El tercer mandato de Lula está resultando una caja de sorpresas. Se han empezado a atesorar en ella toda clase de obsesiones y pulsiones infinitas. Más de alguien incluiría chifladuras y dislates. Por lo mismo resulta casi natural que The Economist se haya interrogado la semana pasada sobre los motivos de su conducta, especulando con la posibilidad de una incurable megalomanía o bien de una persistente ingenuidad. Como suele suceder en todo, y mucho más frecuentemente en la política, nada es mono-causal.

Sin llegar (aún) a los discursos flamígeros y tomando cierta distancia (por ahora) del tribalismo característico de otros mandatarios latinoamericanos, el listado de dislates de Lula crece con rapidez. Debe considerarse un ejercicio del cargo de apenas cuatro meses. Por ende, no puede descartarse a priori un período presidencial algo turbulento. 

Pero no sólo asombra el caudal de propuestas en tan poco lapso, sino lo excéntrico de varias de ellas. Se observa una ansiedad por hacer cosas en el plano internacional muy poco congruentes con los factores de peso real y objetivo. Factores en los cuales ni él, en tanto político, ni Brasil, en tanto actor internacional, tienen efectiva capacidad para influir. No debe extrañar entonces la diligencia con que se han conocido ciertas inquietudes estadounidenses. 

Aunque el abanico de dislates es amplio, probablemente el más extraño emana de la convocatoria a crear un “G20 por la Paz”. Se podrá compartir con Lula el criterio que Brasil es grande en el contexto latinoamericano, y que la iniciativa suena loable, pero parece obvio admitir la carencia por completo de peso político, militar y económico como para soñar con el éxito en una tarea de esa envergadura. Ha sido tal el entusiasmo, que muy probablemente en aquellas capitales donde el poder se ve de manera más descarnada -Pekín, Moscú, Nueva Delhi- esta iniciativa difícilmente pase el umbral de una discreta sonrisa.

Más extravagante aún suena el deseo de invitar a otros países latinoamericanos a plegarse al “G20 por la Paz”, con la peregrina aspiración de fortalecer la capacidad de diálogo frente las autoridades rusas y ucranianas haciéndolo “desde posiciones sin intereses”. Aquí se observa un grueso error de apreciación por parte del octogenario líder. Es una perogrullada admitir la necesidad de tener intereses (y ojalá muchos) para gravitar efectivamente en cualquier proceso de negociación o intento de mediación. ¿A cuál instrumento recurrirán países latinoamericanos para insuflar entusiasmo y motivación (no digamos presionar) a contendientes del calibre de Rusia y Ucrania? 

En algunos brasileñólogos se ha extendido la opinión que esta propuesta tan grandilocuente responde a una simple megalomanía, dado que Lula, aquel viejo obrero metalúrgico ya en el atardecer de la vida, sueña con coronar su carrera política recibiendo el Nobel de la Paz. En el pasado no le han faltado ganas, pero siempre chocó contra verdaderos murallones. 

Durante su segundo mandato, por ejemplo, se refociló con su presunta capacidad para aplacar los deseos de Irán de seguir enriqueciendo uranio. Se solazaba pensando en una gravitación personal a nivel planetario y capaz de provocar el deshielo entre Washington y Teherán. Viajó por la convulsa región y no pocos admiraron su entusiasmo. Incluso Obama le prodigó palabras de buena crianza. Pero, a poco andar, Washington rechazó la propuesta. La razón era muy sencilla. Aparte de sus supuestos demasiado básicos para la problemática concreta, ninguna superpotencia puede plegarse a una iniciativa proveniente de un actor secundario. 

Previo a aquello, cuando recién había asumido su primer mandato, también había exteriorizado una oferta algo delirante. Aseguraba ser capaz de imponer la paz en el milenario conflicto árabe-israelí. Nunca se supo si fue más allá de lo retórico. 

Lo sorprendente es que la pulsión por un Nobel de la Paz persista hasta el día de hoy y mediante propuestas tan desfasadas. Se resiste a asumir que cualquier iniciativa en el ámbito internacional -máxime en los asuntos de seguridad- debe ser compatible con el calibre de los protagonistas.

Pero no sólo eso. Un importante fracaso en el plano regional tampoco significó una lección aprendida. En 2010, el Presidente Uribe acusó a Venezuela ante la OEA de albergar bases de las FARC en su territorio y Chávez rompió relaciones diplomáticas. Lula divisó una oportunidad y se ofreció como mediador. Para su sorpresa, Colombia rechazó de manera tajante la oferta y esgrimió un motivo, nuevamente muy simple. El listado de expresiones previas de Lula mostrando simpatías por las FARC era tan largo, que neutralizaba la necesaria imparcialidad exigible a todo mediador. La negativa colombiana ilustró otro axioma. Nadie escapa de su pasado mediante gestos superficiales o creyendo que lo dicho previamente se olvida o se borra con facilidad.

A mayor abundamiento, su errático quehacer se comprobó en febrero de este año, o sea siendo ya Presidente, cuando autorizó la entrada de dos destructores iraníes en Río de Janeiro. Sin dudas, un hecho inédito. En sus disquisiciones debe haber sobrevolado la idea de proyectar independencia. Sin embargo, al estar ambas naves sancionadas por el Departamento del Tesoro de EE.UU., es dable suponer una buena cuota de ofuscación en Washington. 

Durante su reciente viaje a Pekín, propuso otra idea, tanto o más disparatada que las anteriores. Probablemente con el aditamento de haber causado una irritación mayor en el vecino del norte.

Le aseguró al Presidente Xi que estaba pensando en un nuevo modelo de negocios. Que no le gustaba depender del dólar como moneda de intercambio. Lamentablemente no trascendieron registros gráficos, pero es muy posible que tal aserto haya sido recibido con azoro por parte de Xi. ¿Le habrá pedido al líder chino que acepte reales como forma de pago? ¿O será que su deseo es someter a la economía brasileña al yuan?

Mientras estuvo en China se dio un tiempo para visitar Huawei, la tecnológica considerada una amenaza a la seguridad nacional por EE.UU. También para poner a la cabeza del Nuevo Banco del Desarrollo, una especie de FMI de los BRICS, a su aliada Dilma Rousseff. Otro asunto espinoso, pues resulta que hace poco tiempo fue solicitado el ingreso de Irán, país que, como se sabe, está sometido a algunas sanciones, aparte de haber hecho famoso sus letales drones suicidas. El tema es espinoso, además, porque inevitablemente habrá pronto otros amigos en desgracia a quienes tender una mano, Cuba y Nicaragua. 

En tanto, sus propuestas para el conflicto ruso-ucraniano podrían dejarlo bastante damnificado. Ya en mayo pasado habló de presuntas “culpabilidades compartidas” entre los dos bandos. Poco después le adjudicó responsabilidades a EE.UU. y Europa en armar a Ucrania. Y hace pocos días, le pidió a Washington que “deje de alentar la guerra”. 

En síntesis, el tercer mandato de Lula, que él llamó de “reconstrucción”, se ve cuesta arriba y algo bizarro. Pese a ser aún prematuro, estos, y varios otros elementos, permiten vaticinar una difícil reconexión con las potencias centrales.

Académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

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