El Gobierno se inició llamando al diálogo y apelando a la unidad nacional y los grandes acuerdos para alcanzar el desarrollo. Transcurridos casi seis meses, se habla, en cambio, de crispación, de bloqueo parlamentario y de disputa entre los poderes del Estado. ¿Qué ha sucedido? Más que identificar culpables, cabe constatar que los buenos propósitos se los llevó el viento en tan corto tiempo. El Gobierno debe reflexionar y ser coherente con su promesa incial.

 

En primer lugar, hay que reconocer que la crispación no divide de arriba abajo a la sociedad. La gente común y corriente no está enfrentada unos con otros, como sucede por ejemplo en Venezuela o Nicaragua. Tampoco está dividida entre polos opuestos. En Argentina, por ejemplo, se habla de la “grieta” para indicar la separación tajante entre peronistas y el resto de la sociedad. En Chile no ocurre algo parecido. La gente puede ser crítica de las elites y desconfiar de las instituciones públicas y privadas, pero no está dividida. Diga lo que se diga, en el país impera un grado importante de concordia cívica, que sólo pierde terreno momentáneamente cuando nos acercamos a los aniversarios del golpe militar de 1973, para resurgir con fuerza en la celebración de Fiestas Patrias.

 

En ambientes de reflexión vinculados a la Iglesia se pregunta desde hace años si Chile es un país reconciliado. El término está impregnado de una fuerte carga religiosa. Hay que señalar, más bien, que hace décadas hemos aprendido a vivir con nuestras diferencias. Los conflictos surgen cuando alguien o un grupo traspasan los límites que configuran la base del entendimiento social, es decir, aquel conjunto de valores y principios de respeto y libertad que hacen posible la convivencia civilizada. Renace entonces la amenaza de reeditar los enfrentamientos que llevaron al quiebre institucional de 1973. Hasta ahora se trata de casos muy aislados, más bien de expresiones verbales que de conductas, que pronto son superados.

 

Lo que no está funcionando bien es el sistema de deliberación y debate de los asuntos públicos y la consecuente toma de decisiones, lo que se ve agravado por la existencia de un Gobierno que no cuenta con mayoría parlamentaria.

 

Pensar que nuestras diferencias puedan desaparecer es irreal. Las ha habido siempre en nuestra historia y nos acompañarán en el futuro. Algunas se refieren a hechos traumáticos del pasado: luchas entre ohigginistas y carrerinos, entre balmacedistas y anti Balmaceda, entre ibañistas y alessandristas y, por fin, entre derechistas, freistas y allendistas, para no hablar del reducido sector que todavía sigue fiel al pinochetismo. Lo importante es que esas diferencias se radiquen  en el ámbito de la memoria y de la historia y no copen el escenario presente.

 

La crispación actual se da principalmente en el ámbito de la contienda política. No en el campo social, ni en la vida de la empresa. Sus protagonistas son lo que genéricamente llamamos “los políticos”, principalmente el Gobierno, los parlamentarios, los dirigentes partidarios y los líderes de opinión. Este cuadro se ve agravado por las disputas entre los poderes públicos y la judicialización de las controversias. Lo que no está funcionando bien es el sistema de deliberación y debate de los asuntos públicos y la consecuente toma de decisiones, lo que se ve agravado por la existencia de un Gobierno que no cuenta con mayoría parlamentaria. Esta situación lleva a la manifestación de frecuentes conflictos sectoriales originados en problemas que se arrastran sin solución: así sucede, por ejemplo, en el sistema educacional, en la salud, en las pensiones, en el status de las mujeres,  en la Araucanía y en lugares que viven emergencias medio ambientales.

 

En esta confrontación cupular nadie gana. Ni el Gobierno que aparece debilitado en su impulso transformador, ni las fuerzas de oposición –todavía dispersas– que no son capaces de configurar una alternativa política. Este empate es nocivo para el país, que necesita enfrentar múltiples desafíos para continuar el camino del desarrollo y superar viejas y nuevas injusticias y desigualdades. La gente quiere soluciones realistas a sus problemas, políticas públicas bien diseñadas e implementadas responsablemente, luego de un proceso deliberativo libre y participativo. ¿Es mucho pedir que cada cual deje de ser “esclavo de sus consignas”, como diría Jorge Edwards? Las ideologías ya no son ni un refugio, ni una excusa.

 

Es la política, como arte del buen gobierno, la que debe volver a imperar en una sociedad anhelante de progreso y capaz de responder con sus mejores energías cuando se la convoca a grandes tareas.

 

FOTO: LEONARDO RUBILAR CHANDIA/AGENCIAUNO