Escucha la columna leída por su autor:

Estudios de opinión pública realizados en el último tiempo vienen mostrando una creciente desafección de los encuestados con la democracia. Aunque todavía se observa un mayoritario apoyo a este sistema de gobierno, un porcentaje no menor cree que en algunos casos el autoritarismo se justifica. Esto porque la democracia no estaría haciéndose cargo de los problemas más acuciantes que afectan a las personas, como por ejemplo la inseguridad ciudadana que se experimenta en extensas zonas del país o la incapacidad de impartir justicia oportuna y eficazmente, entre otros.

Por otro lado, la conmemoración del golpe militar ha sacado a relucir el compromiso de la élite política con la democracia, un compromiso que no ha mostrado señales de debilitamiento desde que fuera recuperada en 1990. Se podrá responsabilizar a la clase política de muchas cosas, pero no de una falta de vocación democrática en todo ese tiempo. De hecho, en más de tres décadas Chile no ha vivido ninguna crisis institucional causada por alguna deriva autoritaria de sus líderes políticos, ni siquiera cuando en octubre de 2019 el país se incendiaba por los cuatros costados. Incluso el intento de refundar nuestra democracia propuesto por la Convención Constituyente, al que la mayoría de los líderes de la izquierda se sumó con entusiasmo, encontró un contundente rechazo en las urnas, en lo que puede considerarse un momento estelar de nuestra tradición democrática. El octubrismo, encarnado en ese proyecto constitucional, fue derrotado por el voto de la mayoría en un impecable acto eleccionario.

No es en el compromiso con la democracia donde debiera centrarse tanto la atención, como ocurre en estos días, sin perjuicio que su renovación a todo evento sea siempre bienvenido (y no sólo cuando se conmemoran los 50 años de su violenta interrupción en 1973). No, los problemas que aquejan a la democracia chilena tienen otro origen y se asemejan a los que está experimentando en muchas naciones del mundo.

La creciente insatisfacción con el régimen democrático que se observa en algunos de los países más desarrollados tiene causas diversas, pero una -que es común a todos- sobresale nítidamente: el efecto que causan las redes sociales en las percepciones de los ciudadanos. Una de sus más perniciosas consecuencias es la alarmante pérdida de legitimidad que están sufriendo las instituciones democráticas, lo que a su vez resulta en una difundida anomia social -cuando los marcos normativos y las instituciones que entregan sentido a los ciudadanos dejan de hacerlo.

Considérese el caso del Parlamento, la institución democrática por excelencia: en la mayoría de los países sufre una aguda erosión de su popularidad, al extremo que es de las menos apreciadas del espectro institucional. A esto, por cierto, contribuyen actuaciones persistentes de sus integrantes orientadas a congraciarse con esas mismas redes sociales, donde las ideas y el diálogo razonado brilla por su ausencia. Lo mismo puede decirse de los partidos políticos, indispensables para el funcionamiento de una democracia sana, que también se encuentran en la parte más baja del prestigio social.

La percepción de instituciones que no cumplen con sus objetivos y deberes conduce no sólo a la anomia sino que, peor aún, a un estado de malestar generalizado en la sociedad. Que esto ocurra en países desarrollados con los más elevados niveles de bienestar, cuyos ciudadanos debieran regocijarse del progreso que han alcanzado antes que enrabiarse los unos con los otros, es una prueba fehaciente de la acción continua de lo que el sociólogo norteamericano Jonathan Haidt ha llamado “la máquina de la furia”.

La democracia es una construcción institucional extremadamente frágil a los embates de sus enemigos. Siempre lo ha sido, pero ahora enfrenta uno para el que aparentemente no tendría buenas defensas: la acción persistente y eficaz de los algoritmos de las redes sociales sobre los ciudadanos, que forman algunas de sus ideas y opiniones al fragor de memes, tuits y reels, que se viralizan sin cesar en el espacio virtual, exacerbando de paso sentimientos y emociones que conducen a una persistente polarización.

Los acuerdos políticos, el ingrediente basal del proceso democrático, se vuelven así cada vez más difíciles de alcanzar y se consolida un estado de parálisis decisoria respecto de algunas de las cuestiones más trascendentales que preocupan a la sociedad. ¿Qué culpa tiene la democracia en todo esto para que se esté gestando una creciente desafección hacia ella? Viene al caso invocar el conocido aforismo: la culpa no es del empedrado. Es de nosotros, ciudadanos y electores, líderes políticos y representantes, que debemos hacernos responsables de la forma cómo formamos nuestras opiniones y las decisiones que tomamos. Los problemas que nos aquejan se resuelven con más y no con menos democracia, recordando que ningún país en el mundo alcanzó el pleno desarrollo de otra forma que por la vía democrática.

Ingeniero civil y exministro de Transportes y Telecomunicaciones

Deja un comentario

Debes ser miembro Red Líbero para poder comentar. Inicia sesión o hazte miembro aquí.