¿Debe un novelista participar en política, o le corresponde (o conviene) mantenerse al margen de ella para no incomodar y perder lectores? Es una interrogante que se plantean numerosos colegas y ante la cual no existe una respuesta categórica y definitiva. Lo cierto es que la mayoría de los escritores opta por guardar silencio ante la política, aunque no exista tal vez otro oficio tan ligado a la política (entendida como reflexión y acción ante los problemas que plantea la polis) como el del novelista.

En América Latina existió una fase, en los años sesenta del siglo pasado, en que los escritores -y los intelectuales, en general- sentían la necesidad de hacer valer su voz y participar en política. Probablemente esta influencia vino de la guerra de Independencia, la consolidación de las naciones y, más tarde, de la Guerra Civil española, de esa necesidad que sintieron muchos artistas e intelectuales por identificarse con los republicanos.

La revolución cubana -que comenzó como levantamiento amplio y pluralista en contra de la dictadura (1952-59) de Fulgencio Batista- sedujo en los sesenta a destacados escritores latinoamericanos. Muchos de ellos la defendieron hasta el caso Heberto Padilla, en 1971, que dejó en evidencia el carácter represivo del castrismo. Si bien durante los sesenta perduró la discusión sobre si el régimen de La Habana era más o menos dictatorial, ya a partir de los setenta se impuso en vastos círculos intelectuales la convicción de que era una dictadura totalitaria. Sus defensores alegaban, sin embargo, que la ausencia de democracia en la isla se debía al embargo y la hostilidad de la Casa Blanca. Lo cierto es que la frustrada identificación con el castrismo idealizado contribuyó a desprestigiar hasta hoy en la región el concepto de escritor “comprometido” con un partido o régimen  político.

Entre los intelectuales que protestaron contra Castro figuraron Cortázar, Simone de Beauvoir, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Susan Sontag, Jean Paul Sartre, Juan Rulfo, Octavio Paz y Alberto Moravia. Gabriel García Márquez terminó más bien como amigo de Fidel Castro que como soldado intelectual de la dictadura, Vargas Llosa rompió de forma clara con el castrismo en su desarrollo como liberal integral, y Pablo Neruda nunca comulgó con el culto a la personalidad de Fidel. Por eso tuvo diferencias con el caribeño y sus memorias, “Confieso que he vivido”, fueron censuradas en la isla, como también lo fueron las de Jorge Edwards, “Persona non grata”, y mis “Nuestros años verde olivo”, pese a la foto en que Raúl Castro exhibe, en 2009, mi libro ante las cámaras de la prensa internacional para intentar probar lo contrario.

Sospecho que la estrecha relación entre política y novela se debe a que las novelas suelen descansar en al menos dos ejes: uno, el de lo que podemos definir como “pasiones” humanas (amor, desamor, envidia, celos, odio, infidelidad, etc); y otro, el del poder en sus múltiples variaciones. En algún momento, toda novela se encuentra con las pasiones y el poder. Este último es, a su vez, el gran tema de todo político. Tanto el político como el escritor “trabajan” con seres humanos o personajes, intentan conducir sus destinos, convencerlos de algo, relatarles algo que los persuada. Los personajes de toda novela no sólo aman y sufren, sino que también tienen valores, principios, utopías, sueños personales y sociales, y actúan de algún modo en términos políticos.

Durante las recientes presentaciones de mi novela “Sonata del olvido” me quedó una vez más en claro esta relación entre política y ficción novelesca. Hoy es particularmente clara. En una época en que reina la desconfianza hacia la clase política, muchas personas, en especial los lectores de novela, intentan hallar en los novelistas explicaciones o interpretaciones de lo político, de lo que ocurre en la vida del país. Esto es un reto mayor, por cuanto muestra que las expectativas del lector van más allá de la capacidad del autor para construir un mundo paralelo a través de un lenguaje singular, y trascienden hasta el ámbito del mundo real, palpable, cotidiano.

¿Hay tal vez muchas similitudes entre un político y un novelista?, me pregunto cuando escucho preguntas de lectores. ¿Acaso ambos no buscan seducir a alguien mediante el lenguaje? ¿Acaso ambos no se especializan en difundir un relato, una narración, una historia que incluye como núcleo esencial la referencia a personas o personajes que enfrentan obstáculos y se ven obligados a vencerlos? ¿Acaso ambos no hablan de mentiras, que en el caso del político pueden ser mentiras-mentiras o mentiras-hechas-realidad, y en el caso del escritor son “mentiras verdaderas”, como afirman Vargas Llosa o Georgy Lukacs? ¿Acaso ambos no generan la ilusión de tener el mundo (o una parte de él) en sus manos mediante el artilugio del lenguaje? ¿Será por eso que los lectores (y también los periodistas) llevan a menudo a los escritores a opinar sobre política?

Existe, sin embargo, un deslinde claro entre el político y el escritor, entre la política y la novelística. Se trata de un hilo fino y sinuoso, y por ello peligroso. El político tiene que dar respuestas a los problemas políticos. Un político que sólo plantea preguntas y no da respuestas, queda al debe, no funciona como líder, no funciona como político, porque carece de utilidad práctica. El novelista, por otra parte, que da respuestas unívocas a las preguntas políticas se anula como escritor porque abandona su ámbito, el que se define a partir de la imprecisión, la ambivalencia, la duda, la incertidumbre, las exploraciones sin respuesta definitiva.

El político da respuestas y gana así apoyo popular (o lo pierde); del novelista, en cambio, no se esperan respuestas definitivas, sino el talento para invitar a ver y pensar, para llevar al lector a contemplar la vida desde una perspectiva que antes no había imaginado, para conducirlo a replantearse lo que siempre ha visto de una sola manera. Si el político entrega respuestas y “vende” seguridad, el novelista aporta preguntas y brinda incertidumbres. Si el político quiere pensar por su elector, el escritor estimula la imaginación y la reflexión del lector.

Probablemente por ello no quedó nada, o muy poco, del arte y la literatura de los sistemas comunista y nacional-socialista. A través del “realismo socialista”, un método de creación artística establecido en la extinta URSS, los escritores estaban llamados por el partido, el gobierno y su unión de colegas a “mostrar al pueblo” la ruta hacia el comunismo que iluminaba la vanguardia política de la clase obrera.

A través del arte y la literatura nacionalsocialista, basado en la idealización de una raza y el desprecio a las demás, Hitler aspiró a “educar” al pueblo alemán valiéndose del partido y el Estado. El criminal de Goebbels fue el encargado de controlar a través del Estado todos los aspectos de la vida cultural e intelectual de los alemanes. En la URSS dicha tarea recayó en el comisario Anatoli Lunacharsky, quien definió e impuso, a partir de 1917, por encargo de Lenin, las políticas culturales y educativas del nuevo régimen. Ambos sistemas veían a los artistas y escritores como “ingenieros del alma humana”, como militantes de sus regímenes e instrumentos para consolidar y perfeccionar las dictaduras que construían.

Aquellas obras se escribían por encargo y se leían porque el Estado y la educación, dirigida en forma rigurosa por comunistas y nacionalsocialistas, lo exigían. Hoy nadie bucea en esas obras. Sólo investigadores e historiadores del arte de la era del totalitarismo dedican su tiempo a ellas. Sirven, a lo más, para ver cómo el arte y la literatura se utilizaban para “educar” a las masas y convertirlas en siervos fieles de dictaduras, no para explorar la compleja e infinita condición humana, narrada desde la perspectiva de un creador único y libre.

 

Roberto Ampuero, #ForoLíbero

 

 

FOTO: FRANCISCO FLORES SEGUEL  /AGENCIAUNO

Escritor, excanciller, ex ministro de Cultura y ex embajador de Chile en España y México. Profesor Visitante de la Universidad Finis Terrae

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