Un sistema de partidos políticos que aún no entiende la profundidad del desencanto y rechazo de la ciudadanía y se resiste a avanzar en transparencia y renovación por la vía de un refichaje del 100% de sus militantes (algunos de ellos muertos, engañados o inventados), de una marginación de los líderes que quebrantan la ley, o de limitar la reelección de parlamentarios que en algunos casos detentan verdaderas redes clientelistas que operan como maquinarias de apernamiento y prácticas oscurantistas.

Un presidente de partido como Jorge Pizarro que se desentiende de boletas a SQM, da muestras de una ambición desmedida que prescinde de lealtades mínimas al sindicar responsabilidad en sus hijos y exponerlos a la guillotina pública, y que carece de una mínima generosidad y dignidad como para dar un paso al costado en la dirección de la DC.

Un Guillermo Tellier que se dice oficialista y leal a la presidenta Bachelet pero que avala los esfuerzos de sus militantes, colegiados y asociados para desestabilizar al gobierno con consignas irresponsables. Un insigne militante comunista como Jaime Gajardo más preocupado de promover la mediocridad y status quo de sus colegiados que de trabajar un régimen meritocrático que además de aumentar su base salarial, desarrolle los mejores talentos docentes y mejore la calidad de la enseñanza en las aulas más vulnerables de nuestro país.

Un Ministro de Educación (y ex Ministro de Hacienda) que a pesar de que sólo el 0,1% de los profesores de enseñanza básica y media evaluados en su desempeño pedagógico en la sala de clases logra un nivel de excelencia, accede a negociar un proyecto de carrera docente que considera un alza progresiva de sueldos rebajando garantías de evaluación y calidad. Peor aún, negocia estos nuevos términos en medio de un escenario de bajo crecimiento del PIB y escasas posibilidades de expandir el gasto público para asumir dichas demandas. No sólo eso, un Ministro que a sabiendas de la debilidad de las arcas fiscales en el actual contexto de desaceleración económica, introduce políticas públicas populistas, poco éticas y responsables, que aseguran una gratuidad a los alumnos más vulnerables de la educación superior pero para que accedan a una oferta educacional de “promedios”, restringida sólo a universidades públicas del CRUCH, en algunos casos de dudosa calidad académica y que logran un mínimo de acreditación (porque ideológica y financieramente no puede hacer un anuncio de gratuidad extensivo en el corto plazo a instituciones privadas como la Universidad Alberto Hurtado que concentran un mayor número de alumnos de escasos recursos y presentan estándares de calidad superiores).

Un Ministerio de Salud superado por la sobredemanda de atención en redes asistenciales públicas, con largas listas de espera para prestaciones GES, y que a pesar de ello ha retrasado la construcción de nuevos hospitales ya sea por razones ideológicas (en algunos casos por resquemores infundados a sistema de concesiones), o tal como ha señalado la misma presidenta por “debilidades en la gestión estatal”.

Una Presidenta que escenifica una cercanía “controlada” con el pueblo chileno a partir de una presencia “en imágenes para la TV” (pero sin pronunciamientos para evitar “pifiadera”), en la inauguración de la Copa América. No sólo eso. Los pocos gestos y mensajes que emite en esta cita son para aplaudir la presencia de Vidal en el primer equipo, premiar su acto irresponsable bajo los efectos del alcohol, el maltrato a un carabinero, la impunidad frente a la grave infracción cometida, y la confirmación de que en su gobierno la política inclusiva parece referirse a que debe haber más ciudadanos de primera clase que saquen partido a su fuente de poder e influencia.

Una Presidenta desprovista de confianza y autoridad carismática (que antaño suplía su falta de competencia y convicciones para gobernar) y que en vez de empoderar y tomar la senda propuesta por quienes saben y representan la sensatez y responsabilidad en el gabinete (Burgos y Valdés), opta por ahondar el vacío de poder, dirección y autoridad confiando en su cómplice de utopías de juventud y confesora Ana Lya Uriarte, y prorrogando indefinidamente el nombramiento del gabinete y cargos públicos faltantes.

Una Presidenta cuya historia y relato político sólo se sustenta en un Estado de derechos, pero que se revela timorata a la hora de enfrentar a ese constructo llamado “la calle”, y para exigir el cumplimiento de ciertos deberes y obligaciones cívicas mínimas.

Un candidato a la presidencia como Andrés Velasco que habla de “buenas prácticas” y estándares éticos aplicables al “resto de la gallada”, pero no a su propio actuar en política.

Un partido como la UDI que avala la comisión de ilícitos políticos y tributarios y convoca a sus militantes a tribunales para apoyar a sus distinguidos militantes y representantes públicos formalizados judicialmente.

Un sistema de medios tradicional que avanza hacia una peligrosa farandulización y desvalorización de la política. Una prensa que en cada elección, antes de servir de tribuna para discutir políticas públicas, reformas políticas o programas de gobierno y las ideas que los sustentan, privilegia un retrato de las candidaturas desde su vida privada o atributos personales (la cobertura de estos temas se triplica desde la elección presidencial de 1989). Y una ciudadanía que de a poco se asimila y adecua su actuar y estándares éticos a una lógica pragmática, materialista y resultadista. Donde el fin justifica los medios, donde la evasión del Transantiago se justifica en la medida que el servicio es malo, donde las manifestaciones públicas sirven de amparo para la destrucción del patrimonio público y la propiedad y esfuerzo colectivo y privado, donde se llega a hipotecar las perspectivas familiares de largo plazo en pos de un endeudamiento desorbitado para comprar una falsa ilusión de progreso y comodidad inmediata (a través de plasmas, iphones, autos, o una serie de necesidades autoimpuestas e inventadas), donde se exige la cabeza de políticos y empresarios coludidos en prácticas para rebajar impuestos que benefician a todos los chilenos, pero se perdona al ídolo deportivo que vulnera la ley, por ser un pilar fundamental en las posibilidades de un triunfo copero continental y de aquello que edifica un falso patriotismo.

Todos estos ejemplos dan cuenta de una crisis valórica severa. De lo que Miguel de Unamuno ya intuía como los fundamentos de un país que se construía sobre una moral cartaginesa, “organizado para el botín de la guerra, y al cual el salitre ha corrompido”. De una sociedad y sobre todo una elite que desde sus albores de acuerdo a Diego Portales, no poseía la virtud republicana de Montesquieu, carecía de una consciencia moral sólida, y presentaba “una manía de no servir sino por interés… Las familias de rango de la capital, todas jodidas, obran con un peso enorme para la buena marcha de la administración”. Años después y en pleno siglo XX, Enrique Mac-Iver describía los mismos síntomas de declive moral en la elite. Hablaba de una república parlamentaria “víctima tanto de una crisis económica, cuanto de una crisis moral que detiene su antigua marcha progresista… Ha sido la falta de moralidad pública, ha sido el olvido del deber por el funcionario, el parlamentario o el fiscal, y el abandono de la función pública para dar paso a las ambiciones personales, al odio, a la venganza, a la codicia y al interés de banderías (políticas)”.

Hoy el escenario se repite en esta sociedad y elite surgidas ya no desde la fiebre del salitre, pero desde una fiebre y democratización del consumo alentada por una producción y acceso masivo a todo tipo de bienes y productos materiales y financieros. Una elite cuya composición política y socioeconómica es más diversa, pero que olvida fácilmente los valores que la hicieron surgir, y cae presa fácil de la ambición y los vicios descritos hace más de un siglo.

En ese contexto es que la receta de Portales para salir de la crisis moral e incertidumbre generalizada cobra plena vigencia. Esto no es la vuelta a una democracia tutelada, con un Poder Ejecutivo provisto de potestades amplias, centralizador a la francesa, con escasos contrapesos a una libre discrecionalidad y ejercicio del poder. Pero si una revalorización del liderazgo político y administrativo moral, en tanto construcción permanente de un relato épico y ético, responsable, que decide, no delega, ni reniega, ni rehúye, ni silencia. Un liderazgo que actúa sobre el terreno de convicciones que se deben argumentar y defender con propiedad, seriedad y valentía, pero también contrastar y matizar a la luz de la experiencia y un ejercicio deliberativo racional. Un liderazgo que se debe sustentar sobre el sentido de justicia social pero también del “orden, juicio, amor al país y buenas intenciones”. Un liderazgo que avance en el desarrollo de un sistema social inclusivo de derechos y libertades, pero también de deberes, obligaciones y respeto por los derechos y libertades de quienes conviven en un mismo espacio-tiempo desde la diferencia (aunque sean una minoría circunstancial). En suma, un liderazgo moral aún no visto en el gobierno de Bachelet, pero que puede ser construido y alentado por la actual Presidenta. Al menos tiene el equipo y los medios para hacerlo. Confiemos que así sea.

 

Juan Cristóbal Portales, director Magister Comunicación Estratégica Universidad Adolfo Ibáñez.

 

FOTO: artishock.cl

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