). Porque es por ahí, Chile, que salimos de esta decadente locura. El humor nos hará libres.

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