Así es como mis hijos universitarios me preguntan cuando conversamos si es compatible ser empresario y al mismo tiempo ser un buen cristiano, o si hay alguna diferencia entre un empresario cristiano y uno que no lo es, e incluso más, por qué sería bueno, necesario o conveniente que haya más empresarios cristianos. Es importante el tema, porque hay muchas caricaturas y desconocimiento alrededor de estos conceptos.

Es absolutamente compatible ser al mismo tiempo buen empresario y buen cristiano, pero no es exclusivo ni excluyente. La actividad empresarial es una noble vocación de servicio a las personas, en la que se expresan todas las virtudes que el cristianismo atribuye al trabajo. El trabajo fue asumido por Cristo en la tierra y por ende es una actividad redimida, lugar de santificación. ¡Si usted recibió talentos y el llamado de Dios para ser empresario, dele gracias a Dios y séalo! No más confusiones ni complejos en este punto.

Los empresarios cristianos estamos sujetos a las mismas leyes de la oferta y la demanda como cualquier otro empresario, tenemos que atender las necesidades de clientes, pagar proveedores y corremos igual que los otros para pagar el IVA el día 12 de cada mes. Estamos sujetos al mismo cansancio, a la misma necesidad de esfuerzo, los unos no son más inteligentes que los otros. Ser empresario cristiano no garantiza el éxito económico -estamos sujetos a los mismos vaivenes económicos que los demás empresarios- y tampoco asegura un comportamiento ético superior- estamos sujetos a las mismas tentaciones y somos de una misma naturaleza.

Entonces, ¿dónde está la diferencia? La diferencia está principalmente en la conciencia y en su decisión de seguir a Cristo. El cristianismo nos ayuda a que la conciencia esté iluminada y asistida por la Gracia y, por ende, que anhele y busque sinceramente el bien, haciendo una santa y justa ponderación de los distintos elementos, principios y valores que se juegan al momento de tomar cada decisión.

Esto no es observable con los ojos, pero los actos concretos derivados de ello sí deberían serlo. La gente debería notar que en las decisiones empresariales de esa persona hay una motivación trascendente, que las cosas que hace o deja de hacer están inspiradas por un genuino deseo de buscar el bien de los demás y no sólo el propio.

Preguntarse a diario qué haría Cristo en mi lugar tiene efectos prácticos que se traducen en muchas, muchísimas acciones virtuosas, en mejores ambientes de trabajo, relaciones y tratos más humanos, mayores niveles de felicidad y, por lo tanto, en plenitud personal y paz social. Y nada de esto es incompatible con la legítima búsqueda de rentabilidad y sustentabilidad de mi empresa.

En esto no hay recetas concretas, pero sí hay preguntas que deben resonar siempre en la conciencia de un empresario cristiano, en cada una de nuestras decisiones empresariales, como por ejemplo: ¿Puedo acortar el plazo de pago a mis proveedores? ¿Puedo pagar mejores sueldos a mis colaboradores? ¿Puedo mejorar mis estándares ambientales por sobre lo que me exige la norma? ¿A igual responsabilidad y trabajo, le pago lo mismo a un hombre que a una mujer? ¿Puedo hacer de mi empresa un lugar más inclusivo, por ejemplo, contratando inmigrantes porque reconozco en ellos un espíritu de superación y emprendimiento y los quiero ayudar a cumplir sus sueños?

El aporte que está llamado a hacer un empresario cristiano es precisamente poner al servicio del bien común una conciencia que se deja iluminar y guiar por Cristo, orientada a servir a las necesidades de los demás, a organizar comunidades de trabajo digno y productivo, a distribuir con justicia la riqueza legítimamente obtenida; en definitiva, a desarrollar sus actividades como una noble vocación.

 

Ignacio Arteaga E., presidente de Unión Social de Empresarios, Ejecutivos y Emprendedores Cristianos

 

 

FOTO: LEONARDO RUBILAR/AGENCIAUNO

 

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